Autoexpresión y Supervivencia
Introducción
Aunque el título de esta conferencia es «Autoexpresión y supervivencia », su tema es la muerte. Este tema está implícito en el título. El concepto de supervivencia implica una lucha contra la muerte o, al menos, contra el miedo a la muerte. Si las energías están comprometidas en exceso con la lucha por la supervivencia, forzosamente la autoexpresión debe verse afectada.
En esta conferencia estudiaré el miedo irracional a la muerte en la personalidad. Para explicar lo que quiero decir por «miedo irracional a la
muerte», voy a poner un ejemplo. Hace algún tiempo uno de mis pacientes comentó:
—Se me ocurrió una idea muy extraña. Pensé que si respiraba me moriría.
Creo que todo el mundo estará de acuerdo en que una idea así es irracional; uno no se muere por respirar. Pero no podemos descartarla. Queremos saber de dónde vino y cómo afecta al funcionamiento de una persona.
Esta conferencia complementa la que impartí el año pasado, cuyo tema fue el horror. La muerte y el horror, o el terror y el horror (la muerte
puede ser terrorífica), han llegado a adquirir un lugar importante en el análisis bioenergético a medida que nos esforzamos por entender la compleja dinámica que subyace bajo los problemas de personalidad.
La muerte no es un tema nuevo en el pensamiento analítico. Quienes conozcan el psicoanálisis sabrán que Freud introdujo un concepto llamado el instinto de muerte en un ensayo de 1920 titulado Más allá del principio del placer. El principio del placer ha sido la piedra angular del psicoanálisis.
Afirma que todo organismo se esfuerza por el placer y por evitar el dolor. Freud lo llamó el principio primario del funcionamiento psíquico. Hay uno secundario denominado el principio de realidad, que modifica, pero no contradice, al primero. Según el principio de la realidad, un organismo pospondrá o sacrificará un placer o tolerará y aceptará el dolor en aras de un placer mayor o para evitar un dolor mayor en el futuro. Durante un tiempo a Freud le pareció que estos dos principios podían explicar todo el comportamiento humano.
En Más allá del principio del placer, sin embargo, cambió de idea.
Postuló la existencia de una compulsión de repetir experiencias no placenteras que es «más primitiva, más elemental, más instintiva que ese principio del placer que anula». La prueba principal que apoyaba esta hipótesis era la resistencia inquebrantable de los pacientes a abandonar su comportamiento neurótico, que la experiencia repetida demostraba no ser placentero ni satisfactorio.
Señaló que la gente que no se psicoanalizaba se veía a menudo afligida por una compulsión a repetir experiencias dolorosas. Algunos parecían sufrir de una suerte maligna que hacía que todos los esfuerzos siguieran un viejo patrón. Esta gente no tenía el beneficio del psicoanálisis pero cuando el tratamiento psicoanalítico resultaba inútil, Freud solo podía reflexionar sobre las «misteriosas tendencias masoquistas del ego».
Estas reflexiones lo llevaron a la conclusión de que el objetivo último de la vida era la muerte. Esta conclusión se deriva de una perspectiva que ve a los instintos como conservadores, adquiridos históricamente y con tendencia a la «restauración de un estado anterior de las cosas». Como «lo inanimado existía antes de lo que está vivo», la «meta de toda la vida es la muerte».
Pero si la meta del viaje de la vida es la muerte, la vida también se encuentra bajo la compulsión de no limitar el viaje, es decir, vivir la vida
plenamente. Freud defendió la hipótesis de la existencia de dos instintos, un instinto de muerte que está relacionado con los «instintos del ego» y un instinto de vida que se equipara con Eros o con los instintos sexuales. Por supuesto, es Eros el que mantiene la vida moviéndose en su viaje, pero, según Freud, está esforzándose constantemente contra una tendencia instintiva del organismo por abandonar el viaje y volver a la estabilidad y la paz del estado inorgánico.
Va más allá del alcance de esta conferencia examinar críticamente el pensamiento de Freud. En su ensayo hay mucho que se merece una profunda consideración y, como todo su trabajo, está concebido brillantemente.
Mis objeciones básicas son de dos tipos. En primer lugar, la palabra «instinto », en sí misma, connota una fuerza vital. Como adjetivo significa «imbuido con un principio vital». Es, por tanto, una contradicción combinarla con la palabra «muerte». En segundo lugar, no se puede utilizar la compulsión repetitiva para explicar el fracaso terapéutico ya que el propósito del análisis o de la terapia es liberar al individuo de su dominio. Esto significa que debemos estudiar continuamente nuestros fracasos terapéuticos con una
nueva mirada.
Esto es lo que hacía Reich. Su análisis del carácter masoquista constituye una de las grandes contribuciones a la teoría psicoanalítica. Demostró clínicamente que el comportamiento masoquista no era una tendencia primaria del ego, que no representaba un deseo de sufrir sino que más bien surgía de un miedo al placer. Esta demostración rechazaba claramente la teoría del instinto de muerte y fue un factor importante para provocar la ruptura entre Freud y Reich. A lo largo de su vida Reich rechazó la teoría del instinto de muerte. Sin embargo, es significativo que hacia el final de su vida desarrollase el concepto de una fuerza vital positiva y negativa: OR para la energía vital positiva del orgón y DOR para la energía mortal. Subrayó el paralelismo entre estas dos formas de energía y las perspectivas de Freud.
En la bioenergética hemos seguido coherentemente a Reich en el rechazo de la teoría del instinto de muerte y de la idea de que hay «misteriosas tendencias masoquistas en el ego». Esas tendencias estaban ahí pero no tenían nada de misteriosas. Eran el resultado de tensiones musculares que limitaban la autoexpresión individual. En mi entusiasmo juvenil estaba seguro de que trabajar con el cuerpo y el análisis del carácter podía solucionar cualquier caso de compulsión repetitiva. Por supuesto, no fue así. Muchos de mis pacientes no se curaron aunque la mayoría experimentó algunas mejoras significativas. Sin embargo, no culpé de estos fracasos a una «compulsión repetitiva» que estaba estructurada de forma innata en la personalidad. Mi esfuerzo, y el de la mayoría de mis compañeros en nuestro instituto, estaba y está dirigido a aumentar nuestra comprensión de la dinámica de la energía en la personalidad y mejorar nuestras habilidades como terapeutas. Siguiendo esta dirección me encontré cara a cara con la muerte.
La mirada y la expresión de muerte
La primera vez que vi la muerte en la cara de un paciente fue hace muchos años. En 1948, mientras era estudiante en la Universidad de Ginebra, trabajé un tiempo con un joven psicólogo suizo que estaba muy interesado en las ideas de Reich. Una de las maniobras que yo usaba y que tomé de Reich fue la evocación del miedo haciendo que el paciente abriera ampliamente los ojos y la boca. Esto simula la expresión de miedo y en muchas personas sirve para hacer surgir ese sentimiento. Pero con otras no funciona. El paciente trata de sonreír, como si dijera: «No hay nada de lo que tener miedo». El intento de sonrisa enmascara cualquier sentimiento de miedo. Para evitar la sonrisa presiono con los pulgares a lo largo de la nariz mientras el paciente me mira a los ojos. Cuando hice esto con mi paciente suizo, vi algo que me conmocionó. Era la cara vacía de una calavera. Le había quitado la máscara y ahora estaba mirando la cara de la muerte. Nunca olvidaré esa cara. En ese momento no sabía qué hacer con esa expresión.
Mi tratamiento de este paciente logró muy pocos avances. Me lo encontré unos cuantos años más tarde. Se había vuelto alcohólico y se estaba deteriorando gravemente.
Sin embargo, con los años he visto esta expresión en numerosos pacientes.
Cuando les quito la máscara presionando con los pulgares, la cara adquiere una expresión cadavérica. La muerte me mira fijamente aunque pocas veces con tanta intensidad como en mi primer caso.
Otro aspecto de la cara de la muerte es una oscuridad en los ojos y alrededor de ellos. En algunos está siempre presente. En otros aparece momentáneamente como si una cortina negra descendiera sobre los ojos.
Homero la llamaba «la sombra púrpura de la muerte». Cuando veo esta expresión, tengo la impresión de que una «sensación de muerte» acecha en el fondo de esa personalidad. En algunos la expresión de la muerte está en una impresión que uno recibe, y como me he vuelto más consciente de es tas expresiones, soy capaz de notarlas más fácilmente. Lo sorprendente es que estas expresiones de muerte no son poco frecuentes. Otros terapeutas bioenergéticos han empezado a verlas en un gran número de pacientes.
La idea de la muerte con frecuencia aparece en los sueños, como un miedo a ser asesinado o a morir de otro modo. Uno de mis pacientes declaró que tenía sueños recurrentes en los que le perseguían como a un forajido.
En ocasiones soñaba que le disparaban y sentía realmente la sensación de morir. Una paciente me contó otro sueño de ese tipo:
Soñé que dormía y la ventana estaba abierta unos quince centímetros por la parte de abajo. Tenía la sensación de que había alguien en la ventana. Me desperté en el sueño y vi cómo un brazo entraba por la ventana para acariciar a mi perro y calmarlo. Estaba muy asustada.
Luego se abrió la parte superior de la ventana, y la figura grande y oscura de un hombre se lanzó a mi cama. Sabía que iba a violarme y atacarme, y morí. Luego me desperté en un estado de terror absoluto, sintiéndome paralizada, incapaz de moverme. Al final me levanté, todavía aterrorizada, y cerré la ventana.
Cuando miré a esta paciente mientras me contaba su sueño, vi que estaba pálida como un fantasma. Estaba muerta de miedo, y la verdad es que en mi consulta parecía más muerta que viva.
Al llegar a este punto debería añadir que había trabajado con esta paciente más de tres años. Durante ese tiempo había logrado un progreso considerable como persona y en su vida. En ciertos aspectos muy importantes era una mujer distinta de la que empezó la terapia. Era más vital, más abierta y más capaz de relacionarse con otros. Al principio de la terapia era distante, desconectada y fría. Le había diagnosticado un problema esquizoide.
Teniendo en cuenta este historial, surgen dos preguntas que requieren una atención especial. Una, ¿estaba tan asustada de la muerte al principio de su terapia? Y si la respuesta es sí, ¿cómo lo escondía de ella misma? Dos, ¿por qué surgió en ese momento el miedo a la muerte?
Creo que puedo estar de acuerdo en que el conflicto básico bajo la estructura de carácter esquizoide gira en torno al derecho de ser. Nuestro trabajo y el de R. D. Laing muestran que en el individuo esquizoide hay un miedo a la aniquilación si afirma su derecho a ser. Este miedo en realidad llega al grado de un terror paralizante que lo inmoviliza. La otra cara del terror es una rabia o furia asesinas que no se atreve a expresar. De esta manera el conflicto se convierte en matar o en ser matado. Para el individuo esquizoide esto último significa la destrucción de su madre y su propia muerte. Así, parece que no hay salida del conflicto excepto a través de la muerte.
En esta situación la supervivencia solo puede darse al nivel del no ser.
En cierto sentido el individuo esquizoide sobrevive a base de no existir realmente. Se desconecta de la vida, se aísla en su cabeza y se disocia de cualquier sentimiento profundo. Bloquear los sentimientos le permite sobrevivir.
Como este bloqueo del sentimiento equivale a la suspensión de la vida, la condición para la supervivencia esquizoide es no vivir. En el estado de no vivir, no hay miedo a la muerte ya que uno está ya muerto emocionalmente.
Este análisis nos proporciona una respuesta para la segunda pregunta.
La muerte o el miedo a la muerte surgen cuando la vida regresa emocionalmente, cuando ahora el paciente tiene algo que perder. Veremos que esta formulación se puede aplicar a otros problemas de carácter.
La conexión entre la muerte y el sexo, la violación y el ataque, refleja la transferencia del conflicto al padre. A veces entre las edades de tres y siete años, hablando en un sentido muy general, una niña esquizoide intentará asegurar su derecho a ser mediante una relación positiva con su padre.
Este intento se producirá en un nivel sexual, ya que el contacto original a nivel oral fue rechazado. Un niño esquizoide tratará de establecer una relación sexual con su madre. Estos intentos fracasarán invariablemente pero el resultado es que el sexo se conecta con la muerte en el inconsciente profundo del individuo.
He declarado como principio general que todo patrón neurótico es un mecanismo de supervivencia. Todo análisis profundo ha demostrado que el niño no tenía elección, que no disponía de alternativas viables. Para mí es inconcebible pensar que cualquier organismo viviente entregaría cualquier derecho natural, libertad o autoexpresión, excepto en aras de la supervivencia.
Si tomamos literalmente la declaración de que todo patrón neurótico es un mecanismo de supervivencia, ¿no estamos implicando que todo problema caracterológico se mantenga por un miedo a la muerte?
La comprensión de que esto era verdad solo me llegó gradualmente en el curso del año en que trabajé con mis pacientes. Caso tras caso, aunque no en todos, escuché decir a los pacientes: «Si me dejo ir, moriré». Voy a ilustrar
esto con varios ejemplos.
El primero es un hombre en la mitad de la treintena cuyo padecimiento actual era que no podía hablar con facilidad. Era incapaz de proyectar su voz sin forzar los músculos. Este síntoma le asustaba porque tenía una profesión en la que necesitaba la voz. Sentía que el problema se debía a tensiones de garganta graves que, reconoció, estaban literalmente sofocando su voz. Su cuerpo estaba extremadamente tenso y las piernas tan rígidas que apenas podía doblarlas.
Al principio de esta terapia, mientras realizaba uno de los ejercicios de caída, comentó:
—Lo que sentí cuando caía fue que dejarme ir era morir. —Y me contó esta historia—: Cuando tenía trece años, me diagnosticaron una enfermedad cardiaca. Durante un año estuve asustado, pensando que iba a morir. Me sentía muy enfermo. Tenía un dolor intenso justo bajo el corazón. Superé la enfermedad haciendo un esfuerzo supremo por sobrevivir. Tuve que usar todo mi poder de voluntad. Después el mismo médico me dijo que el dolor era debido a los nervios. —A continuación comentó—: De la cintura para arriba siento el cuerpo como una pieza sólida de mármol.
Como los trece años son una edad crítica para la mayoría de los jóvenes, le pregunté qué le sucedió en esa época. Me dijo:
—Empecé a masturbarme a los doce años. Debí de haber sentido mucha culpabilidad por mi educación religiosa. Se ponía mucho énfasis contra la autocomplacencia: el fuego del infierno y la condenación eterna. Empecé el instituto en esa época. Mi hermano mayor era un gran atleta, pero todos le odiaban. Toda esta hostilidad se volvió contra mí. El primer médico que me vio me recetó varios medicamentos y todo se derrumbó. Me dijo que si no me cuidaba me convertiría en un tullido y no llegaría a los veintiún años. No podía hacer una inspiración completa. Si respiraba hondo, sentía como si se me fuera a romper el pecho y a morirme. Tenía que retener la respiración.
Al mismo tiempo luchaba contra los prejuicios que los chicos tenían hacia mí. No dejaba que nadie supiera el dolor que sentía. Lo aguanté y lo disimulé. Era muy religioso. En mi mente me identificaba con David. Recé todas las noches por ponerme bien y prometí ser bueno. En la escuela primaria era un líder entre los niños. La enfermedad me destruyó. Cuando estaba haciendo el ejercicio de la caída, no podía decir la palabra «morir». No podía dejarla salir.
En este caso, en contraste con el precedente, el miedo a la muerte estaba cerca de la conciencia. Toda la personalidad tenía una estructura diferente.
El paciente no estaba desconectado, ni distante, ni frío; más bien estaba comprometido en una lucha contra la muerte. Durante la pubertad era una lucha consciente en la que, como dice él, usó todo su poder de voluntad para sobrevivir. Ahora la lucha continúa, aunque menos consciente, y el paciente sigue usando su fuerza de voluntad para sobrevivir. Este esfuerzo requiere tanta energía que, por fuerza, la autoexpresión queda limitada. La otra cara de la moneda, la autoexpresión, especialmente en la esfera del sexo, plantea una amenaza a la supervivencia.
La estructura del carácter de este paciente puede calificarse como psicopática porque el ego a través de la voluntad domina la vida del individuo.
De nuevo, en contraste, llamamos al paciente esquizoide porque la posición defensiva era de disociación y retiro. A este respecto me gustaría aclarar que usamos la designación psicopático no en el sentido de comportamiento antisocial sino para indicar que el aparato psíquico se emplea para controlar el cuerpo y negar los sentimientos, lo cual es un uso patológico de este sistema.
En el estado esquizoide el aparato psíquico se separa del cuerpo y de sus sensaciones.
La pregunta que seguimos sin responder es si el miedo a la muerte subyace en los otros trastornos del carácter. Para responderla expondré el caso de un carácter rígido en el que ni la tendencia esquizoide ni la psicopática eran evidentes. Para los propósitos de mi exposición, me centraré en el área principal de tensión del cuerpo de esta paciente, que era el pecho: lo tenía excesivamente hinchado y contenido con una rigidez que impedía descargar la espiración y ceder a los sentimientos tiernos del corazón.
Varios años de trabajo intensivo habían clarificado muchos de los problemas de la paciente y habían dado lugar a cambios importantes en su personalidad.
Pese a esto, la rigidez del pecho no había cedido apreciablemente.
En este punto usé una técnica que acababa de desarrollar. Era un procedimiento sencillo pero podía ser muy poderoso. Mientras el paciente está sobre el taburete, le pido que respire tan profundamente como pueda sin forzarse y que permanezca sin inspirar el mayor tiempo posible. Las instrucciones son sencillas: «Espera hasta que no puedas más. Intenta permanecer con el pánico que surge. El cuerpo afirmará su necesidad de aire contra tu voluntad». Si la persona espera lo bastante, el cuerpo tragará aire con un jadeo audible. Durante el siguiente minuto la respiración será libre y plena ya que la «contención» ha sido desmantelada.
La paciente pasó por la experiencia del pánico y la pared torácica se relajó conforme su respiración se volvía más profunda. Luego le pedí que extendiera los labios y alargara ambas manos. Cuando lo hizo empezó a llorar y se apretó el pecho en el área del corazón.
—El dolor de mi corazón es insoportable —dijo—. Siento que se va a romper.
Inmediatamente nos resultó obvio a los dos que la rigidez de su pecho era una defensa contra este dolor y también contra el miedo a que su corazón se rompiera y muriera si continuaba el dolor. Mi paciente sabía que no moriría, pero contra un sentimiento tan fuerte la mente consciente no tiene ningún poder. ¿De dónde surgió ese miedo tan profundo?
Todos los niños nacen con un corazón abierto, con un deseo de amor y con la necesidad de ser amados. Para un niño pequeño no hay distinción entre los dos: amar y ser amado significa un contacto físico y una intimidad más cercanos a la madre. Si, después de que se haya establecido ese contacto e intimidad, hay una ruptura en la relación, el niño se siente traicionado.
Esta traición la siente en el corazón porque se le impide expresar su amor.
Su corazón está lleno de sentimiento que no puede expresar y el dolor crece hasta un nivel insoportable. El niño llora y grita pero no sirve de nada, y al final, para sobrevivir, debe guardar el dolor en el corazón y encerrarlo. Si no hay más niños que mueran de tristeza3 al sentir esta traición es porque el rechazo no es total. Hay algo de esperanza.
Cuando el niño crece, hace otra apuesta fuerte para establecer una relación de amor con el otro progenitor. Abrirá su corazón al amor una vez más. Desgraciadamente, con mucha frecuencia se produce otra traición, es decir, una aceptación inicial seguida de un rechazo. De nuevo hay dolor en el corazón como si lo atravesara un cuchillo. Y de nuevo hay miedo a que el corazón se rompa y a la muerte. Si el rechazo del padre no es total, el niño sobrevivirá, pero para hacerlo tiene que encontrar alguna manera de amortiguar el dolor. Esto se consigue poniéndole una coraza al corazón con la estructura rígida de carácter.
Parece que en el partido de la vida si fallas tres veces te quedas fuera de juego. Tras haberlo intentado dos veces en el amor y haber fallado en ambas ocasiones, muy poca gente está preparada para arriesgarse a un tercer intento. Pueden enamorarse pero van con mucha precaución y sus corazones no permanecen abiertos durante mucho tiempo. La defensa solo puede abandonarse momentáneamente y, teniendo en cuenta su historial, respeto su precaución.
Implicaciones y conclusiones
Tengo que aclarar aquí que no he investigado extensamente todas las implicaciones teóricas o terapéuticas de este concepto. Para esto hará falta tiempo y experiencia. Sin embargo, algunas ideas se presentan con claridad:
1. La fuerte resistencia al cambio que muestran muchos pacientes tiene una explicación lógica. Si el cambio de carácter implica una cuestión de supervivencia y significa, a algún nivel profundo, una confrontación con la muerte, se entiende por qué se resiste fuertemente de manera inconsciente un cambio de ese calibre. No deberíamos decir que un paciente no quiere ponerse bien. Ningún organismo desea permanecer en un estado de enfermedad o de malestar. Debemos reconocer que no todos los pacientes están preparados para asumir el riesgo que supone dicho cambio. Si somos conscientes de este miedo cuando trabajamos con ellos, esto nos ayudará a establecer una relación terapéutica más positiva. Y si podemos ayudar a un paciente a tomar conciencia de su miedo a la muerte, cuando exista, seremos capaces de ayudarle a ver que este miedo surge del pasado y no tiene relevancia en el presente.
2. El concepto de compulsión repetitiva de Freud y del instinto de muerte pueden ser explicados en términos de psicopatología. ¿Por qué la
gente sigue repitiendo las mismas conductas autodestructivas? ¿Por qué es tan difícil aprender de la experiencia? Para responder a estas preguntas compararía el carácter, tanto psicológica como físicamente, con una concha.
Salirse del carácter es como nacer, o más acertadamente, renacer. Para un individuo consciente dar este paso es algo aterrador y, aparentemente, muy peligroso. La rotura de la concha es equivalente a una confrontación con la muerte. Vivir en la concha parece una garantía de supervivencia, incluso si representa una importante limitación de la propia vida. Permanecer en ella y sufrir parece más seguro que arriesgarse a la muerte por la libertad y la alegría.
Esta no es una posición elegida conscientemente. Es una actitud que surge de una lección que una vez aprendida con dolor no se olvida.
La lección fue una experiencia inicial en la que la persona realmente sentía que su vida estaba en peligro. Porque acababa de nacer y, como todas las criaturas jóvenes, había salido al mundo, se encontraba abierta, expuesta y vulnerable. En las crías del mamífero la supervivencia no se garantiza de forma automática como sucede con las crías de los órdenes inferiores. Necesitan el cuidado y la protección de una madre o de unos padres. Cuando este cuidado y protección se les retira, incluso temporalmente, representa una amenaza a la vida. ¡Qué insensibles son algunos padres a la delicada sensibilidad de los niños pequeños! Algunos mueren aparentemente sin ningún motivo. Lo llamamos muerte súbita. Otros enferman, lo que supone una verdadera amenaza para la vida de un niño.
Replegarse en la concha es una retirada del mundo y hay que considerarlo, por tanto, una manera de morir. La supervivencia está asegurada en la concha mediante un ejercicio de voluntad. Toda la energía disponible del niño se moviliza para formar esta concha que permitirá un acceso limitado a la vida y al mundo y sin embargo le protege contra posibles rechazos o traumas similares. La concha es la estructura del carácter, desarrollada por el ego y a partir de él. Es el modo que tiene la persona de decir: «Es la única manera en la que puedo estar en el mundo sin arriesgarme a morir».
No obstante, es una prisión. Es una forma de custodia protectora. El ego esconde y confina al niño pequeño y desvalido para protegerlo del mundo cruel. Este niño indefenso es también el corazón. Esto se ve con gran claridad en nuestro trabajo terapéutico. Si llegamos al corazón de alguien, sacamos a la luz el niño pequeño que hay en él. Igualmente, si llegamos al niño que hay en su interior y hacemos contacto con él, tocamos su corazón.
Cuando exponemos al niño, abre su corazón.
Esta historia tiene otra vertiente. La concha, que podemos imaginar como un útero (regresar al útero- replegarse bajo la concha) con el tiempo termina volviéndose una tumba. La situación es verdaderamente trágica.
Salir de la concha es arriesgarse a la muerte, pero quedarse en ella, que es una muerte en vida, le amenaza a uno con una muerte real, más inevitable pero más lenta. Una de mis pacientes, que fue operada de un carcinoma en el corazón, describió su situación de esta manera: «Siempre he tenido el pensamiento de que si tenía éxito, moriría y si fracasaba, también moriría» Sentía muy dentro de sí que la muerte era su única salida.
Es concebible que en tal situación el individuo desarrolle un deseo de morir que es una resignación y una rendición a la creencia de que la muerte es la única salida. En todos los suicidios subyace este sentimiento. El escritor ruso Ivan Bunin describió esta situación muy claramente en su bella historia The Elaghin Affair (El asunto de Elaghin). Pero esto no es lo mismo que un instinto de muerte.
3. Es lógico que el asunto de la supervivencia tenga la mayor prioridad en la vida de un individuo, porque todas las demás funciones dependen de ella. Pero el comportamiento de mucha gente contradice esta lógica. No todo el mundo elige sobrevivir a toda costa. Nuestra historia contiene muchos ejemplos de pueblos y de individuos que sacrificaron sus vidas por la libertad, por una creencia religiosa o por su derecho a la autoexpresión. La famosa declaración de Patrick Henry, «Dadme libertad o dadme muerte», muestra que la supervivencia no era el asunto más importante para él. Tal actitud nos parece heroica, y lo es. Pero sería un error si la atribuyéramos solo a unos pocos individuos especiales. Si los seres humanos no hubieran estado dispuestos a luchar por su libertad con sus vidas, si fuera necesario, hoy en día todos nosotros seríamos esclavos. Es verdad que este sentimiento es más fuerte en algunas personas que en otras. Quienes lo sienten con más intensidad llegan a ser verdaderos héroes.
Lo contrario del héroe es el cobarde. Definiría a un cobarde como la persona que pone su supervivencia individual por encima de cualquier otra consideración. No es una cuestión de miedo, porque todos tenemos miedo cuando algo amenaza nuestra vida. Tampoco llamaría cobarde a una persona si su miedo es tan grande que la inmoviliza. Mucha gente está tan aterrorizada que es incapaz de moverse. El acto cobarde es justificar o racionalizar el miedo, para negarlo y luego ante el peligro traicionar la confianza que ha alentado. Esta cuestión es importante porque es relevante para el tema de la muerte. Un héroe puede tener una muerte gloriosa pero la del cobarde siempre es infame.
Cuando una persona sacrifica su derecho a la autoexpresión en aras de la supervivencia, su propia supervivencia se pone en peligro, no desde fuera sino desde dentro. Con la rendición del derecho de autoexpresión, la vida deja de tener sentido. No es solo un fenómeno psicológico. La autoexpresión es la manifestación directa e inmediata de la fuerza vital de un individuo.
Equivale a la expresión de la vida, y una vida no expresada no es una vida vivida. Eso provoca una muerte lenta.
La autoexpresión abarca todas las maneras que tiene un organismo individual de hacer que su presencia sea conocida en el mundo. Es una función corporal, porque estamos en el mundo debido a que tenemos un cuerpo vivo. Las fantasías y los pensamientos no son, por tanto, formas adecuadas de autoexpresión hasta que se manifiestan en alguna acción corporal, una palabra, un movimiento o incluso una mirada. Y cuanto más espontáneas son estas acciones, más autoexpresivas. Por eso es a través del canto, el baile o el tacto como más nos expresamos, y es en estos actos donde encontramos mayor placer y gozo.
4. Hay algunas cuestiones filosóficas generales que surgen en relación con el miedo a la muerte. Me centraré brevemente en una que es nuestra tendencia a hacer de la supervivencia el objetivo primordial de todas nuestras actividades. Este énfasis en la supervivencia convierte la autoexpresión en un lujo que pocos se pueden permitir. El sistema educativo actualmestá encaminado principalmente a preparar a los jóvenes para sobrevivir en este mundo un tanto desquiciado. Apenas se presta atención a la autoexpresión
tal como la he definido, por sí misma, y a menudo se desaconseja. Uno no puede realmente enseñar autoexpresión ya que, básicamente, es una actividad libre y espontánea. Pero la verdad es que uno no puede enseñar a la gente a vivir. Todo lo que se puede enseñar es cómo sobrevivir. Y sin embargo es cuestionable si esta enseñanza realmente ayuda a su supervivencia.
En la mayoría de los casos parece terminar en un proceso de entumecimiento.
Llevamos este asunto de la supervivencia hasta límites absurdos con un elevado coste para la sociedad. Estoy pensando en el principio médico de no dejar al paciente morir aunque haya desaparecido toda posibilidad de una vida agradable y de autoexpresión. Al quitarle al ser humano el derecho a morir, lo privamos de su última oportunidad de expresarse a sí mismo. En aras de una supervivencia sin sentido, le impedimos morir con dignidad y al hacerlo le robamos la dignidad a la propia vida.
En mi opinión este énfasis excesivo en la supervivencia ha distorsionado gran parte del progreso biológico. Tendemos a ver el progreso de la evolución puramente en términos de supervivencia. También puede verse en términos del incremento del ámbito de la autoexpresión que han producido los cambios de la evolución. Cuanto más amplia y más fuerte nuestra autoexpresión, mayor la probabilidad que tendremos de sobrevivir. No solo se aumenta la propia adaptabilidad sino que también se fortalece la capacidad de luchar. Este tema, en concreto la interrelación entre la autoexpresión y la supervivencia, lo trata A. E. Portmann en New Paths in Biology. Argumenta que toda forma de autoexpresión favorece la supervivencia, y esto sirve a un propósito dual. Es innecesario añadir que la supervivencia debería favorecer
la autoexpresión.
5. Hay una consideración terapéutica importante que debería exponer.
La voluntad es un mecanismo de supervivencia. Por su propia naturaleza sustituye a las reacciones espontáneas e involuntarias. Se pone en marcha para suspender estas reacciones en aras de la supervivencia. De esta manera la voluntad es antitética con la autoexpresión. Normalmente la voluntad solo se usa en situaciones de emergencia y durante periodos cortos de tiempo. He usado la palabra «normalmente» para indicar un estado natural. Por tanto, siempre que la voluntad está en funcionamiento, uno se encuentra en una situación de emergencia y luchando por la supervivencia, lo sepa o no, y sea realista o no esa emergencia.
Cuando en la terapia hablamos de soltarnos, lo que queremos decir es soltar el control de la voluntad por parte del ego. A menos que uno haga esto, no puede volverse completamente autoexpresivo. Pero soltar la voluntad es abandonar la lucha por la supervivencia. Por tanto, si uno tiene miedo de morir, no puede vivir. Y si uno no puede vivir, tiene miedo de morir. El individuo está atrapado en un círculo vicioso del que no hay escape excepto con la muerte.
Está escrito en la Biblia: «Solo si perdéis la vida la encontraréis». El significado es claro. Solo quienes no tienen miedo a enfrentarse a la muerte poseen el valor de enfrentarse a la vida.