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El vuelo de Regreso al Hogar

Desde los primeros tiempos de la historia escrita, y seguramente desde mucho antes, los sueños han sido una vía de escape simbólica para nuestros anhelos y temores ocultos. Los sueños nos revelan el lenguaje de la psique y nos aclaran no sólo los dilemas u oportunidades a los que podemos estarnos enfrentando en este preciso instante, sino el camino que nuestra alma visualiza para solucionar esas situaciones. Sigmund Freud —que llamaba a los sueños «el camino real hacia el inconsciente»—, Carl Jung y muchos otros psicólogos posteriores han ideado elaborados métodos para la interpretación de los sueños a través de sus complejas imágenes simbólicas. No obstante, la clave de algunos sueños está en la simple comprensión del significado de una imagen esencial.
Por ejemplo, durante los pasados dieciocho años, he tenido una serie de sueños relacionados entre sí por una imagen recurrente: un avión que despega. El primer sueño con ese avión como protagonista tuvo lugar en el año 1982, un momento muy triste de mi vida. Unos años antes había empezado a sentirme profundamente desilusionada con mi trabajo como periodista, hasta el día en que me asignaron la redacción de la noticia del seminario sobre muerte y agonía impartido por Elisabeth Kübler-Ross. El grado de sufrimiento que se podía palpar en aquel seminario, y la asombrosa capacidad de Kübler-Ross para ayudar a las personas devastadas por la muerte de un ser querido fueron mi fuente de inspiración para volver a la universidad y estudiar religión y mitología. Sin embargo, el posgrado en
teología que conseguí no me ayudó a encontrar mi verdadera vocación profesional, al igual que no lo había hecho mi licenciatura en periodismo.
Dos años antes de terminar la carrera, me encontré luchando por descubrir qué rumbo debía seguir mi vida. Mientras trabajaba como secretaria en el
Departamento de Farmacología de la Universidad Noroccidental, no podía imaginar hacia adonde se dirigirían mis pasos.
Me sentía como viviendo en un péndulo que oscilaba entre dos mundos. Los estudios espirituales me levantaron el ánimo, pero luego volví a poner los pies en la tierra y a enfrentarme con los pánicos y temores del día a día. Me hundí en una profunda depresión que se convirtió en una pesada carga mental, lo cual dio como resultado una década de fuertes migrañas.
Después de meses de vivir en esa situación de oscuridad, llegué a un punto  en que le dije a una amiga: «Tengo que hacer algo. Una parte de mí está
muriendo, y si no reacciono pronto, moriré.» Lo decía muy en serio. Sentí que había perdido mi fe en la vida, aunque al mismo tiempo confiaba plenamente en que Dios me ayudaría a superarlo de algún modo. Vivía en un estado de contradicción física y emocional, que me desesperaba aún más.
Entonces tuve un sueño muy extraño. Jung lo habría llamado un «gran sueño». Yo era la única pasajera de un reactor pequeño pero veloz. El avión estaba todavía en tierra, calentando motores dentro de un hangar que albergaba muchos otros aviones también en espera. Los demás reactores despegaban uno tras otro, como era de esperar, pero mi avión continuaba aguardando a que la torre de control le diera permiso para despegar. Al final, transmitía un mensaje a la persona que estaba en la torre de control: «¡Oye! ¿Y yo qué?»
«Apaga los motores —respondía la persona de la torre—.Te retendremos hasta que el cielo esté despejado para tu vuelo.»
Mi avión estaba «parado», al igual que yo estaba «parada» física, emocional, personal y profesionalmente. No obstante, la torre de control, que para mí era la representación de Dios en el sueño, me trasmitió el mensaje de que me estaban cuidando y vigilando. Aun estando dormida, me invadió el sentimiento de que Dios y su Cielo y todas las cosas estaban en armonía con mi mundo.
Cuando desperté de aquel sueño, me sentí dispuesta a esperar el momento oportuno para emprender el vuelo. Olvidé la desesperación por encontrar una dirección concreta. A partir de entonces, vi la vida de otra forma. Me estaban vigilando; había un plan para mí que ya estaba en marcha pese a la quietud y el bloqueo de mi existencia externa.
Imbuida del mensaje reafirmante de mi sueño, decidí disfrutar del vacío de propósito en el que flotaba. Mi trabajo como secretaria me aportaba todo lo necesario para subsistir en el mundo físico. Recibía un sueldo y el precioso regalo del tiempo libre para hacer lo que se me antojara después del trabajo. No tenía grandes responsabilidades profesionales, no estaba sujeta a plazos de entrega ni me sentía estresada por no poder desempeñar bien mi labor Tenía una vida carente de ataduras. Gozaba de libertad para pasar tiempo con mis amigos y familiares, y disfrutaba de la vida de una forma despreocupada que no había experimentado jamás.
Como no tenía compromisos personales ni ambiciones en la organización política y financiera para la que trabajaba, me importaba muy poco quedarme sin empleo. No aspiraba a ocupar ningún cargo en concreto ni a ser una privilegiada dentro del grupo de profesionales con los que trabajaba, y eso me hacía sentir muy feliz. Aunque los científicos de la empresa creían que no tenía nada, yo lo tenía todo. Esos científicos me dieron mi primera lección sobre cómo pueden ser y actuar las personas detestables cuando se rigen por la inseguridad y la ambición. Al competir por la concesión de becas, de ascensos y de poder, los científicos eran prisioneros del miedo al éxito de los demás. Al final del día, yo dejaba sobre mi mesa todo lo relacionado con la empresa, pero ellos se iban a casa con sus maletines cargados de trabajo y miedo.
Gracias a aquella ocupación, aprendí una de las verdades espirituales más productivas en las que ahora baso cada día de mi vida: cuando no buscas ni necesitas la aprobación de los demás, eres más poderoso. Nadie puede debilitarte emocional ni psicológicamente. Esa seguridad espiritual me transmitió un sentimiento de libertad que era casi eufórico. Me hizo comprender por qué la conocida frase de Hamlet «sé fiel a ti mismo» se considera un mandamiento espiritual. No se puede vivir durante periodos muy prolongados en la encrucijada de ser fiel a uno mismo y necesitar la aprobación de los demás. En algún momento te darás cuenta de que te estás perjudicando al supeditar tu forma de ser a la aprobación ajena. Expresado en el lenguaje de un contrato: condicionar tu forma de ser para obtener la aprobación de otra persona es un ejemplo concreto de cómo te desprendes de una parte de tu espíritu. Cada vez das más de ti mismo, hasta quedarte sin
fuerzas y sin autoestima. En aquel momento de mi vida, comprendí que la manipulación era el arte de conseguir que el espíritu de una persona baile al son de la música de otra, y que sólo si nos respetamos tendremos la fuerza suficiente para negarnos a «bailar».
El sueño del reactor me liberó de la carga mental, de la depresión y de la ansiedad que sentía al pensar en el futuro y la finalidad de mi vida. De hecho, unos años después, conocí a una pareja que compartía mi creciente interés por la conciencia humana, y me invitaron a crear con ellos una editorial en New Hampshire.
Treinta años después, mi vida había cambiado por completo. Me había convertido en intuitiva médica, profesora y escritora. En 1995, cuando empecé a escribir Anatomía del espíritu, volví a soñar con el avión —era el primer sueño que tenía desde aquél de 1982—,y resultó ser el primero de una nueva serie. El reactor se convirtió en el símbolo específico de un arquetipo, como si se tratara de un número telefónico privado, que aparecería en mis sueños para llamar mi atención. Cada sueño del avión era una comunicación directa transmitida por lo Divino. El reactor me indicaba que iba por el camino correcto, un camino que había sido preparado para mí y que yo había accedido a seguir.
Además, cada uno de los sueños medía mi progresión en el cumplimiento del plan de vuelo: conseguir que un libro despegara. En el momento en que se produjeron los sueños, tenía la impresión de no estar plasmando el verdadero significado del mensaje que quería transmitir en Anatomía del espíritu. Por decirlo de algún modo, me encontraba próxima a ese mensaje, pero no lograba captar su sentido. En el primer sueño de la serie de Anatomía, me veía corriendo por un aeropuerto para subir a un avión, pero éste partía sin mí. Poco tiempo después soñé que estaba a punto de embarcar cuando me hablaban por uno de los altavoces: «Por favor, conteste la llamada del teléfono blanco.» Sabía que si contestaba, perdería -el avión. Sin embargo, decidía aceptar la llamada. Mientras levantada el auricular del teléfono blanco del aeropuerto, me daba la vuelta y veía cómo despegaba mi avión, tal como había imaginado. Esperaba oír una voz al otro lado del teléfono, alguien que me dijera qué hacer con el libro, pero no había interlocutor. Colgaba el teléfono, miraba hacia la puerta de embarque vacía y salía del aeropuerto con la sensación de que me habían abandonado.
En el siguiente sueño, conseguía subir al avión, pero me decían que no tenía plaza y que debía bajar del aparato. La humillación me ruborizaba al tiempo que contemplaba las caras de los centenares de personas que me miraban como si hubiera invadido su «espacio aéreo». Para mí, el aire representaba el elemento astrológico de la mente, y lo interpreté como si estuviera viajando por un territorio conceptual al que aún no pertenecía. Poco después de aquel sueño, seguía frustrada por no haber encontrado la esencia del mensaje de Anatomía, pero, durante una ponencia que realicé ante un público de veintiocho estudiantes, escribí algo sobre una pizarra, y de forma instantánea «recibí» una imagen en la que se fundían tres grandes tradiciones místicas
y sus implicaciones biológicas: los siete chakras de Oriente, los siete sacramentos cristianos y los diez sefirot del Árbol de la Vida de la cabala judía. En menos de un segundo, recibí, comprendí, acepté y empecé a reescribir el libro.
En el siguiente sueño de la serie, subía al avión y veía un asiento vacío en la parte trasera, pero mientras me dirigía hacia él me daba cuenta de que la azafata me estaba mirando. Intentaba evitarla, y al llegar a mi butaca, me hundía en ella y me tapaba la cara con una revista. Pero era demasiado tarde. La azafata y yo cruzamos las miradas y era evidente que no iban a dejar que me quedara en ese vuelo. Además, incluso en el sueño, me había dado cuenta de que no podía ocultarme ante nadie. Si hubiera estado destinada a ocupar ese sitio, me habrían permitido quedarme. Pero estaba asignado a otra persona, y yo no podía hacer nada para cambiar el hecho de que no me
correspondía ese asiento. Me sentí abatida. Creía que por fin estaba haciendo lo que se suponía que debía hacer. Y sentía una gran ansiedad por finalizar el manuscrito.
Ése era el problema, tal como descubrí más adelante. Estaba demasiado ansiosa. Terminaría el manuscrito a tiempo, pero no en el momento que creía; todavía tenía mucho que hacer antes de convertirlo en un escrito aceptable. Las ideas y descubrimientos que me parecían evidentes debían pasar por un proceso de desarrollo antes de despegar y, por eso, aún no me
habían dado luz verde.
Tras muchos meses de perfeccionamiento, por fin aceptaron el manuscrito. Mientras esperaba su publicación, tuve el último sueño del avión relacionado con ese libro. Una vez más embarqué en el reactor y vi el mismo asiento vacío que había ocupado en el último vuelo. De inmediato me hundí en la butaca, me abroché el cinturón, contuve la respiración y esperé el despegue. El corazón me latía a toda prisa en el sueño y temblaba de ansiedad. Entonces, ocurrió de nuevo: la azafata me vio. Justo en el momento en que me preparaba para recoger el equipaje de mano y abandonar el asiento, me dijo: «¿Le importaría recoger sus pertenencias y acompañarme?
Me temo que ha habido un error.» La seguía por el pasillo mientras pensaba: «¿De qué error se tratará esta vez?» Pero pasábamos por delante de la puerta de salida y me llevaba directamente a primera clase. «Aquí está —decía la azafata—. Éste es su asiento. Se lo merece.» Después de decirlo, me entregaba una botella de champán y el avión despegaba.
No volví a soñar con aviones hasta que empecé a escribir este libro, El Contrato Sagrado. No había hecho muchos progresos con el manuscrito y nuevamente me hundí en las arenas movedizas emocionales. El sueño empezaba en el momento en que entraba en una compañía aérea donde iba a pedir trabajo. La diferencia era que, por primera vez, sabía cómo se llamaba la compañía: Aer Lingus, una compañía irlandesa. Aguardaba en la cola del mostrador de venta de billetes junto a un grupo de gente bastante extraña.
Me pregunté qué estaba haciendo allí, y cuando me di cuenta de que iba a pedir algo, tuve el convencimiento de no estar cualificada para ello. Cuando me tocó recoger el formulario, la brusca mujer del mostrador me lo arrebató de las manos y se dirigió al fondo de la habitación. Me quedé esperando durante lo que me pareció una eternidad, hasta que la mujer regresó. —Está bien, el empleo es suyo —me anunció—. Ahora suba a ese avión.
—Pero no tengo ni ropa, ni dinero, ni siquiera llevo el pasaporte encima —dije.
—¡Qué lástima! —exclamó con severidad—. O se olvida de todas sus pertenencias o no podrá subir a ese avión.
—Pero —repliqué—, algunas cosas tienen mucho valor para mí.
Aquello no la conmovió.
—O sube a ese avión sin nada o se queda en tierra.
Contemplé a toda la gente que embarcaba, nadie llevaba equipaje, ni siquiera de mano, y le dije a la mujer que necesitaba tiempo para recoger mis cosas. «¿Cómo pueden hacerlo? ¿Cómo pueden subir a ese avión sin maletas?», me pregunté. Cuando volví a protestar porque no tenía ni ropa ni dinero, la mujer me contestó: «Se le dará todo lo que necesite. Lo tendrá cuando el avión despegue.»
Recuerdo que en aquel momento pensé: «Espero que la ropa que me den sea de mi talla, y ojalá sea ropa de diseño.» En ese instante oí que alguien me llamaba por el altavoz y vi el teléfono blanco del sueño anterior.
Sabía por experiencia qué ocurriría si contestaba a la llamada. El vuelo ya estaba casi completo y la mujer de voz brusca repetía su advertencia: «O se olvida de todo y sube al avión ahora mismo —decía—, o se queda aquí y vuelve a donde estaba.»
Mientras corría hacia la puerta de embarque y subía al reactor de Aer Lingus, pensaba: «¿Por qué estoy haciendo esto? No vivo en Irlanda. No sé quiénes son estas personas. No sé adonde voy. Me dirijo a un lugar desconocido.» De alguna forma, sabía que las preguntas que me había planteado no eran imaginarias ni hipotéticas. Eran preguntas profundamente espirituales: «¿En realidad quieres alzar el vuelo en la segunda mitad de tu vida?
¿Quieres dejarlo todo por hacerlo?»
Tras embarcarme en aquel vuelo, descubría que los asientos de primera clase hasta donde volvieron a llevarme estaban dispuestos en filas, como el cine, mirando hacia la cabina, que tenía un enorme parabrisas, parecido al de la versión cinematográfica de 20.000 leguas de viaje submarino. Al mirar al exterior, podía disfrutar de una vista panorámica hasta que nos adentrábamos en un espeso banco de niebla. Frustrada por la falta de visibilidad, me levantaba del asiento, pero la azafata me ordenaba que me quedara donde estaba. Insistía en que quería ver al piloto, pero ella se limitaba a contestar: «Eso está prohibido.» Sabía que debía confiar en que saldríamos del banco de niebla, con la misma certeza con que supe que debía responder afirmativamente a las preguntas que me había planteado. Sin embargo, aún
no sabía a qué había dicho que sí. Aunque se trataba de un sueño, la decisión de subir a ese avión me parecía lo más aterrador que había hecho jamás. Ese último sueño marcó el principio de un ciclo de dolorosas pérdidas personales durante el cual tuve que afrontar la partida de amigos íntimos, familiares y compañeros de trabajo, ya fuera por su muerte o por la triste separación de nuestros caminos.
Me encontraba en el gran momento de cambio, en la mitad del camino de mi vida. Me sentía rodeada de muerte, porque tuve que aceptar la desaparición de muchos seres queridos, entre ellos, mi hermano mayor, que falleció durante aquel intenso e insoportable periodo de exploración espiritual. Por extraño que pueda parecer, tenía que asistir a un seminario de diez días en Irlanda el mismo día en que murió mi hermano. Después de su funeral, volé hasta el aeropuerto Shannon, y el avión con el que hice el último transbordo pertenecía a la compañía Aer Lingus. Incluso estando en pleno infierno, aquel sueño me confortaba, porque pronosticaba que iba a volar hacia una experiencia y un lugar nuevos, más reconfortantes. A pesar de todo lo que esos sueños de los aviones presagiaban, para mí eran tranquilizadores en última instancia. Me repetían una y otra vez con toda claridad: «Estás volando en la dirección correcta.» También me decían: «Aún necesitas orientación; aún necesitas tomar decisiones; aún tienes que enfrentarte a lo desconocido; seguimos valorando tu actitud.» Pero lo decían con tanto cariño que jamás me despertaba con miedo, pese al hecho de que, durante los sueños, solía sentirme ansiosa, abandonada y confundida.
Mientras trabajaba en mi nuevo libro, se esclareció el significado de aquel sueño y de los anteriores. Sabía que contaba con el apoyo de alguien, que el universo no dejaría, que me adelantara o que no llegara a donde se suponía que debía llegar. Gran parte de su importancia residía en que yo sabía que el sueño también se refería al libro. Incluso el nombre Aer Lingus sugería que la nave en la que viajaba tenía alguna relación con el lenguaje, con la expresión de las ideas del libro que yo quería hacer despegar. Además, me garantizaba que el avión tenía un destino y que una fuerza superior colaboraba conmigo, una fuerza que me había reservado un asiento y que esperaba verme a bordo.
Aunque jamás había perdido la esperanza en la ayuda de Dios, no había imaginado que se pudiera expresar en sueños. En realidad, nunca había prestado atención a mis sueños ni había leído libros sobre su interpretación.
Pese a ello, me habían aportado una orientación extraordinaria en los momentos más difíciles de la vida. También me habían ayudado a descartar la forma en que me juzgaba a mí misma como alguien inseguro y desorientado, y a empezar a ver la vida de otra forma. Incluso si no hubiera creído en Dios, mis sueños me habrían impulsado a replantearme la situación en que me encontraba.
Los sueños consolidaron mi creencia en que las cosas ocurren por un motivo, en que nuestra vida está programada en pasos y fases planeados de tal forma que siempre tenemos la oportunidad de experimentar una transformación espiritual, que es la finalidad esencial del trabajo con tu contrato. La transformación espiritual se produce cuando pasas de ver las cosas desde una perspectiva exclusivamente física, en términos materiales, a entender que existe una razón para que ocurran de esa forma, que, tras ellas, se oculta un plan de mayores proporciones. Tu Contrato Sagrado te otorga innumerables oportunidades de crecer y de cambiar, que dependen en exclusiva de tu voluntad de comprender las sutiles pistas y señales que se te presentan en el camino. Los sueños, las intuiciones, las coincidencias aparentes y los encuentros «casuales» son algunas de las pistas que te conducirán a la senda de la verdadera transformación.

Gracias !! Maravillosa Caroline Myss