En cualquier sociedad “primitiva”, como contraste diferencial, los hijos vendrán arropados por el clan para toda la vida; hasta el último de sus días jamás estarán solos, vivirán rodeados de la tribu en todo momento y, tanto su manutención como su cobijo, están asegurados. (Por descontado, hablamos de sociedades cada vez más escasas en el planeta). De ahí, que para cualquier madre de nuestra sociedad contemporánea, (teniendo en cuenta al inconsciente biológico, que funciona en automático y conoce la jugada al completo), traer un hijo a nuestro mundo suponga “no terminar de soltarlo de por vida”. De ahí también todos esos “excesos de apego y preocupación”, muy propios de cualquier mujer con hijos de nuestros días. Sea como fuere, el amor que libera, el de verdad, ha estado ausente en nuestro plantel ancestral en cada rincón de nuestros países “des-civilizados”, y por lo tanto ha sido el miedo, amante de la desvalorización, quien ha estado campando a sus manchas en nuestro territorio.