La Carrera de Sensibilización Emocional
Cuando distintas especies conviven en un mismo ecosistema, se ven los frutos de la co-evolución. Los rasgos de los animales son resultado de la adaptación, no solo a la presión del clima o del terreno, sino también a la presión de otros animales. Las gacelas corren más rápido generación tras generación porque así consiguen evadir a los guepardos, que también atacan más rápido y tienen dientes más afilados. Esta “carrera armamentista” se observa en innumerables ejemplos, como las respuestas defensivas químicas que las plantas adoptan frente a los herbívoros que, a su vez, ellos neutralizan cada vez mejor en sus hígados.
Una especie también evoluciona gracias a las recurrentes interacciones entre sus propios miembros. Esto es precisamente lo que hizo posible tanta variedad en nuestras emociones sociales. Deberíamos hablar de una carrera de sensibilización emocional para el caso de los primates, los homínidos y, finalmente, los humanos.
Se denomina psicología evolutiva a todos los esfuerzos que actualmente se están haciendo para comprender la naturaleza de nuestros rasgos psicológicos y sociales. La psicología evolutiva no asume las emociones como una explicación de nuestra conducta, como todos hacemos habitualmente; sino que, por el contrario, las ve como un fenómeno que requiere explicación.
¿Cómo se desarrollaron las emociones sociales? La cooperación es un comportamiento que aporta buenas pistas. Los primatólogos verificaron que la cooperación no es exclusiva de las personas; nuestros parientes animales más cercanos también cooperan. Ese fue el punto de partida para un planteo que hizo el biólogo evolutivo Robert Trivers: su propuesta del altruismo recíproco (que tuvo
mucha repercusión).
La biología habla de altruismo en las especies cuando un animal hace un pequeño esfuerzo con el propósito de brindarle a otro lo que le representa un gran beneficio. Sos altruista cuando ayudás a una abuelita a cruzar la calle o le cedés el asiento a una embarazada. En la prehistoria humana, compartir información sobre dónde está la fuente de comida también es un ejemplo de altruismo: el pequeño esfuerzo de unos soplidos —de alguna lengua primitiva— favorecía enormemente a otros que estaban por salir a cazar y en principio no sabían hacia dónde ir.
¿Y lo de recíproco? Si el animal consigue recordar quién es aquel al que ayudó, puede evaluar si luego recibe retribución. Tan simple como eso. Y así se genera un tipo de relación ida y vuelta.
En este punto vale la pena marcar la diferencia entre lo que suele llamarse una explicación distal y una explicación proximal. El altruismo recíproco sugiere las causas distales por las que se promovió la cooperación: “Hoy por ti, mañana por mí” es una estrategia muy útil que beneficia a todos los miembros de un grupo, y por eso se reforzó como dinámica de interacción. La causa proximal, por otro lado,
recae en qué sentimos al comportarnos de manera cooperativa. No hacemos las cosas guiados por un manual de tácticas evolutivas, sino porque lo experimentamos por dentro. Nuestros ancestros no andaban con un tomo de biología I bajo el brazo, igual que hoy día los canguros tampoco van con libritos de bolsillo sobre cómo seducir “canguras” para dejar descendencia (y eso que tienen bolsillo).
La verdad es que ayudar nos hace sentir bien por dentro, y podemos suponer que así era también en el pasado, aunque no estuvimos ahí para verificarlo. (De hecho, esa es una de las críticas que se le hace a la psicología evolutiva en general: es difícil poner a prueba sus supuestos). Pero, ¿qué fue antes: la satisfacción por ayudar o la dinámica de cooperación mutua? Es un poco como el dilema del huevo y la gallina… En realidad, viajando marcha atrás al pasado a toda velocidad, verías que las gallinas gradualmente dejan de ser como son hoy, y los huevos también, hasta encontrar que de algo para nada gallináceo salía algo poco ovoide.
El altruismo recíproco de Trivers, no obstante, consigue explicar firmemente lo que viene después (igual no lo asumas como lo único que generó la carrera de sensibilización emocional, sino tan solo como un aspecto que contribuyó).
• La simpatía como voluntad de ofrecerle a alguien un favor.
• La gratitud como experiencia de querer corresponder.
• La amistad sincera, como una calidad de vínculo en que nos sentimos bien
y se promueven nuestros intereses.
• La hipocresía como táctica de quien logra fingir ser altruista, para obtener sí o sí un beneficio a cambio, o para salir ganando sin siquiera dar nada.
• La confianza y la desconfianza, detectores de mentiras que sentimos por dentro y que permiten que identifiquemos emociones fingidas (falsa simpatía o falsa gratitud… ¿Recordás que nuestro sistema expresivo involuntario deja relucir nuestros verdaderos sentimientos? Lo vimos en el capítulo anterior).
• El enojo por haber sido engañados en nuestra buena voluntad (desmotiva a que el otro vuelva a engañarnos, o bien nos desmotiva a nosotros mismos a volver a relacionarnos con el tramposo; en cualquier caso nos protege).
• La culpa, que atormenta al tramposo, porque puede ser descubierto y rechazado.
Las emociones retributivas así tendrían su inicio en las conductas de cooperación. La sensación de si algo es justo o injusto, también. “No vale que yo siempre te esté despiojando y vos nunca hagas nada por mí… ¡sos un desagradecido!” (leer en lenguaje primate, con algún que otro bufido). Como la noción de injusticia además involucra a la moral, te propongo dedicarle una sección propia a las emociones morales dentro de un par de lecciones.
Estímulos Supernormales
A mediados del siglo xx, el holandés Niko Tinbergen (quien compartió el premio Nobel junto con Konrad Lorenz) se la pasaba explorando el comportamiento de los pájaros. Tinbergen se dedicaba a la etología, disciplina que estudia la conducta de los animales. Sabía que las aves tienen patrones de conducta fijos. Por ejemplo, si el huevo de un ganso se desacomoda y rueda fuera del nido, la mamá ave lo empuja automáticamente de vuelta a su lugar. Tinbergen aprovechó para investigar cómo las aves reconocen sus huevos, y terminó metiendo piezas falsas (de madera pintada de varios colores y tamaños) a ver qué pasaba. Se dio cuenta que podía engañarlas… Las aves van a buscar huevos falsos porque sus patrones de conducta fijos no les permiten advertir las diferencias. Están programadas para recuperar lo que sea que se parezca a sus huevos.
Pero la historia no termina ahí. Si Tinbergen exageraba las imitaciones de los huevos, las aves preferían los falsos. Por ejemplo, algunos pájaros tienen huevos de una tonalidad suavemente celeste, si a esos les ponía huevos falsos de color azul estridente, los pájaros dejaban de prestarles atención a los huevos propios y se dedicaban a los truchos. Con el tamaño pasaba lo mismo: ¡ciertos gansos hicieron el intento heroico de empollar pelotas de vóley! Tinbergen llamó estímulos supernormales a estas imitaciones. En general, los estímulos supernormales mueven a los animales instintivamente mucho más que los objetos originales que se encuentran en la naturaleza. Desde entonces, los etólogos identificaron varios ejemplos con otras especies.
Uno muy divertido es el del escarabajo joya australiano; un escarabajo grande y largo. En los basurales, los escarabajos macho se montan sobre las botellas de cerveza ¡pensando que son hembras! Claro, las botellas son más grandes, más marrones y más brillantes de lo que cualquier escarabaja podría aspirar a ser.
Si conseguimos engañar a los animales con estímulos supernormales, ¿podemos engañarnos a nosotros mismos? ¿Es posible manipular nuestras propias preferencias y emociones y perderle el rastro a lo que nos motivaría naturalmente?
La psicóloga Deirdre Barrett, de la Escuela de Medicina en Harvard, hizo una recopilación de muchos estímulos artificiales de este tipo, que nosotros mismos diseñamos. Te voy a contar algunos.
Ya que antes te hablé del asco, ahora voy a empezar por los chascos, estímulos que generan repulsión: vómitos falsos de goma o chocolates con forma de regalitos que los perros dejan en las veredas. La cosa se pone más interesante cuando de nuestros propios cuerpos se trata, porque hay estímulos supernormales que se basan en amplificar las señales de la naturaleza en nosotros mismos. Desde el viejo y querido maquillaje, para que las chicas parezcan más rozagantes y bellas, hasta el photoshop que hoy está tan de moda. Desde los corpiños con push-up hasta las cirugías estéticas de todo tipo, calibre y color, todos son recursos para exagerar los atributos básicos que provocan atractivo sexual y, consecuentemente, levantan los estándares sociales de belleza.
Alguien que vive en una ciudad como Buenos Aires, tan densamente poblada, puede cruzarse solo en una cuadra a una cantidad de potenciales parejas atractivas mucho mayor de lo que nuestros ancestros cazadores-recolectores veían en toda una vida. Pensá que esto se traduce en mucha más intensidad de experiencias emocionales, como deseo en los solteros o celos y envidia en los comprometidos.
Las pantallas también engañan nuestras emociones. Las series contienen risas grabadas que nos fuerzan a creer que sus chistes son realmente graciosos, mientras que las películas de terror muestran imágenes macabras, que no enfrentamos habitualmente, para sentir escalofríos y revolución en el estómago.
¿Hay algo más supernormal que lo épico y colosal de películas como Avatar? En los meses siguientes a su estreno, salió en las noticias que muchos de los espectadores habían sufrido una especie de depresión después de verla, por tener que regresar a su vida común y corriente…
¿Y qué hacen algunos cuando se sienten tristes? Se empachan con varios kilos de comida. Los caramelos y las gaseosas son estímulos supernormales, exponencialmente más dulces que las frutas de la naturaleza. Los panqueques de dulce de leche con helado no fueron los responsables de crear tu pasión por el azúcar, solo la explotan al límite. Lo mismo pasa con los lomitos completos, son inocentes si de tu obsesión por la sal y las grasas se trata. Nuestros recontra-ultratátara- abuelos homínidos desarrollaron el apetito por estas sustancias (azúcares, sal, grasas) porque eran escasas, y su supervivencia dependía de localizar un poco de cada una. En sus contextos naturales, estas sustancias no son nocivas. Lo son ahora, que las concentramos al extremo. Claro, así no hay dieta que valga… Es difícil resistir la tentación. Incluso, semejante refinamiento de sales, grasas y azúcares modifica la química de nuestro organismo. ¡Y cuánto tienen que ver las emociones con nuestra química interna! Tema que voy a contarte en la próxima lección.
Pero antes, quiero hacer una breve reseña final…
Emociones en los animales
Afirmar que las emociones son parte esencial de la existencia animal, lo creas o no, aún hoy es una declaración controversial. Porque muchos científicos continúan viendo a los animales como bestias que no piensan ni sienten, como máquinas vacías de experiencias internas. Por fortuna, desde hace un tiempo la propia ciencia viene dando formidables respuestas acerca de cómo los animales sienten emociones.
Claro, las amebas o las esponjas seguramente no tienen emociones, porque no cuentan con un sistema nervioso central. No sabemos exactamente dónde trazar la delgada línea que separa a los animales que sienten de los que no, pero eso no quita que incluso existen aquellos que tienen emociones complejas, como la mayoría de los mamíferos y los primates.
El etólogo inglés Jonathan Balcombe se dedica a divulgar evidencias sobre las experiencias internas de innumerables especies. El juego es una de sus evidencias preferidas. Jugar le permite a un animal desarrollar su fuerza, practicar habilidades de supervivencia y hasta aprender las reglas sociales de su propio grupo; pero los animales no juegan por estos motivos. Los animales juegan porque les resulta divertido. Sabés que los cachorros se revuelcan en el pasto, viste gatos apasionados por ovillos de lana… Pero los ejemplos no se limitan a los domésticos:
Las belugas, primas de los delfines, suelen soplar unos fantásticos anillos de burbujas. A medida que esos anillos se desplazan bajo el agua, las belugas los persiguen con sus trompas, intentando pasarles por el medio. ¿Y los langures de la India? Monos de cola larga que viven en los árboles, cuando son pequeños se cuelgan de las colas de sus mayores y juegan con ellas, y los adultos muestran
bastante tolerancia a esas travesuras.
Los que niegan las emociones en el reino animal, le echan en cara a Jonathan Balcombe que no estamos dentro de los animales mismos como para saber qué sienten… Eso es verdad. Pero, en realidad, nadie está tampoco dentro de la piel de otra persona; y aún así no negamos que todos los humanos tenemos emociones.
Asumimos que las experiencias son semejantes entre nosotros, no solo porque podemos describirlas con un lenguaje común (bajo los rótulos de enojo, afecto, etcétera), sino también porque lo que hacemos durante esas experiencias clasificadas es comparable. ¿Acaso no podemos extender esa comparación a los otros animales, los no humanos?
Las emociones que más se parecen a las nuestras son las de los primates. Me refiero a las emociones de nuestros primos animales más cercanos: los chimpancés, los mandriles, los bonobos, los gorilas, los macacos, entre otros. Los primatólogos verificaron que los primates tienen comportamientos emocionales de tipo social muy parecidos a los nuestros: de vergüenza, enojo, envidia, inferioridad, compasión, empatía, entusiasmo… y hasta de estrés y ansiedad.
Pero hay comparaciones más profundas, que no pasan por los comportamientos a simple vista. Como las emociones están sustentadas en circuitos cerebrales y en química de nuestro cuerpo (o sea, en cerebros y neuronas, por un lado, y en hormonas, neurotransmisores y glándulas, por el otro), una buena idea es fijarnos qué circuitos y química tienen los animales funcionando por dentro.
Buscando verificar en muchos animales si experimentan emociones semejantes a las nuestras, los neurocientíficos pudieron comprobar que en sus cerebros se encienden las mismas áreas que en nuestros cerebros. Bueno, no exactamente las mismas áreas, porque nuestros cerebros no son iguales a los de las otras especies. En realidad, se encienden lo que se llaman áreas homólogas. La mano
de un macaco y la mano de un humano no son iguales, pero los nervios, huesos y músculos tienen una correlación tan precisa que podemos hablar de manos homólogas. Lo mismo pasa con los cerebros y sus funcionamientos. Muchos animales, especialmente mamíferos, poseen las mismas estructuras neurológicas que nosotros (amígdala, hipotálamo, etcétera) y los mismos químicos (como dopamina, endorfinas, oxitocina, catecolaminas y glucocorticoides, que veremos a continuación).
Hay que evitar caer en atribuirles características humanas a los animales. Pero no hay que negar porque sí, de manera premeditada, que los animales tienen rasgos en común con nosotros. Las emociones son, en efecto, un rasgo en común.