@MAIL DE PERLA PARA MARGARITA
ASUNTO: CARTA 2
LAS HERIDAS PRIMIGENIAS II: DEL ABUSO, LA CULPA Y ALGO MÁS
—¿Dónde quedará aquí el baño? Me pregunto ansiosa… estoy en una nueva escuela… no sé por qué me cambiaron a mitad del año. Las clases empezaron hace mucho tiempo, ya todos los niños se conocen y yo empiezo hoy en este nuevo kinder. Sé que se llama “Loreto” y tengo mi nuevo uniforme: un delantal blanco con una gran letra L verde en el pecho. Me quiero morir de la vergüenza. No conozco a nadie y todos se me quedan viendo y no me hablan. Siento un hueco en mi panza. Y para acabarla, quiero hacer pipí… pero ¿cómo voy a preguntar? Ya todos saben dónde está el baño.
Se reirían de mí si hago esa tonta pregunta… Observo a los otros niños, y veo que cuando quieren salir le piden permiso a la maestra, en inglés, salen y al ratito regresan. Uff! Me fijo bien una y otra vez cómo lo dicen y finalmente, me paro y me atrevo, llego hasta la Miss y le digo, apenas con un hilito de voz:
—May I go to the bathroom? A lo que me contesta distraídamente…
—Yes, you may.
Salgo del salón, y respiro aliviada.
—Ok. Hasta aquí lo logramos —pienso— pero ahora… ¿dónde quedará el baño? Empiezo a caminar tímidamente, atisbando por las puertas, confundida y temerosa.
Me doy cuenta de que el kinder ocupa la parte posterior y que a todo lo largo del patio, está la casa de la maestra. Y a base de prueba y error, ¡finalmente descubro un baño! Y de este modo, sin decirlo a nadie, todos los días de escuela, voy a ese baño de azulejos color vino que está entre dos habitaciones de la casa de la maestra, siempre sintiéndome en falta y esperando que nadie me sorprenda porque sin duda me regañarían.
Una de tantas mañanas, estoy aburrida e inquieta, y aplico la misma fórmula: —May I go to the bathroom? Salgo y llego a mi ya conocido cuarto de aseo. Estoy sentadita, muy tranquila, haciendo pipí, canturreando una canción que recién aprendí esa mañana y, observando los moños de mis zapatos negros de charol, cuando de repente y de manera brusca se abre la puerta y entra un señor. Él también se sorprende al verme allí. Parece que va a componer algo porque trae una caja de herramientas y viene en ropa de trabajo. Me asusto y me paro de un brinco, como puedo me subo mis calzoncitos y cuando trato de salir como ratón asustado escabulléndome por la puerta, él me detiene y me atrapa.
—¿A dónde vas tan rápido, niñita? ¿Y qué haces tú aquí? ¿No sabes que este no es el baño para los niños? ¡Ven acá!
Y me jala hacia sí. Me sienta en sus piernas… no entiendo qué pasa, sólo sé que me quisiera ir de allí y desaparecer. Siento su desagradable aliento en mi oreja y con una mano me baja mis calzones. Se para, me recarga frente al lavabo y no me deja mover, se hinca detrás de mí y me restriega algo duro en mi pequeño trasero, hace unos ruidos muy extraños y después me siento mojada, con algo tibio que me escurre por las piernas. Quiero llorar, quiero pedir ayuda, pero nadie debe saber que estoy en el baño de la maestra… coge una toalla y bruscamente me la pasa secándome por encima, me subo los calzones y sin verme, me dice:
—¡Ándale, escuincla! Córrele a tu salón. ¡Y calladita la boca, cuidado dices algo, porque vas a ver cómo te va! ¡Ya, y no chilles, que no te pasó nada! ¡A ver si
luego vuelves a venir a visitarme! Y oyendo una risotada que retumba en mis oídos, me alejo lo más veloz que puedo hacia mi salón.
Entro y silenciosamente me siento en mi sillita, absolutamente perpleja, sin saber qué hacer, qué decir, cómo actuar. Nadie, ni la maestra se fija en mí. No entiendo
nada, absolutamente nada de lo que pasó. Sólo sé que me siento terriblemente mal, profundamente triste y confundida.
A la hora de la salida llega mi hermana mayor por mí. Quisiera decirle qué pasó, pero siento tanta, tantísima vergüenza. ¡Seguro que yo tuve la culpa! ¡Si no me hubiera ido a meter a ese baño que no era para los niños! ¡Qué fea, qué tonta, qué sucia niña soy! Jamás se lo diré a nadie. Imagínate lo que diría papá si lo supiera, ¡menos me querría!
Esa noche, finalmente a solas, bajo mis cobijas, en la oscuridad, sollozo quedamente para que no me oigan, sintiendo un gran miedo de ir a la escuela al día siguiente. ¿Y si me encuentro de nuevo a ese señor? ¿Qué voy a hacer cuando quiera hacer pipí? ¡Ya nunca podré ir al baño en la escuela! Sin saber qué hacer y sintiéndome muy mal, me voy quedando dormida, preguntándome una vez más ¿Por qué? ¿Por qué tiene que ser así?
Yo soy muy delgadita, mi piel es mucho más oscura que la de mis hermanos y también soy muchos años más pequeña que ellos. Me siento tan fea, tan poquita cosa, tan insignificante… siento que soy invisible. Estoy segura que mi maestra no me conoce, que mis tíos y primos, ni idea tienen de quién soy yo. Algunas veces, cuando estamos todos juntos me animo a hablar o quiero contar algo, pero es imposible.
Nadie me cede la palabra. Lo que tengo que decir —infiero— no es tan importante o interesante como lo que mis hermanos y papás comentan. A veces me desespero y profiero mi famosa frase que les da risa, pero a mí me enoja mucho: “¡A las chiquitas nunca las dejan hablar!”.
Mi hermano Joaquín me dice que soy diferente y más pequeña, porque me recogieron y en realidad pienso que quizá es verdad… Muchas ocasiones, papá, muy
divertido, me refiere la historia de cuando fue a conocerme al hospital y decía que cuando me mostraron en el cunero, no podía creer que ese changuito tan peludo y feo, fuera su nuevo bebé. Rectificó con la enfermera:
—Señorita, ¿está usted segura que ése es nuestro bebé? Tuvo que conformarse cuando le confirmaron que ese pequeño y feo bultito era su nueva hija.
Sé que soy muy feíta, muy “prietita” y además no querían que yo naciera. Eso me lo dijo mamá el otro día. En una de sus famosas “confidencias” junto a su máquina de coser tuvimos esta plática:
—No le vayas a decir a tu papá que te dije esto, pero fíjate que cuando me embaracé de ti y se lo dije a tu papá, él quería que te echara para afuera. No quería
que nacieras, porque ya teníamos otros niños— me dijo casi en secreto.
Sentí horrible cuando oí eso… ¡Mi papá no quería que naciera! ¿Cómo podía ser eso posible? ¡Yo lo quería tanto! ¡Y deseaba tanto gustarle! Me quedé callada un
ratito, jugando nerviosamente con unos hilos de colores y unos trozos de tela, sin atreverme a hacerle la pregunta que obviamente seguía. Al cabo de un rato, mientras ella continuaba cosiendo, me animé a preguntarle: ¿Y tú, mamá? ¿Tú sí querías tenerme? ¿Por qué quisiste que yo naciera? La cuestioné con la esperanza de escuchar que ella sí deseaba tenerme. Sin embargo, su respuesta no me hizo sentir nada mejor…
—Pues decidí tenerte porque ya había yo echado para afuera otros bebés y tenía miedo de que me pudiese morir al hacerlo una vez más y si eso pasaba, ¿quién iba a cuidar de tus hermanos? Así es que le dije a tu papá que ni modo, que este bebé sí iba a nacer y pues ya él se tuvo que aguantar y así fue como naciste.
Me quedé pasmada, muy triste, sintiéndome avergonzada de haber llegado a importunarlos. Y así siempre me he sentido, apenada de ocupar un espacio y de ser yo. Mamá no es afectuosa ni cariñosa, está siempre sumida en su tristeza.
Vamos en un coche… busco acercarme más y más a ella, quien indiferente ve a través de la ventana, sin tocarme.
—Mami, ¡cuéntame un cuento! ¿Sí?
—Yo no me sé ningún cuento. Me dice, sin quitar la vista del cristal.
Me quedo pensativa y después de un rato, encuentro una solución…
—¡Yo te cuento uno que me contó la miss y luego me lo cuentas tú de regreso!
¿Sí? ¡Anda, por favor! ¿Sí?
Simplemente no contesta nada más. Su mayor preocupación hacia mí es en dos sentidos:
Que coma, pues según ella estoy “anémica, amarilla y jipata” y que no me queme con el sol. Le avergüenza mucho que sea de piel morena.
—Tu tío cuando te conoció, —me cuenta muchas veces— me dijo el muy grosero que si tu padre había sido un carbonero. ¡Hasta lloré del coraje cuando me
lo dijo! ¡Yo no entiendo por qué me saliste tan prietita, así que no te asolees, porque apenas te estás empezando a blanquear!
—Mi color de piel es un gran defecto, pensaba yo. ¡Qué pena que soy así!
Por lo menos sé que, aún fría y distante, mamá se preocupa por mí, y eso ya es ganancia, aunque ella no debe ser alguien muy valioso porque según papá, quien es mi ídolo, dice que es tonta, terca, necia, ignorante, ridícula, cosas así y mucho peor, que yo ni entiendo. Cuando él se enoja conmigo, me dice “¡Eres igualita a tu
madre!”.
Eso me hace sentir que estoy muy mal, que estoy muy defectuosa. Y pienso entonces con gran dolor y culpa: Si es que soy como ella, ¿cómo voy a lograr que
algún día me quiera papá?
Siento una enorme adoración por mi papá, tan guapo, tan inteligente, tan culto, tan sabio, tan recto… ¡cómo deseo ganarme su aprobación, su respeto, su aprecio!
Tener el cariño de mamá no cuenta, hay que ganarse el de papá, ese es el valioso, el difícil, el inalcanzable, me cueste lo que me cueste lo tengo que lograr. Si consigo que me ame, podré saber que no estoy del todo mal. Pero no, hasta hoy eso nunca ha sido posible, porque haga lo que haga, fallo miserablemente en cualquier intento… siempre falta algo, nada es suficiente y con ello él me confirma una y otra vez lo que siento de mí misma: —“No valgo, no merezco, no sirvo, no soy suficientemente buena, inteligente, linda”, etcétera.
Mamá se fue con todos mis hermanos a misa y me quedé sola con papá. ¡Qué emoción! Él está componiendo un banco, pues también le gusta la carpintería… ¡Es tan bueno para todo, sabe hacer tantas cosas! ¡Es tan guapo, tan encantador cuando está contento!
Sólo estamos él y yo, y mientras trabaja, revoloteo feliz a su alrededor y pizpireta le cuento, le platico, le canto, lo abrazo, le enseño, lo distraigo…
Y el resultado no se hace esperar, por lo menos, así lo siento. En una de esas, voltea a ver lo que le estoy mostrando, se le zafa el apoyo de su mano y una de sus herramientas se le va, haciéndole una profunda cortada en un dedo, mi vista se queda petrificada viendo manar tanta sangre como si se tratara de un borbollón… todo se empieza a manchar de sangre, él se mueve nerviosamente de un lado a otro, puedo ver su dolor y su susto, y mientras decide qué hacer, no deja de sangrar profusamente… ¡sangre por todos lados! En ese momento, mamá está llegando, hay gran confusión, gritos, movimiento, lo llevan al hospital, nadie se fija en mí, por supuesto, y me hago un ovillo atrás de un sillón.
—¡Tonta, fea, mala niña! Me digo mientras estoy llorando.
—¡Por tu culpa, por tu culpa papá se cortó, eres mala! Me sigo repitiendo una y otra vez. ¡Me siento tan avergonzada, quisiera morir!
Más tarde papá regresa con la mano vendada y no me dice nada. No me culpa, no me regaña, pero tampoco me libera de la carga o me tranquiliza. No platica conmigo nada respecto a lo que pasó. Está demasiado ocupado en cómo va a manejarse con una mano inutilizada por un tiempo. Vuelvo a ser invisible. La culpa y la vergüenza crecen, se instalan, parece incluso que hasta se olvidan, sin embargo sutilmente sus raíces van creciendo y extendiéndose, ahondando e hiriendo el alma al expandirse y profundizar.
—¡Mamá, yo no fui! ¡Yo no lo rompí! Trato de cubrirme y parar los golpes que mamá me asesta al tiempo que me grita y me dice muchas cosas feas, pero es inútil.
Los cinturonazos caen uno tras otro, lastiman mi carne y los insultos hieren mi corazón. Mamá está muy enojada pues mi amiguita y yo estábamos jugando en la sala y en la mesa de centro había un gran florero color ámbar, muy alto y largo, era lindo y nuevo. Yo me siento en el sillón y Angélica, mi vecina, se sienta frente a mí, en la orilla de la mesita. De repente, la mesa se va de lado por su peso y el florero se cae, rompiéndose en mil pedazos. Angélica y yo nos vemos, con grandes ojos asustados, y ella, de un brinco se levanta y me dice:
—¡Tengo que ir a mi casa, adiós! Y sale a toda prisa, dejándome allí, escuchando a mi mamá que se acerca al oír el ruido de vidrio estrellándose.
Un rato después, castigada en la recámara, estoy llorando y untándome crema en la pierna. Siento un gran ardor sobre el muslo donde tengo las marcas rojas del
cinturón con que mamá me golpeó.
—¿Por qué? ¿Por qué tiene que ser así? Me pregunto desconsolada en medio de mis lágrimas, viendo mi imagen triste reflejada en el espejo del tocador.
Algún tiempo después, estoy ya en primaria y voy a una escuela de monjas. Es mixta. Los niños siempre molestan a las niñas, particularmente a mí, no sé por qué, pero se burlan, me dicen apodos, me ponen el pie cuando paso, roban mis cuadernos y se comen mi lunch. Cada día al levantarme para ir a la escuela, de sólo imaginar lo que me espera, me duele la panza, tengo miedo. Quisiera no tener que ir allí, pero no puedo opinar sobre eso. Y cuando le digo a mi mamá todo lo que me hacen cuando me está peinando para irme a clases, solamente dice:
—Así son los niños, dile a la maestra, ¡no les hagas caso y ya!
—¡Como si fuera tan simple! Pienso para mis adentros.
Además, ¿para qué le voy a decir a la monja Carolina? Cuando se enoja, se pone roja como un tomate; hace unos días, no entiendo claramente por qué, se enojó tanto con el grupo que a todos nos hizo acostarnos boca abajo a un lado de nuestros pupitres y poner la lengua en el suelo por un gran rato. Me queda claro que ella no me puede ayudar. No puedo dejar de pensar en el refrigerador. A veces, realmente lo envidio.
Desconcertadamente,
Perla
@MAIL DE MARGARITA PARA PERLA
ASUNTO: RE: CARTA 2
EL ABUSO Y EL SURGIMIENTO DE LAS HERIDAS. EL AUTOCONCEPTO. LAS CREENCIAS LIMITANTES
Querida Perla:
Como empecé a mencionarte en mi carta anterior y lo reitero aún más al leer tu reciente relato, sufriste mucho abuso y además negligencia, crítica e indiferencia
cuando fuiste pequeña, lo que generó heridas emocionales profundas en tus primeros años de vida, que han implantado maneras de reaccionar no adecuadas en tu vida adulta. Sin embargo, es necesario que entiendas que tú no eres responsable por ello.
Eras muy pequeña y fuiste víctima de un abuso perpetrado por seres lastimados, enfermos de sus emociones, atrapados en su propia confusión y desolación sin poder entender que dañaban y herían a alguien frágil y vulnerable como tú. Dado quienes eran, por su historia, no pudieron hacer algo diferente respecto a lo que hicieron. Y esto sucede en una inmensa cantidad de hogares.