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La cueva

Tal como hemos señalado anteriormente, cuando el alma llega al invierno busca un espacio donde refugiarse, similar a una cueva. En este lugar subterráneo se tiene acceso a las profundidades y allí se puede establecer contacto con las fuerzas y los poderes interiores que luego salen al exterior.
Entrar en una cueva significa, psicológicamente, una búsqueda de protección.
También implica la renuncia temporal a los afanes terrenales en busca de un sentido más trascendente de la vida.
Esta experiencia constituye un desafío que, por una parte, conduce de vuelta al origen, al vientre materno, al útero, como lugar de contención y seguridad. Y, por otra, implica enfrentarse a lo que permanece oculto de la propia personalidad, al misterioso
mundo del inconsciente.
Se dice que la cueva es también un símbolo iniciático, ya que desde épocas muy antiguas este tipo de cavidades naturales han estado vinculadas a ritos de iniciación. Ellas significan un viaje a las profundidades para enfrentarse a los peligros desconocidos que
allí se encuentran.
En El Quijote de la Mancha, también se hace alusión a este concepto cuando el guía que acompaña a Don Quijote y a Sancho hasta la cueva le advierte: “mire bien y especule con cien ojos lo que hay allá dentro; quizás habrá cosas que las ponga en el libro de mis Transformaciones”. Haciendo referencia a que la exposición al peligro y a las pruebas iniciáticas tienen como fin transformar al que aspira a conocer los misterios de la vida.
Luego lo describe antes de traspasar el umbral en la entrada de la cueva que, no obstante es “espaciosa y ancha”, está llena de zarzas y de malezas “tan espesas e intrincadas que de todo en todo la ciegan y encubren”. Poniendo de manifiesto que el acceso a la cueva es amplio y pueden cruzar todos los que estén dispuestos a usar su espada para abrirse camino eliminando los obstáculos —las zarzas y malezas de la personalidad— que a veces ciegan a las personas y les impiden ver la realidad.
Al salir de la cueva Don Quijote dice a sus amigos: “me habéis quitado de la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado”. Aun cuando Sancho le asegura que solo estuvo en la cueva poco más de una hora, él afirma que al quedarse dormido pasó a otro plano distinto del físico en el cual vivió tres días y tres noches. Durante ese tiempo descubrió que “todos los contentos de esta vida pasan como sombra y sueño, o se marchitan como la flor del campo”. Y ahora sabe que la muerte no existe, pues viene del otro mundo y en el ha podido hablar con los muertos. En otros cuentos y leyendas también se describen cuevas y cavernas como lugares místicos, donde nacen y se entierran dioses y héroes. Asimismo, en numerosas tradiciones se dice que en ellas habitan diferentes seres mitológicos: gnomos, espíritus y dragones, guardianes de tesoros y de fuerzas demoníacas. Estos relatos aluden al hecho de que en el fondo de las cuevas se encuentran aquellas entidades y fuerzas que tienen poder sobre nosotros, aunque a nivel consciente las desconocemos.
El peligro de este proceso de autoconocimiento es quedarse atrapado en el. Es decir, aislarse del mundo, encerrarse en sí mismo y no poder salir de la cueva por temor a perder la aparente seguridad que brinda este espacio protegido. El lado positivo de esta experiencia es que permite encontrar las riquezas escondidas en el interior de cada uno y luego volver al mundo para compartir estos descubrimientos. Joseph Campbell, estudioso de los mitos y símbolos de diversas culturas, llegó a esta misma conclusión al afirmar que: “la cueva oscura donde temes entrar es donde está tu tesoro”.
Cuando nos encontramos en un tiempo de oscuridad, encerrados o paralizados en un estado emocional inconfortable, es importante preguntarse: ¿qué es lo que no queremos enfrentar? ¿A qué le tenemos miedo? ¿Por qué nos estamos aislando? ¿Qué hemos descubierto de nosotros mismos en este espacio interior? ¿Somos receptivos a las señales que nos muestran la salida? ¿Deseamos correr el riesgo de exponernos a la realidad
exterior?

El invierno del alma
Los períodos invernales son de soledad y desamparo, y surgen cuando el frío llega al alma para recordarnos que somos frágiles y vulnerables. Paradójicamente, estos estados luz no nos llega. Son tiempos para viajar hacia adentro, buscando y recorriendo los rincones de la memoria. Es como entrar a un túnel que conduce a la zona de los misterios, para los cuales no tenemos explicación. El anhelo es que el tránsito por esta estación sea breve, porque es percibida como una experiencia dura que es preferible evitar para no enfrentar aquellos aspectos ocultos que asustan y muestran, en definitiva, la dualidad de la existencia.
El alma entra en estos espacios generalmente después de un período de otoño, es decir, después de una pérdida o un cambio repentino que mueve el piso y altera la ruta trazada con anterioridad. Son momentos en que es necesario descansar para poder reorientarse. Por eso las etapas de duelo, por ejemplo, son tan necesarias. Replegarse por un tiempo, alejarse del ruido, dejar que las emociones decanten, son actitudes que favorecen la recuperación del ánimo y la energía que se requiere para retomar o reinventar un nuevo camino.
En los vegetales se da un estado denominado “letargo invernal” que constituye un mecanismo de defensa ante el difícil clima del invierno. Si durante esta estación las plantas mantuvieran sus hojas verdes y vigorosas, se expondrían a la destrucción por causa de las heladas. Incluso podrían florecer anticipadamente y con el hielo las flores se perderían, poniendo en riesgo la reproducción de la especie.
Curiosamente, para salir del letargo las plantas necesitan tiempo y una cierta cantidad de frío en torno a los 7° C. Si en ese período las temperaturas se elevan sobre los 16° C, en lugar de salir más pronto de ese estado se produce un retroceso porque la planta aún no está lista para pasar a la siguiente etapa. Cada especie tiene ciertas necesidades de frío invernal y si no se cumplen las condiciones adecuadas para completarlas las consecuencias pueden ser muy negativas para la producción de frutos y para el desarrollo del árbol.
Algunos mamíferos, entre ellos los osos, también experimentan un período de letargo conocido como hibernación durante el cual se resguardan en sus cuevas, disminuyendo al mínimo su nivel de actividad y el ritmo de sus funciones metabólicas. Este mecanismo de preservación les permite resistir las condiciones ambientales y ahorrar energía mientras dura el período invernal, en el cual hay muy poco alimento disponible. Para mantener su temperatura corporal, ellos hacen uso de la grasa acumulada en etapas previas y del grueso pelaje del que se proveen durante el otoño. Esto les da la posibilidad de esperar tranquilamente que pasen los fríos y en los primeros días de primavera comienzan a salir y a reiniciar su actividad en el exterior.
A través de estos ejemplos es posible apreciar que la modorra del invierno tiene su razón de ser y que los procesos de la naturaleza requieren de ciertas condiciones y de ciertos tiempos que no conviene tratar de acelerar. Validar los períodos de quietud como algo positivo es el primer paso para explorar con libertad el mundo interno y comenzar a hacer nuevos descubrimientos. Cada cierto tiempo es importante detenerse, hacer un alto en el camino, mirar la hoja de ruta, revisar nuestras creencias, conectarnos con los sentimientos más profundos, evaluar si hemos llegado a donde queríamos llegar.
En este ejercicio resulta valioso también reconocer esa parte oculta de nosotros mismos —la “sombra” de Jung— para poder concebir la totalidad de lo que somos. El invierno del alma demuestra que no es posible saltarse ninguna etapa del proceso de autoconocimiento, por más difícil que parezca. Es necesario experimentar lo que significa enfrentar la oscuridad, encandilarse con la luz, conocer la alegría, el logro y la frustración, para poder realizar plenamente nuestras potencialidades; y además, para desarrollar la humildad, la empatía y la compasión, cualidades del más alto nivel en la evolución humana. Entrar en el silencio para encontrarse con la paz interior genera un vacío indispensable para la acción de la creatividad y la imaginación. En cambio, el aturdimiento que produce el bullicio impide escuchar, la saturación de pensamientos dificulta crear y la sobrecarga emocional impide la conexión con el espíritu. Por eso, de vez en cuando es indispensable tomar distancia de la ansiedad cotidiana y, simplemente, darse un tiempo para escuchar el viento y contemplar caer la lluvia.

El colador de agua

Cuento anónimo sufí

Un grupo de devotos invitó a un maestro de meditación a la casa de uno de ellos para que los instruyera. El maestro dijo que debían esforzarse por liberarse de reaccionar en demasía frente a los hechos de la vida diaria, por lograr una actitud de reverencia, y por adquirir la práctica regular de un método de meditación que, a su vez, les explicó en detalle. El objetivo era darse cuenta de que la vida divina está presente en todo. “Es estar conscientes de esto no solo durante el período de meditación, sino constantemente, en lo cotidiano. El proceso es como llenar un colador con agua.” Luego, el maestro hizo una reverencia ante ellos y partió.
El pequeño grupo se despidió de él y después, uno de ellos se dirigió a los demás, echando chispas de frustración. “Lo que nos dijo es como decirnos que nunca podremos lograrlo. ¡Llenar un colador con agua! ¿Cómo? Eso es lo que ocurre, ¿no? Al menos para mí. Escucho un sermón, rezo, leo algún libro sagrado, ayudo a mis vecinos con sus niños y ofrezco el mérito a Dios, o algo por el estilo y después me siento elevado. Mi carácter mejora durante un tiempo… no me siento tan impaciente, ni hago tantos juicios sobre otras personas. Pero pronto el efecto se disipa, y vuelvo a ser el mismo que antes. Es como el agua en un colador, por supuesto. Y ahora él nos dice que eso es todo.” Siguieron reflexionando sobre la imagen del colador sin lograr ninguna solución que lograra satisfacerlos a todos. Algunos pensaron que el maestro les decía que las personas como ellos en este mundo solo podían aspirar a una elevación transitoria, otros creyeron que el maestro simplemente les estaba tomando el pelo. Incluso dijeron que tal vez se estaría refiriendo a algo en los clásicos que suponía que ellos sabían, buscaron, entonces, referencias sobre un colador en la literatura clásica, sin ningún éxito. Con el tiempo, el interés de todos se desvaneció, excepto el de una mujer que decidió ir a ver al maestro. Entonces, él le dio un colador y un tazón, y fueron juntos a una playa cercana. Allí parados sobre una roca y rodeados por las olas, le dijo: “Muéstrame cómo llenas un colador con agua”.
Ella se inclinó, tomó el colador con una mano y comenzó a llenarlo con el tazón, pero el agua apenas llegaba a cubrir la base del colador y luego se filtraba a través de los agujeros “Con la práctica espiritual es lo mismo”, dijo el maestro, “mientras uno permanece de pie en la roca del Yo e intenta llenarla con cucharadas de conciencia divina. No es ese el modo de llenar un colador con agua, ni nuestra esencia con vida divina.” “Entonces, ¿cómo se hace?”, preguntó la mujer.
El maestro tomó el colador en sus manos y lo arrojó lejos al mar. El colador flotó unos instantes y después se hundió.
“Ahora está lleno de agua, y así permanecerá”, dijo el maestro. “Ese es el modo de llenar u n colador con agua, y es el modo de realizar la práctica espiritual. No se logra vertiendo pequeñas dosis de vida divina en la individualidad, sino arrojando la individualidad dentro del mar de la vida divina”.