El Horror: el Rostro de la Irrealidad.
Autoexpresión y supervivencia
Conferencia 1: El horror: el rostro de la irrealidad
Introducción
El tema del horror surgió por primera vez hace varios años, en conexión con un paciente que Miki Kronold y yo estábamos tratando. Era un
joven con una gran formación, asistente de un profesor de universidad; su padecimiento principal era la depresión. A nivel físico tenía un cuerpo bien formado, algo más bajo que la media, con pocos signos de un trastorno de la personalidad con la excepción de que, de algún modo, la cabeza no parecía encajar con el tronco. La cabeza no tenía nada de raro, sus características eran bastante normales, pero percibía que no estaba conectada con el tronco.
Teníamos una dificultad considerable con este paciente porque éramos incapaces de suscitar en él alguna reacción emocional. Los sonidos que emitía me recordaban a los de los viejos judíos ante el muro de las lamentaciones; sin embargo, al comentárselo, no sintió nada ni estableció ninguna asociación. Para quitarle al rostro su apariencia de máscara, le aplicamos presión a las mejillas, a lo largo de la nariz, mientras abría al máximo los ojos. Esto hizo surgir una intensa expresión de miedo, aunque él no lo sabía.
Su reacción a todas mis maniobras era comentar una y otra vez: «No siento nada».
Describió su niñez de esta manera: era el menor de tres hermanos; los otros dos eran niñas. Por lo que recuerda, su padre y su madre no se llevaban bien. La madre le gritaba al padre, a menudo volviéndose bastante histérica.
El padre estallaba en ataques violentos de rabia, a veces rompía objetos o le pegaba a alguna de las niñas. Mi paciente fue testigo de estas acciones pero se sentía impotente para intervenir. No recordaba que su padre le hubiese pegado nunca. Al relatar sus experiencias, hablaba de forma lógica y clara, pero sin ninguna reacción emocional ante los incidentes que comentaba.
Podríamos explicar esta falta de sentimiento con la presunción de que había cortado de raíz la percepción de lo que ocurrió en su cuerpo. La manera de hacerlo fue disociar lo que ocurría en su cabeza, es decir, la función de la percepción, de la experiencia corporal. Esto tenía relación con la aparente falta de conexión entre su tronco y su cabeza. Por más que su cuerpo se cargara mediante la respiración y el movimiento, esto no afectaba a su cabeza.
Al comentar este caso, Miki y yo llegamos a la conclusión de que esa situación solo podía producirse por una experiencia de horror.
El horror es un término nuevo en la bioenergética. No aparece en la escala de las emociones que presenté en mi libro Pleasure (El placer). Por otro lado, el terror, que se usa con frecuencia como sinónimo de horror, aparece a menudo en mis obras como el extremo del miedo. Si uno lee La traición del cuerpo, verá que la personalidad esquizoide se desarrolla como una reacción al terror, no al horror. ¿Cuál es la diferencia entre ambos?
El diccionario nos ofrece alguna ayuda. Dice que el terror implica un miedo intenso que de alguna manera es prolongado y puede referirse a peligros futuros o imaginarios. Hay dos diferencias importantes. En primer lugar, el terror está relacionado con el miedo, que es una reacción emocional; el horror carece de esa conexión. En segundo lugar, en el terror el peligro se dirige al yo; en el horror el peligro se dirige a los demás.
Estas diferencias pueden ilustrarse con unos cuantos ejemplos sencillos.
Si somos testigos de un accidente de tráfico en el que una o más personas resultan gravemente heridas, describiríamos la experiencia como
horrible. Sin embargo, si uno también está implicado en dicho accidente, la sensación inmediata antes de la colisión sería de terror. Uno está horrorizado por el ataque brutal hacia otros, pero aterrorizado si el ataque viene dirigido hacia sí mismo. Así, los combatientes de la guerra hablarán del terror de esta mientras que los no combatientes hablarán del horror.
Si el terror es un miedo intenso, el horror carece de ese elemento. El testigo de un horror no tiene por qué estar asustado. Puede que lo esté porque tema algún ataque personal, en cuyo caso estaría asimismo experimentando cierto terror, pero esto es un elemento añadido. La esencia del horror es el «estado de conmoción», aunque no creo que este sea realmente el término adecuado. El terror termina en un verdadero estado de conmoción. El organismo está paralizado, como congelado, por el terror. El cuerpo se vuelve insensible para librarse del dolor del ataque. Esto sucede cuando un depredador ataca y mata su presa. La mente, sin embargo, permanece alerta hasta que se produce la inconsciencia. En un estado de horror el cuerpo prácticamente no se ve afectado porque el ataque no se dirige a uno. El efecto del horror es principalmente sobre la mente, que no está conmocionada sino aturdida.
El horror aturde la mente. Paraliza las funciones mentales lo mismo que el terror paraliza las físicas. Uno puede alejarse del lugar en el que se produce el horror sin, en apariencia, verse afectado físicamente, pero incapaz de pensar en nada más que en lo que ha presenciado y dándole vueltas y más vueltas.
Esto plantea un interrogante: ¿por qué el horror aturde la mente?, ¿qué hay en el horror que cause este efecto? Creo que el elemento esencial es que el horror es increíble. No todas las circunstancias increíbles producen horror pero todos los horrores son increíbles. La mente no puede comprender la lógica o el significado del incidente. No le encuentra sentido. No debería estar sucediendo algo así.
Voy a ofrecer otro ejemplo de horror para ilustrar este aspecto. Una madre que iba con su hijo de seis años fue asaltada y golpeada brutalmente en Nueva York. El niño lo vio todo horrorizado. No le hicieron daño. En su mente, me imagino, solo podía pensar: «No. Es imposible. Esto no debería estar pasando. ¿Por qué? No lo entiendo».
El horror no es la única reacción ante un hecho incomprensible. Otra reacción es el asombro. Un incidente o situación que la mente no puede asimilar (comprender) será contemplada con horror o con asombro dependiendo de si tiene un efecto negativo o positivo para el testigo. Ver unos aviones que vuelan por encima de tu cabeza para bombardear al enemigo puede ser asombroso. Para los habitantes de esa ciudad, sin embargo, la destrucción será horrible.
El efecto del horror en la personalidad
Volvamos ahora al paciente del que hablé antes. Vivir constantemente con una madre histérica y un padre violento era una pesadilla. Sobre todo porque mi paciente sentía que sus padres se querían. Como todas las pesadillas, lo único que puede hacer uno es olvidar, aunque realmente uno no olvida una pesadilla, sino que la etiqueta como algo perteneciente a otro mundo.
Se disocia de ella. Esto es lo que hizo mi paciente. Se disoció de su pasado y de todos los sentimientos y emociones que formaban parte de él. Bloqueó cualquier sentimiento de anhelo de estar cerca de sus padres, de tristeza, de ira y de miedo. Este bloqueo fue tan poderoso que era casi imposible suscitar esos sentimientos. Debo añadir que finalmente emergieron cuando su padre estaba muriendo de cáncer. Al afrontar esta tragedia la familia recapacitó.
Cuando nos enfrentamos con el horror hay una tendencia a dudar de nuestros propios sentidos. Si esta tendencia se vuelve estructurada en la personalidad, surge la división entre lo que uno piensa y lo que siente. La persona no cree en sus sentidos. Actúa tan solo basándose en la lógica de su mente. Se comporta como si tuviera sentimientos, y los tiene a un nivel profundo del cuerpo, pero no hay una conexión inmediata entre el comportamiento y el sentimiento.
Los lamentos que profería eran, como los de los judíos ante el muro de las lamentaciones, una expresión de los horrores que había experimentado.
Pero mientras que esos judíos sentían al lamentarse el horror que padeció su gente, mi paciente estaba separado de esa sensación.
La personalidad de quienes han pasado por esas experiencias tiene un componente de irrealidad. Uno lo siente cuando hablan acerca de un pasado que estremece al oyente pero que describen en un tono tranquilo y carente de emoción. La única distorsión importante del cuerpo es, frecuentemente, una discrepancia entre la expresión de la cabeza y la del resto del cuerpo. La cabeza y el tronco no encajan. Hay otro rasgo importante en ellos que no es fácil de apreciar. Sus ojos no mantienen el contacto con los tuyos. Tampoco tienen el aspecto vacío o distante de los de un esquizoide o un esquizofrénico.
Están separados del sentimiento, más que alejados. Volveré a este aspecto del problema más adelante.
Al llegar aquí es importante averiguar hasta qué punto es frecuente este problema. Qué tipo de horrores han vivido de niños los pacientes.
Tengo que decir que es mucho más normal de lo que solemos pensar.
A continuación muestro algunos ejemplos.
Otro joven a cuyos sentimientos no se podía acceder me contó que su madre era miembro de la Ciencia Cristiana. Llegó a ser líder de este movimiento.
Ella era una creyente devota cuando él era un niño pequeño y, como tal, reaccionaba a todos los sentimientos de su hijo, y a sus angustias y enfermedades, con la actitud de que uno solo tiene que creer en Cristo para que todo se arregle. Pero había cierta dureza e insensibilidad en ella. No solo alejaba al niño de su padre sino que no le daba calor. Para el niño el horror de la situación consistía en esta falta de sensibilidad y de calidez, en la carencia casi absoluta de sentimientos de humanidad en su madre. A sus ojos era inhumana y, por tanto, monstruosa. Vivir bajo su control, su dominación y su voluntad debió de haber sido una pesadilla para este paciente.
Escuché un relato parecido de otro hombre que precisamente era psicólogo.
Su padre lo había abandonado cuando tenía tres años. Su madre se volvió una fanática religiosa e ignoraba completamente al niño. Había hermanos mayores pero él se sentía un extraño. Tenía miedo de su madre y pasó muchos años presa de una desesperación solitaria. Aquí, de nuevo, el horror era la ausencia de calor y de sentimientos de humanidad hacia el niño, que necesitaba y esperaba este tipo de respuesta. Cuando vi a este hombre, tenía una expresión beatífica en el rostro, pero no sentimientos. En los dos casos había una marcada discrepancia entre la cabeza y el tronco.
Recientemente escuché a una muchacha describir su infancia como un horror. Su padre era un ejecutivo ambicioso de una gran empresa y vivía completamente entregado al trabajo. En casa se mostraba frío y distante. Su madre tuvo una crisis nerviosa cuando esta muchacha era una niña. Estuvo hospitalizada. Al regresar a casa la trataron como a una inválida y la niña tuvo que cuidarla. La madre tuvo varios episodios psicóticos que ella presenció. Una vez más el horror consistía en la ausencia de contacto humano entre los miembros de la familia. Me sorprendió que esta muchacha reconociera la naturaleza de su situación, pero tenía una personalidad esquizoide, uno una personalidad como si. No había bloqueado el horror para poder sobrevivir.
En otro caso la madre del paciente era una alcohólica a quien su padre trataba con un desprecio y una hostilidad que no se molestaba en disimular.
Al mismo tiempo no hacía ningún esfuerzo para ayudarla a dejar de beber.
A veces el sexo estaba presente también en esta situación. Sospecho que las borracheras de la madre eran la ocasión para que se produjeran las relaciones sexuales. Esto se convirtió en el patrón del comportamiento de mi paciente que lo identificaba con su madre. Pero el paciente no era consciente del horror en una casa en la que el respeto por uno mismo y el respeto por el otro brillaban por su ausencia.
He escuchado muchos más relatos de horror de mis pacientes. Una joven me contó que vio cómo su abuela se ponía una pistola en la sien y amenazaba con volarse la cabeza si su marido no dejaba de beber. Cualquier amenaza seria de suicidio de un padre es siempre una experiencia horrible para un niño. Quizá todavía más horrible es la experiencia de vivir con alguien que agoniza. La muerte es un horror para todos los niños pequeños.
Esos casos específicos de horror son menos dañinos para la personalidad que una situación de horror persistente caracterizada por una falta de calor y sentimiento humanos en las relaciones en las que esos buenos sentimientos son naturales y normales. La cualidad inhumana de esas relaciones va más allá de la comprensión del niño. Esta cualidad crea una atmósfera de irrealidad, en la que el niño funciona como si estuviera en un sueño del que espera despertar algún día. Cuando crece y sale de la situación la mente trata la totalidad de la experiencia como un sueño, como si en realidad no hubiera sucedido.
Es difícil agitarse ante algo que «en realidad no sucedió», lo que explica por qué es igualmente difícil suscitar cualquier reacción emocional de estos pacientes en la terapia. Pero los efectos de este tipo de experiencia son más engañosos.
Cuando la realidad se tiñe de un aire de irrealidad, la mente se protege a sí misma contra la confusión dejando de creer en los sentidos y en los sentimientos. Niega su validez y opera solo sobre la base de la lógica y la racionalidad.
Es verdad que la lógica y la realidad presuponen la existencia del sentimiento, pero el comportamiento no surge directamente de este. La
persona actúa como si tuviera sentimientos pero los sentimientos en sí no se ven en las acciones. Hay una cualidad inhumana o irreal en ella, que a su vez, se transforma en un «monstruo» para quienes necesitan —y tienen derecho a ello— esperar una respuesta emocional de ella. La inhumanidad que le horroriza en la niñez produce en ella una inhumanidad que se vuelve un horror para la próxima generación.
El tratamiento de este problema
Por lo general, la depresión es el síntoma por el que acuden a la consulta quienes han pasado por este tipo de experiencias descritas. Se deprimen cuando la ilusión de que pueden estar por encima del horror de sus propias vidas se desvanece. Desgraciadamente, no son conscientes del engaño o del horror de sus vidas. Esto hace que el tratamiento sea bastante difícil. Hemos visto además que cualquier intento de llegar hasta sus sentimientos se encuentra con una fuerte resistencia.
Por otro lado, son conscientes de que les falta algo y de que están deprimidos.
Necesitan nuestra ayuda y la piden. Pero ? cómo podemos llegar a ellos? Si el enfoque terapéutico es psicológico, usan la lógica y la racionalidad para bloquear el reconocimiento de su problema. Si el enfoque es físico, por ejemplo trabajo corporal, realizan los movimientos como si tuvieran sentimientos y luego niegan cualquier sentimiento o significado a la experiencia corporal. Sin embargo, al no disponer de otros enfoques, el terapeuta debe usar lo mejor posible estos dos, teniendo en mente las resistencias que se encontrará.
En realidad ninguna terapia depende del enfoque del problema. Lo que cuenta en toda terapia es el terapeuta, la comprensión que brinda al problema, su sensibilidad y su calor como ser humano. Estos factores son cruciales en el tratamiento de este problema. La irrealidad del paciente se ve confrontada con la realidad del sentimiento humano del terapeuta, y esta confrontación puede poner en movimiento las fuerzas para recuperar su salud.
Tengo la impresión de que el terapeuta debe responder a la disyuntiva del paciente con dos conjuntos de emociones. Uno está formado de comprensión hacia el dilema del paciente y un deseo sincero de ayudar. El otro está compuesto de ira hacia el paciente por su negación del sentimiento y por su falta de calor humano. La ira no puede forzarse, tiene que surgir espontáneamente.
No debería usarse como una herramienta terapéutica, sino representar una respuesta genuina a la monstruosidad de una conducta insensible en una situación que está cargada de potencial para la emoción. En este caso la ira es la verdadera expresión del terapeuta como un ser humano real, por ejemplo alguien que tiene un sentimiento de amor a la vida.
El bloqueo físico específico de este tipo de personalidad está en los ojos. Tenemos una expresión que dice: «Ver para creer». Lo contrario también es verdad. Si uno no lo ve, no lo cree. Ver se puede evitar no dejando que los ojos adquieran expresión ni significado. Los ojos se usan mecánicamente como lentes de una cámara. Permiten que la imagen se registre pero la despojan de cualquier trascendencia emocional. Esto se hizo en los primeros tiempos de la vida del niño para protegerlo de ver el horror de su situación. Sin embargo, una vez instituido, el bloqueo se generaliza. Si alguien no puede ver el horror, tampoco puede ver la belleza, ni la tristeza, ni la ira, ni el miedo, ni el amor. Y, por supuesto, no puede permitir que estos sentimientos se muestren en sus ojos.
Por tanto, es indispensable que el terapeuta mire al paciente a los ojos.
Este no es el lugar para describir los diversos procedimientos y técnicas para hacerlo. Lo importante es saber que al abrir la visión del paciente al exterior, se abre su visión interior. Esta personalidad es, quizá, la manera más importante de que el paciente gane comprensión. Añadiría que para abrir la visión exterior de un paciente le hago mirarme a los ojos e intento captar su expresión.
El bloqueo de los ojos está relacionado con la disociación entre la cabeza y el tronco. Las tensiones en la base del cráneo y en la parte posterior de la cabeza sirven ambas para disociar la cabeza y bloquear el flujo energético a los ojos. Hay que realizar un trabajo considerable sobre estas tensiones para restaurar el flujo de energía del cuerpo a los ojos y los centros perceptivos del cerebro anterior. Al mismo tiempo hay que hacer un trabajo consistente sobre todos los otros aspectos de la terapia tanto analítica como físicamente.
El horror cultural
El horror que encontramos en los hogares es un reflejo de un horror parecido a gran escala en la sociedad. Para entender esta afirmación, debemos tener en cuenta que el horror es directamente proporcional a la falta de sentimiento humano en las relaciones. Este aspecto del horror es más importante que la violencia desbocada de nuestras ciudades. Es más importante porque afecta a todo el mundo y da lugar a la violencia, que al menos es real para el que la perpetra. Puede que sea su única manera de romper el hechizo de irrealidad que cuelga sobre una ciudad como Nueva York. Nací y crecí en Nueva York, por eso esta ciudad era mi hogar. Pero en aquellos días no tenía el carácter impersonal que tiene ahora. Vivía en una barriada en la que todos se conocían entre sí. A través de nuestros pequeños intercambios intimábamos con los dueños de las pequeñas tiendas de toda la vida. Un cobrador recogía las monedas en los tranvías. Uno podía decirle «buenos días». Un vendedor de hielo repartía el hielo a diario. No teníamos muchas comodidades pero sí muchos contactos humanos. Y teníamos tiempo.
Recuerdo una tormenta de nieve que interrumpió toda la actividad de la ciudad durante cuatro días. Nadie se quejó. Disfrutamos la nieve. Hoy, si ocurriese durante un solo día, sería una calamidad. La máquina del negocio tiene que seguir moviéndose y el sentimiento humano no cuenta.
Al caminar por la misma ciudad ahora no la reconozco. Para mí los rascacielos de aluminio y de cristal tienen una naturaleza irreal. La basura y la suciedad le dan a uno la sensación de que la ciudad está decayendo, como realmente sucede. La prisa, el ajetreo, el tráfico tienen un aire de pesadilla.
La gente se siente aislada. Viven en cubículos, raramente hablan unos con otros. Nadie se fía de nadie. Cada uno vive en un mundo privado igual que la gente que está encerrada en una institución psiquiátrica.
Pero no es solo el aspecto impersonal lo que es horrendo; es la pérdida de valores humanos. El único valor que cuenta en Nueva York es el dinero.
¿Cuánto dinero tienes y cuánto gastas? No es la pobreza la que deshumaniza; es la inmundicia y la indiferencia. Es la destrucción de la dignidad personal.
Es la vulgaridad, la pornografía y la inmundicia. A nadie le preocupa porque preocuparse es inútil.
¿Tiene algo de raro que el horror que existe fuera penetre en los hogares?
No hay manera de mantenerlo alejado. La radio y la televisión introducen su fealdad en nuestros santuarios. Y no vemos su horror, porque si lo viéramos, nos volveríamos locos. Pero estamos aturdidos y eso se muestra en las caras inexpresivas, en la falta de risas y cantos, en el deambular de un lado para otro como robots, como si no tuviéramos sentimientos.
Las cosas no son mejores en otros lugares, como saben quienes viven en las afueras de la ciudad: el tráfico no cesa, los almacenes permanecen abiertos veinticuatro horas al día y hay un número infinito de utensilios que
prometen mejorar nuestras vidas pero nos obligan a vivir pendientes de detalles insignificantes. No creo que nadie que tenga coche pueda negar que conducir en la autopista y en la ciudad es una pesadilla.
Y sin embargo muchos actúan como si esto fuera real, como si todo esto fuera el significado de la vida. Oh, sí, es real, lo mismo que cualquier horror es real, pero se trata de una realidad que es incongruente con la naturaleza humana. Si aceptamos esta realidad, debemos negar la realidad del cuerpo y de sus sentimientos. Esto es lo que mis pacientes habían hecho y por eso tenían problemas. Si negamos la realidad de este tipo de vida, tenemos que dudar de nuestra cordura. Estamos atrapados en una trampa, y también eso es un tipo de horror para el espíritu humano.
Por si esto no fuera suficiente, está el horror de las drogas. Por alguna razón la gente consume drogas, y algunos lo hacen para escapar del horror de sus vidas, pero las drogas crean un horror peor que aquel del que están tratando de escapar. Quien consume drogas se vuelve un ser inhumano.
Pierde los sentimientos que identificamos como humanos. Parece irreal.
Estoy seguro de que no siente el horror de su estado, porque las drogas lo ciegan, pero aumenta el horror que le rodea.
En realidad el horror empieza en el momento en que nacemos en un hospital moderno. Si habéis visto una sala de partos, podréis comprender lo mucho que se asemeja a la cámara del horror del científico loco que tantas veces hemos visto en las películas. No hay una ventana en ella por miedo a que si se queda abierta el bebé recién nacido pueda contaminarse con un soplo de aire fresco. La cama de partos, las luces y los instrumentos podrían usarse en una cámara de torturas. Como médico, he pasado bastante tiempo en una sala de partos y sé de lo que estoy hablando.
El efecto que tiene el horror es que deshumaniza a la persona cuando ha estado expuesta a él durante mucho tiempo. Y una vez que ha perdido su humanidad ya no puede ver el horror. Aprende a vivir en él como si fuera real y tuviera sentido. No puede hacer esto con el sentimiento sino solo con su intelecto. Y por eso aprende a vivir en su cabeza. No se retira como un esquizofrénico que vive en un mundo de fantasía. Se convierte en un ordenador que trata con números, como si los números fueran la esencia real mientras que la sangre, la carne y los sentimientos son objetos sin sentido para ser manipulados en el juego de monopolio que todos jugamos.
La mente tiene una fascinación por el horror porque representa lo incomprensible y, como tal, burla la lógica y el orden de nuestro pensamiento.
Desafía la arrogancia de la mente, que debe explicar y reducir todas las fuerzas a proporciones humanas. Cuando eliminamos los misterios, no queda nada de lo que asombrarse. Hacemos lo mismo con el horror. Aplicamos una ley de causa y efecto que priva al horror de su impacto en nuestros sentidos y así, al final, no alcanzamos a ver ningún horror.
Con frecuencia me he preguntado por qué a los niños les fascinan las películas de terror. Supongo que a los adultos también. He llegado a la conclusión de que representa su necesidad de superar la sensación del horror lo suficiente como para funcionar en un mundo en el que abunda el horror. Y creo que esto es cierto. Pero conocer el horror por medio de las películas no nos ayuda a lidiar con él. Más bien nos ciega al horror haciéndonos suponer que es una parte natural de la vida. Aprendemos a aceptar el horror, no a rechazarlo. Y nos convertimos en sus víctimas.