Edulcorada por aquel viejo cuento de hadas, basado en la creencia soñada del príncipe azul , que proveería de felicidades y colmaría de ambrosias, o al menos lo intentaría, haciéndose cargo de la manutención de la descendencia y cuidando, como a una reina, a la esposa encantada, dichosa de su existencia en cualquiera de los casos y alimentadora indiscutible de la tradición. Por descontado, no hará falta mencionar aquí lo que supuso el despliegue interesado de semejante panorama. La vida de la princesa encantada, muy a menudo, se transformó en una debacle de sufrimientos y pesares que nunca imagino, y fue sumando clamores de restauración bajo el tupido velo del “todo va bien”, porque la tradición lo marca y hay que ser socialmente pulcra y bien aceptada. El ambiente religioso y sus moralinas, con obligadas misas de santo domingo y comunión, consolidó todavía más la doctrina de la hipocresía popular, investida de arrepentimiento y pecados por obras de pensamiento u omisión.
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