Surgimiento del autoconcepto
He mencionado ya el término de autoconcepto. Me parece oportuno aquí detenernos un poco a explorar lo fundamental que es, durante los primeros años, su formación.
En el comienzo, cuando un niño es pequeñito, está como en la bruma, no sabe cómo es él mismo. No se puede describir. No tiene un concepto claro de sí mismo.
Aún no se ha formado un autoconcepto. Es como intentar verse reflejado en un espejo, y al hacerlo, no ver ninguna imagen allí.
Para poder ir aprendiendo quién es él, necesita la ayuda de dos grandes espejos, los más cercanos e importantes que tiene son: mamá y papá. De tal modo que lo que ellos reflejen sobre él, le irán descubriendo y describiendo qué tipo de personita es.
Citando nuevamente a Jean Shinoda Bolen: “Las proyecciones y las acciones que se originan de éstas, dan forma a las personas sobre las que van a recaer. Un niño que sea tratado como si fuera malo y es rechazado, abandonado y maltratado, responde sintiéndose culpable”.
Para el niño pequeño es fundamental agradar a papá y a mamá. ¿Por qué? Simplemente porque de manera intuitiva, de modo inconsciente, sabe que de esos
dos seres (por lo menos de uno de ellos) depende su sobrevivencia, ni más ni menos. Es una cuestión de vida o muerte. Los seres humanos somos la especie biológica que más tarda en ser autosuficiente. Hay especies que a las pocas horas de nacidos se bastan a sí mismos lo necesario para sobrevivir, incluso algunas, como las tortugas marinas, cuando salen del huevo, ya son huérfanas de nacimiento, puesto que la madre, después de desovar en la playa, de inmediato regresa al mar y ni siquiera conoce jamás a su cría. Sin embargo, para el hombre en sus comienzos, es indispensable tener cerca un ser que le provea de lo básico en cuanto a alimentación, cobijo, protección, en síntesis, amor.
Esto me lleva a recordar una anécdota que vivencié hace algunos años y que frecuentemente me gusta relatar en mis cursos pues me parece muy ilustrativa para
entender cómo es que se empieza a generar la neurosis desde la más temprana infancia.
Me encontraba a punto de abordar el avión y delante de mí en la fila iba una mujer muy joven con su pequeño hijo de unos cuatro o cinco años. El niño estaba francamente asustado y oponiendo resistencia a subirse, mientras la madre intentaba calmarlo, diciéndole que efectivamente íbamos a subir al avión pero no íbamos a volar…
Y por si esto fuera poco, aún me esperaba una sorpresa mayor. Cuando me instalé a bordo, me di cuenta de que tan curiosa pareja estaba sentada justo detrás de
mí. El pequeño seguía bastante inquieto y temeroso, y ella hacía cuanto podía para distraerlo, al tiempo que había bajado la cortinilla.
Al cabo de un rato de vuelo, la madre se descuidó y el pequeño abrió el visillo de la ventana, quedándose perplejo al ver las nubes desplazarse debajo de nosotros y observar las montañas desde arriba, así como los campos diminutos muy lejanos.
De inmediato comenzó a llorar, al darse cuenta de lo que sucedía, reclamándole a su madre: Me dijiste mentiras, no es cierto, ¡¡¡sí vamos volando!!!
Verdaderamente me quedé atónita al oír la sapientísima respuesta de su madre: ¡No mi vida, cómo crees, claro que no vamos volando, vamos por la carretera!
El niño lloriqueó por un rato más, completamente confundido, sin saber si confiar más en lo que su madre decía, o en lo que su percepción tan evidentemente le
mostraba. Esta escena absurda, digna de Kafka —el famoso escritor checo que describe en sus obras un mundo complejo con reglas desconocidas que nunca se
llegan a comprender— esta escena, repito, ha quedado en mi memoria como claro ejemplo del modo en que de repente pareciera como si los padres quisieran volver locos a sus hijos.
Lo que me lleva también a reflexionar acerca de la gestación de la neurosis que en mayor o menor medida todos los seres tenemos hasta que trabajamos
conscientemente, con amorosa disciplina, atención y paciencia hacia uno mismo, para resolverla.
Nacemos con necesidades vitales que han de ser satisfechas para lograr desarrollarnos como seres humanos. Algunas son comer, dormir, respirar, eliminar, etcétera y una sin duda fundamental es la necesidad de ser amados y de amar, la necesidad de afecto.
Así, el niño comienza a tener en vital estima el sentirse visto: ser tocado, reconocido, acariciado, pues esa precisamente es la manera en que el ser se irá
creando una auto-imagen, una imagen de sí mismo; a través de lo que ve de él en el espejo que son sus padres, como ya lo hemos mencionado anteriormente.
Cuando a un niño se le restringe el afecto y se le refleja una imagen negativa de él mismo, literalmente se seca como planta sin agua. Cuando constantemente se le dicen (en palabras o en acciones) cosas tales como “no te quiero, qué tonto eres, eres muy latoso, yo lo hago, tú no sabes… no, no, no”, se torna tímido y retraído, o agresivo y rebelde, o llorón y enfermizo, etcétera. Crece triste e inseguro, se siente inadecuado e indigno de ser amado y respetado. Va sintiéndose insuficiente y de poca valía.
Cuando en cambio, se le refleja una imagen de alguien bello, valioso, amado, la personita al crecer va sintiéndose así, sabiéndose así.
La realidad es que generalmente las cosas no son blancas o negras, sino con muchos matices intermedios, entonces vemos que los padres dan su amor, pero
también lo retiran cuando el pequeño no cumple con la imagen idealizada de lo que según ellos el hijo debe ser, hacer o decir.
¿Qué pasa cuando el niño siente que le retiran el afecto? Muchas veces deja de hacer lo que le sea natural hacer, para tratar de llenar la expectativa del padre o la
madre, comenzando así el ciclo de falsearse a sí mismo, creando máscaras para dar la imagen que el adulto desea para otorgar amor y aprobación, dudando de lo que siente o piensa (como nuestro niño del avión que supuestamente no volaba…) y alejándose de su propio centro, de su verdad. Justamente entonces, puede decirse que el ciclo neurótico se ha iniciado.
Allí, a muy temprana edad, el individuo comienza a alejarse de su centro, ya no presta atención a lo que piensa o siente, y comienza a actuar con falta de congruencia, buscando agradar a aquellos de quienes depende. Posteriormente, se fija esta manera de actuar y se continúa extendiendo dicha actitud con los amigos, las parejas o los hijos, enviando al Niño Interno a un cuarto obscuro, a un calabozo frío y lúgubre en el interior de cada ser, donde este pequeño morará con miedo y soledad hasta que eventualmente, si se tiene suerte y llega el momento, será rescatado para ser traído de nuevo a la luz, acompañándolo y protegiéndolo como siempre debió haber sido