La Pérdida del Placer. El dolor: La Regulación nerviosa de la Reacción
El organismo mamífero está equipado con dos sistemas nerviosos para integrar y regular sus reacciones. Uno, el sistema cerebroespinal, coordina la acción de los músculos voluntarios con los estímulos sensoriales, propioceptivos y exteroceptivos. Regula el tono muscular y mantiene la postura.
En mayor o menor medida, los movimientos que dirige están sujetos a un control consciente. Los músculos sobre los que actúa son los músculos esqueléticos estriados.
El segundo es el sistema nervioso autónomo o vegetativo, que regula los procesos básicos corporales, como la respiración, la circulación y la función del corazón, la digestión, la excreción, la actividad glandular y la reacción pupilar. A los músculos sobre los que actúa se los llama músculos lisos, porque carecen de la estriación característica de los músculos esqueléticos mayores. Su acción no está bajo el control consciente, de ahí el nombre sistema autónomo. Está compuesto de dos subdivisiones conocidas como los nervios simpáticos y parasimpáticos, que actúan de manera antagónica entre sí. Por ejemplo, los nervios simpáticos aceleran la acción del corazón; los parasimpáticos la ralentizan.
Wilhelm Reich observó que «el parasimpático [está] operativo cada vez que hay expansión, alargamiento, hypemia y placer. A la inversa, el simpático funciona cada vez que el organismo se contrae y retira sangre de la periferia, donde muestra palidez, ansiedad o dolor». Centrándose muy estrechamente en la función sexual, Reich proponía una antítesis entre placer y ansiedad en lugar de entre placer y dolor. La identidad del placer y las funciones parasimpáticas está clara, incluso si este concepto no es totalmente reconocido por los fisiólogos. El simpático, sin embargo, mediante su estimulación de la glándula suprarrenal, moviliza al cuerpo para hacer frente a la emergencia creada por el dolor o por la amenaza de peligro. Prepara al organismo para luchar o huir; en el proceso se alerta a los sentidos (dilatación
de las pupilas), se estimulan los músculos del corazón, se eleva la presión sanguínea y se incrementa el consumo de oxígeno.
Las dos divisiones tienen efectos contrarios en la dirección del flujo sanguíneo. La acción parasimpática dilata las arteriolas periféricas, incrementando el suministro de sangre a la superficie y produciendo una mayor calidez superficial. La acción simpática contrae estas arteriolas y empuja a la sangre al interior del cuerpo para proporcionar más oxígeno a los órganos vitales y a la musculatura. De hecho, la primera promueve una expansión del organismo y un acercamiento al entorno, es decir, una reacción placentera.
La segunda produce una contracción y una retirada del entorno, una reacción al dolor.
La ansiedad es una forma de miedo, una reacción a la amenaza del dolor.
Se ha provocado experimentalmente en animales y se ha identificado su dinámica. Si a un animal de laboratorio se le ofrece comida (un estímulo placentero) a la que se conecta un estímulo doloroso, el animal desarrolla síntomas graves de ansiedad. Incapaz de avanzar porque su anterior experiencia le advierte del dolor, incapaz de retirarse por la atracción del placer, se vuelve confuso, tembloroso y ansioso. La ansiedad de los pacientes neuróticos debe explicarse de manera similar como un conflicto entre fuerzas contrarias de dolor y de placer.
Cada situación dolorosa es una situación de emergencia a la que respondemos activando el sistema simpático suprarrenal, aguzando todos los sentidos y movilizando nuestra voluntad. Se crea un estado de tensión, y los movimientos normales y placenteros del cuerpo se suspenden hasta que pasa la emergencia. El concepto de voluntad se establece en The Betrayal of the Body. Esto significa que se suprime la espontaneidad. Generalmente no se aprecia que los movimientos normales de una persona son en gran medida autónomos y espontáneos, lo que permite que puedan expresarse las sensaciones de placer mediante movimientos gráciles y rítmicos. Esto cambia en
una situación de emergencia. Un ejemplo de esta diferencia sería el del jinete de un caballo que ha estado disfrutando de ir al galope, permitiendo al animal una gran libertad de movimientos. Al enfrentarse a una emergencia, toma por completo el control del caballo, que responde a cada orden pero el placer desaparece tanto para este como para el jinete.
La voluntad es incompatible con el placer. Su movilización para conseguir aunque solo sea un pequeño objetivo reduce la sensación de placer.
Por su naturaleza, todo objetivo crea una situación de emergencia ya que no tendría sentido si no supusiera un desafío ni requiriera un esfuerzo. En la medida en que el objetivo es imprescindible, exige aunar las energías y concentrar el pensamiento. La reacción del cuerpo ante el desafío de un objetivo no es distinta de su respuesta a cualquier otra emergencia: el sistema simpático suprarrenal se activa para proporcionar la energía extra para el esfuerzo.
Tanto si el objetivo es físico, por ejemplo competir en una carrera, como psicológico, por ejemplo escribir un artículo antes de una fecha límite, crea un estado de tensión que, en el espectro, pertenece al lado del dolor. Esa conocida imagen del novelista sentado ante la máquina de escribir, tenso, nervioso, frustrado y fumando un cigarrillo tras otro representa la intensidad del desgaste físico que puede imponer un objetivo psicológico.
Establecer metas responde al principio de la realidad que afirma que un individuo tolerará el dolor o aplazará un placer inmediato para obtener un placer mayor en el futuro. Alcanzar una meta significa que uno puede relajarse y disfrutar los frutos de su esfuerzo. Este tipo de comportamiento es racional si la meta guarda una verdadera relación con la promesa del placer.
Desgraciadamente, la mayoría de las metas son símbolos de estatus a los que la gente da una importancia exagerada. Ganar dinero para comprar un barco es una actividad válida para alguien a quien le encanta estar en el agua, pero no para quien contempla el barco como una posesión. En el segundo caso poseer un barco puede suponer una satisfacción para el ego que considero un falso placer.
Para muchos la consecución de los objetivos es lo que da significado a sus vidas. Tan pronto como alcanzan un objetivo se proponen otro. Cada logro proporciona un brote momentáneo de entusiasmo que desaparece enseguida, y la mente se concentra en una nueva meta: un coche más potente, una casa mejor, más dinero, etc. Estamos obsesionados con conseguir objetos, y el resultado es que parece que hemos perdido la capacidad para el placer. Si continuamente estamos luchando por conseguir objetivos, viviendo en un continuo estado de emergencia, ¿qué tiene de sorprendente que padezcamos de presión arterial alta, úlceras, tensión y ansiedad? Estamos orgullosos de nuestra ambición y no nos damos cuenta de que cada esfuerzo que realizamos requiere la activación del sistema simpático suprarrenal.
No todos los objetivos exigen que aplacemos el placer inmediato.
Hemos visto que un estado de tensión puede ser agradable si está asociado con la perspectiva de liberación de esa tensión o de satisfacción. La anticipación del placer es en sí misma una experiencia placentera. En esta situación el esfuerzo necesario es fácil y relajado, la actividad se realiza con suavidad, casi sin esfuerzo, y los movimientos del cuerpo son rítmicos y coordinados. Trabajar así es agradable. Pero uno solo puede trabajar de esta manera cuando no hay desesperación por medio, cuando la actividad en sí es tan importante como la meta o cuando el fin no está por encima de los medios.
La preocupación por las metas y por alcanzar resultados es lo que caracteriza a la gente que le tiene miedo al placer.
El miedo al placer
El miedo al placer parece una contradicción. ¿Cómo puede alguien temer a lo contrario del dolor? Y sin embargo mucha gente rechaza el placer.
Algunos experimentan una ansiedad aguda en las situaciones agradables y otros sienten dolor cuando la excitación placentera se vuelve intensa. Al final de esta conferencia alguien preguntó: «¿Cómo explica la expresión:
‘‘Es una sensación tan agradable que duele’’?». Esta pregunta me recordó un comentario que hizo un paciente: «Es un dolor placentero». Como todos sabemos, alguna gente siente placer con el dolor, una reacción masoquista que también requiere explicación.
Antes que nada comentaré la reacción masoquista. Pensad en la situación de alguien que se da cuenta de que se ha quedado agarrotado por estar en una misma posición durante mucho tiempo. Le resulta doloroso estirar los músculos rígidos; sin embargo, al hacerlo siente una sensación agradable porque se restablece la circulación. Otro ejemplo es la persona que se aprieta una espinilla para aliviar la presión. El procedimiento es doloroso pero cuando se revienta la espinilla y descarga su contenido, la sensación es de placer y de satisfacción. En ambos casos puede decirse que el placer consiste en el alivio de la tensión y que el procedimiento doloroso fue necesario para obtener ese alivio. La verdad es que no hay nada de masoquismo en soportar algo de dolor en aras del placer. Todos lo hacemos como parte del principio de realidad. Si, como en los citados ejemplos, al dolor le acompaña un alivio de la tensión, podría parecer que la persona realmente disfruta del dolor.
El masoquista sexual que obtiene placer al ser golpeado tiene una motivación similar. Necesita el dolor para liberar el placer. Su cuerpo está tan rígido y sus glúteos tan tensos que la excitación sexual no puede llegar hasta sus genitales. Los golpes, aparte del significado psicológico, relajan su tensión al aflojar sus músculos, lo cual permite que fluya la excitación sexual.
Wilhelm Reich señaló en su estudio del masoquismo que al masoquista no le interesa el dolor por sí mismo, sino que busca el placer que el dolor libera.
Explico con más detalle este concepto en The Physical Dynamics of Character Structure (La dinámica física de la estructura del carácter).
Es interesante observar que las heridas no son siempre inmediatamente dolorosas. A veces ni siquiera sentimos el corte infligido sin darnos cuenta por el deslizamiento de un cuchillo afilado. Unos instantes después se produce un dolor repentino a medida que las olas de sensación inundan el área herida. El corte de cuchillo es como una conmoción que deja a la parte herida momentáneamente aturdida. Lo mismo sucede con los traumas psicológicos.
A menudo un insulto no se percibe en el momento en el que se profiere.
El dolor del insulto parece golpearnos más tarde, cuando una ola de ira inunda nuestro ser. Tal vez nos pillara desprevenidos para reaccionar, pero esto es algo que se puede aplicar generalmente a los insultos.
La congelación es el principal ejemplo de una herida sin dolor y de una recuperación dolorosa. La persona que sufre de congelación puede que no sea consciente de este problema hasta que entre en una habitación cálida.
Entonces comienza el dolor, y se vuelve cada vez más intenso a medida que la sangre circula por la extremidad congelada. Obviamente, la congelación cortó toda sensibilidad en esa parte. Este procedimiento se usa incluso como anestésico. Parece que el dolor es una respuesta al daño. Es una reacción del cuerpo ante el daño, una reacción que tiene como objeto superar el daño.
También es un aviso de peligro, un signo de que el proceso de descongelación debe ser lento para evitar cualquier pérdida funcional permanente.
El individuo cuyo cuerpo está tenso, rígido y contraído se encuentra en una situación parecida a la de la congelación. Está congelado en su inmovilidad y pérdida de espontaneidad. En una situación de placer está expuesto al calor producido por la circulación de la sangre en la periferia del cuerpo por la acción de los nervios parasimpáticos. El placer provoca una expansión del cuerpo que es momentáneamente dolorosa e incluso puede llegar a ser alarmante. Definitivamente, no se trata de una sensación corporal agradable.
La persona siente como si fuera a estallar o a perder el control. Lo primero que piensa es en salir de la situación.
Si permaneciera en la situación y permitiera que el placer se incrementara, experimentaría la pérdida de control físico. Empezaría a temblar y a vibrar y a sentirse convulso. Sentiría que ha perdido el control de su cuerpo, sus movimientos serían torpes y perdería su aplomo. Cederían sus tensiones corporales y sus contrapartidas psicológicas, las defensas de su ego. Esto le ha ocurrido a mucha gente en esas situaciones. Se vuelven tan nerviosos que se ven forzados a retirarse. Sin embargo, si permitimos que los temblores continúen, terminarán en llanto. El llanto es una ruptura de la rigidez provocada por un placer abrumador. Los ejemplos de esta reacción son numerosos.
Muchas mujeres lloran después de una experiencia sexual placentera.
La gente llora cuando se encuentra con amigos o familiares que no han visto desde hace mucho tiempo. Hay una expresión que dice: «Estoy tan feliz que siento ganas de llorar».
Como adultos, tenemos muchas inhibiciones en contra de llorar. Sentimos que es una expresión de debilidad, de feminidad o de infantilidad.
Quien tiene miedo de llorar tiene miedo del placer. Esto es porque quien tiene miedo de llorar se controla con rigidez para no llorar; es decir, la persona rígida tiene tanto miedo del placer como de llorar. En una situación de placer se volverá ansiosa. Conforme se relajan sus tensiones, empezará a temblar y a agitarse, e intentará controlar su temblor para no romper a llorar.
Su ansiedad no es nada más que el conflicto entre su deseo de soltarse y su miedo a hacerlo. Este conflicto aflorará cuando el placer sea lo bastante fuerte como para amenazar su rigidez.
Como la rigidez se desarrolla como un medio de bloquear las sensaciones dolorosas, desprenderse de la rigidez o la restauración de la motilidad natural del cuerpo sacará a la luz estas sensaciones dolorosas. En algún lugar de su inconsciente el individuo neurótico tiene conciencia del placer que pueden suscitar los fantasmas reprimidos del pasado. Podría ser que una situación de este tipo haya dado lugar al dicho: «No hay rosa sin espinas».
En el ser humano el principal mecanismo para aliviar la tensión es la descarga compulsiva del llanto. La mayoría de los bebés lloran cuando están afligidos; todos los bebés lloran cuando sienten dolor. A un nivel interpersonal o psicológico su llanto es una llamada a la madre. Biológicamente significa que se recuperan de un estado de contracción. Si uno observa a un bebé justo en el momento antes de empezar a llorar, notará cómo se ha puesto rígido debido a la aflicción o al dolor. Su cuerpo vibrante y animado no puede mantener la rigidez. Primero comienza a temblarle la barbilla, luego la barbilla se encoge, y en un instante todo su cuerpo está convulso por el llanto. Las madres saben que llorar es una señal de malestar y se apresuran a eliminar la molestia. Sin embargo, el bebé no llora para llamar a su madre, porque seguirá llorando mientras la tensión persista.
La función de llorar para reducir la tensión se ve en la práctica psiquiátrica.
Los pacientes declaran casi invariablemente que se sienten mejor después de un buen llanto. Algunos incluso subrayan: «Me hacía falta llorar
». Después de llorar el cuerpo del paciente está más blando, su respiración es más fácil y profunda, sus ojos más brillantes, y su color de piel mejor. Puede uno sentir cómo la tensión abandona su cuerpo conforme el llanto se alarga. Cuando llorar no produce este efecto es porque el paciente está muy inhibido para entregarse del todo a la convulsión. Una palmada amistosa o un comentario comprensivo pueden disolver la inhibición de un paciente lo suficiente para permitir que se produzca una descarga completa.
Insistir en que un niño o un adulto dejen de llorar es cometer una grave injusticia contra ellos. Se puede reconfortar a alguien que está llorando y permitirle así relajarse y que no necesite llorar más; pero humillar a un niño que llora es aumentar su dolor y su rigidez. Les impedimos llorar a otros porque no podemos soportar los sonidos y los movimientos de sus cuerpos.
Amenaza nuestra propia rigidez. Provoca sentimientos similares en nosotros mismos que no nos atrevemos a expresar y evoca una resonancia en nuestros propios cuerpos que resistimos.
Llorar, es decir, sollozar con lágrimas, que yo sepa es una forma de expresión que solo se da en los humanos. Otros animales pueden llorar de dolor, pero su llanto nunca es una reacción convulsiva mantenida. Llorar es una expresión de indefensión. Está probablemente relacionada con la completa indefensión del bebé humano, que es incapaz de aliviar su malestar o de separarse de una situación dolorosa. La naturaleza ha provisto a este organismo indefenso con un medio de reducir las tensiones destructivas que surgen de las situaciones que no puede manejar. Conforme el bebé crece y gana movilidad a través de una coordinación cada vez mayor, desarrolla otras reacciones al dolor y al malestar. Puede escapar o atacar con ira, pero los niños muy pequeños son incapaces de disponer de estas emociones.