La Constancia y la Repetición de las Formas
Cada vez que se forma un átomo, los electrones ocupan, en torno al núcleo, los mismos orbitales; los átomos se combinan repetidamente dando lugar a las mis- mas formas moleculares; las moléculas cristalizan una y otra vez ateniéndose a las mismas pautas; las semillas de una determinada especie dan lugar, año tras año, a plantas que presentan el mismo aspecto y, generación tras generación, las arañas tejen el mismo tipo de telaraña. Las formas se originan repitiendo, una y otra vez, el mismo tipo de pauta. Y es precisamente este hecho el que nos permite reconocer, identificar y nombrar las cosas. Esta constancia y repetición no supondría problema alguno si las formas se hallasen exclusivamente determinadas por principios o leyes físicas inmutables. Ésta es una creencia implícita en la teoría convencional de la causación de la forma, que considera esos principios físicos fundamentales temporalmente anteriores a la forma real de las cosas. Desde esa perspectiva, podríamos calcular teóricamente el modo en que cristaliza una sustancia química recién sintetizada antes de que sus cristales apareciesen por vez primera y, del mismo modo, podríamos subrayar de forma anticipada los efectos que, sobre la forma, tendría una determinada mutación en el ADN de un animal o de una planta. En la práctica, sin embargo, estos cálculos jamás se han llevado a cabo y esta creencia jamás se ha visto –y probablemente jamás se vea– corroborada. Según, por el contrario, la hipótesis de la causación formativa, las leyes conocidas de la física no sólo determinan la forma de los sistemas químicos y biológicos complejos. Estas leyes nos proporcionan un abanico de posibilidades entre las que podemos elegir las causas formativas. La repetida asociación del mismo tipo de campo morfogenético con un determinado tipo de sistema físico- químico explica la constancia y repetición de las formas. Pero ¿qué es lo que determina la forma concreta del campo morfogenético? Podríamos responder, en este sentido, que los campos morfogenéticos son eternos, que son simplemente dados y que no pueden explicarse en función de ninguna otra cosa. Desde esa perspectiva los campos morfogenéticos de todos los productos químicos, cristales, animales y plantas que han existido, existen o existirán en la Tierra ya se hallaban, de algún modo, presentes, en algún estado latente, aun antes de la aparición de este planeta. Esa perspectiva es esencialmente platónica e incluso aristotélica, en la medida en que Aristóteles creía en la existencia eterna de las formas concretas. Difiere de la teoría física convencional en el hecho de que estas formas no podrían predecirse en términos de causación energética; pero coincide con ella en dar por sentado que, detrás de todo fenómeno empírico, hay principios preordenados. Pero hay otra posible respuesta de orden radicalmente diferente. Las formas químicas y físicas no se repiten porque estén determinadas por leyes inmutables o formas eternas, sino debido a la influencia causal de formas similares anteriores. Esta influencia, a diferencia de cualquier otro tipo de acción física conocida, actuaría a través del espacio y del tiempo. Desde esta perspectiva, la forma singular asumida por un determinado sistema no se hallaría, antes de su primera aparición, físicamente determinada. Sin embargo, se repetiría porque la forma del primer sistema determinaría la forma adoptada por sistemas posteriores similares. Imaginemos que, de entre diversas formas posibles como, por ejemplo, P, Q, R, S…, todas ellas energéticamente equiprbables, un determinado sistema empieza adoptando la forma R. En ocasiones posteriores, cualquier sistema similar adoptará también la forma R, debido a una influencia transespacial y transtemporal ejercida por el primer sistema. ¿Qué es, en este caso, lo que determina la primera forma adoptada? Ésta es una pregunta para que no podemos dar ninguna respuesta científica: la cuestión tiene que ver son sucesos únicos y energéticamente indeterminados que, según esta hipótesis, una vez que han sucedido, no pueden repetirse porque son los que influyen sobre los sucesos posteriores similares. La ciencia sólo puede ocuparse de regularidades, es decir, de fenómenos que se repiten. La elección inicial de una determinada forma puede atribuirse al azar, a la creatividad inherente a la materia o a una instancia creativa trascendente. Pero no hay, en este sentido, experimento alguno que pueda ayudarnos a discernir entre todas esas diferentes posibilidades. Cualquier decisión que, al respecto, tomemos, se deberá exclusivamente a cuestiones metafísicas. En el último capítulo volveremos sobre este punto, pero, por el momento, no importa la alternativa por la que nos decantemos. La hipótesis de la causación formativa sólo tiene que ver con la repetición de formas y no con las razones que explican su aparición. Esta nueva forma de pensar resulta poco familiar y nos adentra en un territorio desconocido. Pero parece que la única posibilidad de lograr una visión científica de la forma y de la organización, hablando en términos generales, y de los organismos vivos, en particular, consiste en explorar dicho territorio. La otra alternativa consistiría en volver al punto de partida y optar de nuevo entre la fe en una futura explicación mecanicista y un organicismo metafísico o platónico. En la siguiente discusión, proponemos que esta hipotética influencia transespacial y transtemporal pasa por la existencia de los campos morfogenéticos y es un rasgo esencial de la causación formativa.