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Debido a que las estaciones del alma son virtuales, no están sometidas a una secuencia preestablecida como las estaciones climáticas. Así, después del otoño podemos pasar directamente a la primavera o al verano. Existen climas internos que no están determinados por las condiciones externas: podemos tener días nublados mientras el cielo está cubierto de sol o sentir el corazón radiante cuando afuera cae el frío y la lluvia.
En la época otoñal la sensación predominante es la confusión provocada por los cambios inesperados y aparentemente azarosos que traen los vientos. Su energía es tan poderosa que a menudo produce transiciones de una etapa a otra, tal como transforma los paisajes rojizos del verano en los paisajes grises del invierno. Esta gran fuerza en movimiento se manifiesta de diferentes maneras: puede asumir la forma de un aire tranquilo e imperceptible, de una suave brisa, de un temporal o de un huracán. Y por eso causan inestabilidad, ya que los cambios producidos por los vientos son tan impredecibles como sus consecuencias.
Según la mitología griega, Zeus le dio a Eolo el poder de controlar los vientos y liberarlos de a uno para hacer el bien o soltarlos todos juntos para causar desastres en la Tierra. Por eso Eolo —rey o señor de los vientos— ha sido un dios temido y respetado.
Su intención puede ser benéfica cuando ayuda a limpiar la atmósfera de partículas contaminantes y lleva la lluvia a los granjeros; y en otras oportunidades puede acarrear grandes tragedias con enormes pérdidas humanas y materiales. Lo mismo ocurre a nivel personal cuando llega una tormenta que hace cambiar drásticamente las circunstancias, generando inseguridad y caos.

En la vida, muchas veces sentimos intensamente los vientos de otoño cuando vemos crecer a los hijos, cuando se van y queda el “nido vacío”, cuando quedamos sin trabajo, concluye un proyecto o se termina una relación de pareja. Existen cosas que quisiéramos conservar a cualquier precio. No obstante, las situaciones varían o se acaban a pesar de nosotros produciendo una dolorosa sensación de pérdida. Entonces surge el temor a los cambios y nos aferramos a cualquier cosa aunque no sea beneficiosa, porque es lo que conocemos y eso nos proporciona una ilusión de seguridad. En esos momentos conviene esta sabia reflexión de Sri Nisargadatta Maharaj que sugiere hacer todo lo contrario: “Entre las orillas del dolor y el placer fluye el río de la vida. Solo cuando la mente se niega a fluir con la vida y se estanca en las orillas se convierte en problema.
Fluir quiere decir aceptación, dejar llegar lo que viene, dejar ir lo que se va”.
Es importante darse cuenta que cuando las turbulencias provocadas por los vientos remecen las estructuras esto no es necesariamente algo negativo y puede significar una gran oportunidad de renovación. Tal vez, un llamado a conectarse con lo más sutil, con lo invisible que representa el aire, con aquello que no se ve pero está presente dentro o fuera de nosotros. Y también puede ser un impulso para generar nuevos espacios, limpiando los rincones donde se acumulan ideas arcaicas, viejos hábitos, dolores, rabias, recuerdos tristes, culpas, temores y resentimientos.
El repentino e impredecible movimiento del viento contribuye, además, al desarrollo de la humildad ante las poderosas fuerzas que nos envuelven y nos recuerdan que la vida
individual es una co-creación que no depende solamente de nuestra voluntad, sino que está inserta en un proyecto mayor donde hay miles de variables interactuando constantemente.
El aprendizaje que nos deja el otoño es la aceptación del cambio, el desprendimiento,
la renovación. Soltar el control, dejar ir lo que ya no nos corresponde, es un acto de sabiduría. Liberarse de las amarras de la costumbre —porque nuestra alma requiere enfrentar nuevos desafíos— puede ser una experiencia trascendente.
Según Fray José Fernández, fundador en España de la Escuela del Silencio: “El otoño es despojo, desapego, transparencia, se caen las hojas y el bosque se vuelve transparente. Cuando caen las palabras, cuando se detienen los deseos, cuando cesan las expectativas, el alma se vuelve transparente de la trascendencia que le habita”

Las arenas y el viento


Cuento anónimo sufí
Un río, desde sus orígenes en lejanas montañas, después de pasar a través de toda clase de campiñas, al fin alcanzó las arenas del desierto. Del mismo modo que había sorteado todos los otros obstáculos, el río trató de atravesar este último, pero se dio cuenta de que sus aguas desaparecían en las arenas tan pronto llegaba a estas. Estaba convencido, no obstante, de que su destino era cruzar este desierto y, sin embargo, no había manera. Entonces una recóndita voz, que venía desde el desierto mismo le susurró:
“El viento cruza el desierto y así puede hacerlo el río”.
El río objetó que se estaba estrellando contra las arenas y solamente conseguía ser absorbido, en cambio el viento podía volar y ésa era la razón por la cual podía cruzar el desierto.
“Arrojándote con violencia como lo vienes haciendo no lograrás cruzarlo.
Desaparecerás o te convertirás en un pantano. Debes permitir que el viento te lleve hacia “Tu destino”.

—¿Pero cómo esto podrá suceder? —preguntó.
“Consintiendo en ser absorbido por el viento”.
Esta idea no era aceptable para el río. Después de todo él nunca había sido absorbido antes. No quería perder su individualidad. ¿Y, una vez que se pierde, cómo puede uno saber si logrará recuperarla alguna vez?
“El viento cumple esa función —dijeron las arenas. “Eleva el agua, la transporta sobre el desierto y luego la deja caer. Cayendo como lluvia, así el agua nuevamente se vuelve río”.
—¿Cómo puedo saber que esto es verdad? —dijo el viento.
“Así es, y si tú no lo crees, no te volverás más que un pantano y aún eso tomaría muchos, pero muchos años; además, un pantano, no es la misma cosa que un río.”
—¿Pero no puedo seguir siendo el mismo río que ahora soy? —exclamó.
“Tú no puedes en ningún caso permanecer así”, continuó la voz. “Tu parte esencial es transportada y forma un río nuevamente. Eres llamado así, aún hoy, porque no sabes qué parte tuya es la esencial.

Cuando el río escuchó esto, ciertos ecos comenzaron a resonar en sus pensamientos.
Vagamente, recordó un estado en el cual él, o una parte de él había sido transportado en los brazos del viento. También recordó —¿o le pareció?— que eso era lo que realmente debía hacer, aún cuando no fuera lo más evidente. Y entonces, el río elevó sus vapores en los acogedores brazos del viento, que gentil y fácilmente lo llevó hacia arriba y, lo dejó caer suavemente tan pronto hubieron alcanzado la cima de una montaña, muchas pero muchas millas más lejos. Y así, como había tenido sus dudas, el río pudo registrar más firmemente los detalles de la experiencia. Y entonces dijo: Sí, ahora conozco mi verdadera identidad.
El río estaba aprendiendo, pero las arenas susurraron: “Nosotras sabemos, porque vemos suceder esto día tras día, y porque nosotras las arenas, nos extendemos por todo el camino que va desde las orillas del río hasta la montaña”. Y es por eso que se dice que el camino en el cual el Río de la Vida ha de continuar su travesía está escrito en las arenas.
(Esta hermosa historia pertenece a la tradición oral de muchas lenguas y ha circulado desde siempre entre los derviches y sus discípulos).