EL DESORDEN DE LAS PASIONES
La atmósfera del alma
Al. comienzo del Tratado político, Espinosa establece un paralelismo entre las pasiones que modifican y sacuden a los seres humanos y los fenómenos, aun desagradables, que caracterizan la atmósfera:
He considerado las pasiones humanas, como el amor, el odio, la ira, la envidia, la vanagloria, la misericordia y todos los demás sentimientos, no como vicios, sino como propiedades de la naturaleza humana, pertenecientes a ella del mismo modo que pertenecen a la naturaleza de la atmósfera el calor, el frío, la tempestad, el trueno y semejantes, los cuales, aun siendo desgracias, no obstante son necesarios y son efectos de causas determinadas, a través de las cuales nosotros tratamos de comprender la naturaleza, mientras nuestra mente goza de su franca contemplación no menos que de la percepción de las cosas agradables a los sentidos.1
No importa cuán inexplicables, indóciles, caprichosas y perturbadoras puedan parecer a primera vista, las pasiones —oportunamente observadas— no sólo revelan una trama inteligible y una articulación coherente, sino que pueden también volverse objeto de un espectáculo agradable. Detrás de su caos se descubre un orden preciso; en el interior de sus imperceptibles o imprevistas desviaciones y excesos, una lógica convincente; en su aspecto quizás espantoso, una belleza específica. Para quien pueda penetrar más allá de la envoltura se reserva no sólo el gozo que el conocimiento tradicionalmente ofrece, sino también la satisfacción de contemplar, desde el punto de vista de una ‘ciencia meteorológica’ del ánimo, el paso variado de sus metamorfosis sobre el fondo del horizonte teórico de la necesidad.
Las pasiones ofrecen el testimonio más convincente del hecho de que el “hombre” no dispone libremente de sí mismo, ni, mucho menos, del mundo. Aun cuando ya habituado a considerarse un “imperio dentro de otro imperio”2 —ciudadano de un regnum hominis extraterritorial res1 pecio al resto del universo— él descubre, también por medio de ellas, estar en cambio sometido rígidamente a la naturaleza, la única verdaderamente libre. En efecto, condicionamientos de todo género lo plasman a la manera de la “arcilla en las manos del alfarero”;3 imaginar escapar de ellos, permaneciendo firmes las leyes de este mundo, parece igualmente absurdo e indeseable como vivir bajo un cielo eternamente sereno. De por sí, el reconocimiento del inevitable poder de las pasiones (aquel inconmensurablemente mayor de toda la naturaleza sobre cada hombre) no implica de todos modos la aceptación presupuesta de una servidumbre irremediable y siempre igual. Para poderse liberar de la pasividad absoluta respecto a las pasiones, quizá sea necesario admitir, de manera preliminar, la supremacía: disminuyendo nuestras exorbitantes pretensiones de control y de autocontrol sobre ellas, se multiplican paradójicamente las oportunidades de éxito al enfrentarlas y se descubre en la imaginación también un aspecto de potencia, que consiste en la capacidad de evocar las cosas ausentes (cfr. E, prop. xvn, schol.).
También el niño (ser “sumamente dependiente de las causas externas” y “casi incapaz de ser consciente de si”‘)4 crece de hecho hasta alcanzar estadios en que la subordinación a las causas externas disminuye, aunque sin dejar de existir, y la conciencia de sí aumenta, aun sin llegar a ser jamás completa. De manera análoga, es posible individuar también para los adultos el camino apropiado para un ulterior ‘crecimiento’ que —levantando la vis existendi o agendi— modifique en favor de los individuos y de las colectividades el equilibrio inevitable frente a las causas externas y ponga un dique a nuestra total ignorancia respecto a ellas.
Entre el grado de dependencia de las pasiones y el grado de conciencia alcanzado subsiste una relación de proporcionalidad inversa (cuanto más éste aumenta, justamente, más aquél disminuye y viceversa). Sin embargo, semejante incremento de saber —que es, al mismo tiempo, de felicidad, de “virtud” y hasta de salud— no basta quererlo o programarlo. Por consiguiente, se engañan cuantos intentan sofocar las pasiones mediante la intervención enérgica de la voluntad o de la razón, rechazándolas o suprimiéndolas de la naturaleza humana por la fuerza. Nadie, ni siquiera el más sabio, podrá quedar exento totalmente o en todo momento. Aquellos que intentan doblegar la violencia o la tenacidad imprecando, maldiciendo, implorando, realizando ademanes propiciatorios, en lugar de encontrar los medios para reducir su impacto y arraigo o para cambiar eventualmente las desventajas en ventajas— se asemejan .1 quienes pretendiesen imponerse de manera mágica a los fenómenos atmosféricos, o sea, impedir la alternancia del frío y del calor, de la humedad y la sequedad o prohibir a los rayos surcar las nubes y al viento soplar.
El imperio separado
Con Espinosa termina el modelo renacentista de “hombre” como “microcosmos”, engastado en el todo y capaz, a pesar de la propia pequeñez, de abarcarlo. Éste habría podido reflejar en sí, por ‘simpatía’, algunas alteraciones fundamentales del complejo orgánico y unitario del mundo, y transformarse —a través de la imaginación y del pensamiento— en “camaleón” capaz de imitar todas las formas, mientras su corazón, tradicionalmente sede de las pasiones, habría representado el “sol del microcosmos”.5 Espinosa considera en cambio al género humano y a cada individuo singular sólo como una parte del universo, inseparable de sus procesos, pero carente de la facultad de reflejarlo totalmente. El hombre debe, por consiguiente, adecuarse tanto al papel marginal atribuido por la astronomía moderna al planeta en que vive, como a la idea de la necesidad ineluctable y anónima que regula todos los acontecimientos. Las ilusiones de una libertad esencialmente incondicionada y de una providencia que vigila con benignidad sobre el mundo, quedan así resquebrajadas. El filósofo se dirige a sus reacios lectores como para invitarlos a renunciar a aquello que aparece ya como un delirio de omnipotencia y de separación que se alterna con lases depresivas de total inercia y autodenigración. La simple docilidad a las pasiones y la arrogante voluntad de dominio sobre ellas son complementarias, y ambas terminan por hacer la esclavitud todavía más gravosa. La solidaridad —para cada uno en el propio lugar y tiempo— con la naturaleza que vive en cada cosa, el saberse insertos en una apretada red de vínculos causales necesarios, la despedida del finalismo providencialista presentan aspectos positivos que no muchos están dispuestos a percibir. También la necesidad aparentemente inexorable de las pasiones se les presenta por ello sobre todo como signo de dolorosa humillación, de impotencia y de caos. No se individúan y valoran de inmediato los valiosos recursos ofrecidos a quien sepa comprender que los individuos pueden intervenir sobre los procesos de la naturaleza y modificarlos según sus leyes, precisamente en cuanto los hombres forman parte de la naturaleza o, mejor, ellos mismos son naturaleza.
La opción de Espinosa consiste en descentralizar ulteriormente al hombre y su conciencia respecto a la totalidad de este mundo, vaciado de un Dios personal que lo domina y dirige para recuperar (por medio del pensamiento) el sentido para el hombre de la naturaleza como lodo. Para lograr este fin rechaza, simultáneamente, tanto el antropocentrismo como el teocentrismo, denunciando a cuantos ignoran u ocultan la relatividad del punto de vista propio y se entregan a entidades superiores como garantes de un orden físico y moral absoluto.6 Sin embargo, no existe para Espinosa ningún orden fijo y carente de relaciones, ni jerarquía alguna indiscutible e intocable, cuya sacralidad fuese perturbada por los apetitos y por los deseos humanos. Orden y desorden, bien y mal, justicia e injusticia son conceptos carentes de valor, si no se consideran desde la perspectiva de quien los juzga y desde el momento en que esto acontece. Lo que es bien para el lobo, es mal para el cordero; aquello que es orden para algunos es desorden para otros; lo que es justicia para quien oprime es poder irracional para quien es oprimido.
La pregunta, ingenua y embarazosa al mismo tiempo, que se le podría formular es por qué razón ha escrito una Ética, si cada punto de vista es para él relativo. La respuesta provisional se apoya sobre la constatación de que, efectivamente, existe para nosotros un punto de vista ineludible y no arbitrario (aquel en que nos encontramos: el del hombre), y un criterio de preferencia moral en línea de principio se puede compartir por *cada uno (escoger aquel que más incrementa el poder de existir, esto es, conjunlamente, la felicidad, la “virtud” y la satisfacción propia ). Sin embargo, la óptica acostumbrada cae por tierra, en cuanto por “ninguna cosa nosotros nos esforzamos, ninguna cosa queremos, apetecemos y deseamos porque la juzgamos buena; antes bien, nosotros |ii/gamos buena alguna cosa porque nos esforzamos por ella, la queremos, la apetecemos y la deseamos”. Es el deseo, llevado al máximo de su conciencia, el que produce para el hombre un orden que se renueva y se formula de nuevo bajo la guía del amor Dei intellectualis.
Es un artículo que abre nuestra mente hacia la comprensión de evitar caer en la identificación de las polaridades. Es decir, en creer apresuradamente que uno de los polos es el verdadero y el otro falso por consiguiente intentar futil e ingenuamente en eliminar este último. Ante esta dualidad: razón/pasión, debemos colocarnos justo en medio, esto para mi sería lo Etico, y estar en el medio implica la aceptación de la inevitabilidad de estar en ocasiones en un polo y en otras, en el otro polo, aceptando su sagrado movimiento y no resistiendonos a él con nuestra acostumbrada arrogancia por controlar un polo o el otro. Hacer conciente el movimiento y la experiencia de cada polo cuando se transita es precisamente lo que permite no caer presa de su control. Es “dandonos” a la experiencia humildemente, como “recibimos” lo mejor de ella.
Gracias por este profundo escrito. Me ha enseñado mucho.
Gracias por tus palabras tan profundas Jaime !