La Inercia del mal Humor
Escena habitual: estás discutiendo con tu pareja hace ya un buen rato, hasta que de repente empezás a reflexionar y te das cuenta de que la cosa no era tan grave. Ya merece ser resuelta. Así que admitís tu parte y das por terminada la discusión, con ánimo de que siga todo bien. Pero al ratito nomás, la cabeza te vuelve a caminar y te preguntás por qué cambiaste de parecer. Te surge reprocharle eso que había quedado en el tintero de hace meses… E incluso tal vez vuelvas a la carga, reanudando la pelea.
¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué si ya llegaste a una conclusión y no vale la pena continuar la trifulca, seguís con ganas de pelear? La respuesta es que tu cerebro funciona a una velocidad superior a las respuestas hormonales de tu cuerpo. Tanto tu sistema límbico como tu corteza cerebral tienen la ventaja de ir a rapidez neuronal. Y eso significa procesar información en décimas de segundo.
Pero los cambios en el cuerpo demoran más en revertirse. Como el corazón, que tarda varios segundos en desacelerarse. Por su parte, después de una emoción impetuosa, como el enojo, pueden pasar minutos hasta que la adrenalina desaparezca del flujo sanguíneo.
Esto es lo que podríamos denominar inercia emocional. Los pensamientos tal vez hayan cambiado, pero las respuestas corporales siguen dando coletazos, como si fuesen un tren de carga a toda marcha que es difícil detener. En su monitoreo del estado del cuerpo, el cerebro interpreta que debe seguir acomodando sus circuitos al servicio de la agitación. Así que vuelve a poner la mente a tono del acaloramiento, haciendo disponibles recuerdos de la misma sintonía que el estado corporal. Podés ‘saber’ que el asunto está resuelto, pero ‘sentir’ que todavía quedan cosas pendientes. Por eso, en definitiva más vale no entrar en una emoción extrema, ya que luego va a ser difícil salir de ella. “Contar hasta diez” es otro consejo muy acertado del refranero popular.
Cuando hace muchos años aún se hacían experimentos con hormonas en personas (afortunadamente, actualmente hay leyes que impiden esas prácticas), se pudieron demostrar los efectos de la adrenalina en sangre: las reacciones de la gente cambian. A unos voluntarios se les inyectó adrenalina sin que supieran qué sustancia estaba entrando en su cuerpo. En paralelo, como siempre, otros voluntarios fueron tomados como grupo de ‘control’ (a los que se les administró una simple solución salina). Formando parte del experimento, en la sala de espera, había un actor de incógnito que se acercaba a los sujetos ya inyectados —tanto a los adrenalinosos como a los de control—. Cuando el actor se comportaba sociable y extrovertido, eran los pacientes con adrenalina quienes se ponían más abiertos y afables. Si el actor fingía enojo y era grosero, quienes tenían el exceso de adrenalina en sangre reaccionaban peor. Evidentemente, los procesos cerebrales quedan sensibilizados por esta química. Las reacciones de la gente cobran más amplitud, son más enérgicas.
La morfina que llevamos dentro
Es gracioso advertir el origen de algunos términos en la medicina o en la química, y rastrear de dónde vienen. Las estructuras cerebrales hipocampo y amígdala (porque se parecen a un caballito de mar y a una almendra, respectivamente) pueden haberte resultado simpáticas, tanto como el nombre mismo del sistema nervioso simpático. Bien, ahora te voy a contar el caso del bautismo de unos neurotransmisores.
¿Escuchaste hablar de Morfeo, el dios del sueño según los griegos antiguos?
Cierta planta parecida a la amapola, llamada Papaver somniferum, se hizo históricamente famosa porque de ella se extrae el consabido opio. El opio, sustancia por la cual se llegaron a librar guerras, es un narcótico que genera sensación de placer, somnolencia, anestesia e incluso alucinaciones. Antaño se usaba como droga recreativa en muchos países, hasta que se reguló legalmente su cultivo y su
consumo, y se lo limitó para uso exclusivo farmacológico. Entre un 10% y un 15% del opio está constituido por morfina. Bautizada así por un farmacéutico alemán, hace honor al dios en cuyos brazos caemos si la llegamos a incorporar en el organismo. Al mejor estilo Comfortably Numb, de Pink Floyd, (confortablemente adormecido). La molécula de la morfina aislada resulta un analgésico muy potente, que en medicina se utilizó extensivamente a lo largo del siglo xx. Actualmente, no obstante, se la viene reemplazando por otras drogas sintéticas, porque ella en sí misma es verdaderamente adictiva. (De hecho, para que te hagas una idea, la heroína es un derivado de la morfina).
A comienzos de la década de 1970 se empezó a entender cómo funcionan las drogas opiáceas (justamente, las que vienen del opio) gracias al descubrimiento de receptores específicos para la morfina dentro de nuestro sistema nervioso y de otros tejidos. Los receptores son ‘cerraduras’ en las paredes de las células, en las que encajan las moléculas de la morfina como si fueran llavecitas chiquititas.
Cuando descubrieron estos receptores, los científicos se preguntaron algo importantísimo: si nuestro cuerpo ya viene equipado de fábrica con receptores para la morfina, ¿será que producimos algún tipo de opiáceo natural interno? (Llamémoslo opioide). Si no, ¿qué razón habrían de tener semejantes ‘cerraduras’?
Un par de años más tarde se descubrió que, efectivamente, nuestro
organismo produce unos neurotransmisores propios para regular la sensación de dolor. He aquí los neurotransmisores a los que quería llegar. Se los llamó endorfinas (mo-rfina endó-gena, o sea, generada internamente). La verdad es que los opiáceos de las plantas —como la morfina misma— surgen efecto porque su estructura molecular se asemeja a la estructura de las endorfinas. Son ‘llavecitas’ muy
parecidas. Nuestras endorfinas provocan la misma sensación de analgesia, relajación y bienestar que la morfina. (Por supuesto que las dosis de morfina que suministra un médico son muy superiores a lo que nuestro organismo segrega naturalmente).
¿Para qué produce nuestro cuerpo estas endorfinas? La respuesta es fácil si apreciamos cómo es que se generan. ¿Recordás que en una situación estresante la glándula hipófisis liberaba una hormona de siglas ACTH? Bueno, la ACTH se fabrica en base a una molécula precursora mucho más grande: la POMC (otra sigla cuyo significado completo no viene al caso). La POMC es como un turrón de maní
largo para compartir. Cada pedazo forma determinadas sustancias. ¡Una de ellas es la beta-endorfina! (un tipo de endorfinas).
Pero… la ACTH hace que quedes sensibilizado, crispado, y en estado de alerta; mientras que la beta-endorfina te alivia y relaja. Entonces, ¿por qué habría nuestro cuerpo de manufacturar ambas al mismo tiempo, del mismo turrón POMC, durante una situación estresante? El tema está en que cada una entra en acción en un momento diferente. Los efectos de la ACTH pueden ser constatados dentro de los treinta segundos de iniciado un episodio de alarma. Sin embargo, el impacto de las endorfinas recién empieza al cabo de dos minutos como mínimo.
Ponete en la piel de un animal salvaje o de un antepasado luchando por su vida: en el instante del ataque es preciso que tu reacción sea súper rápida y que te mantengas en alerta máxima. Luego, tras unos minutos de contienda o de huida, es mejor que no sientas las heridas (ni las mordidas, ni todo lo que te clavaste en las patas al salir corriendo). De esa forma no quedás atrapado por el dolor y podés continuar tu supervivencia. No es el momento adecuado para sufrir un shock por dolor extremo.
Tanto la ACTH que nos pone en alerta como la β-endorfina que nos aplaca, salen de la misma proteína precursora POMC (¡Mamá molécula!). Solo que entran al ruedo en tiempos distintos.
Uno de los primeros en apreciar el fenómeno de la analgesia inducida por el estrés —a pesar de desconocer todos estos mecanismos moleculares— fue Henry Beecher, un médico de la Segunda guerra mundial. Verificó que muchos soldados, en plena emoción límite durante la batalla, reciben disparos y ni siquiera se dan cuenta de que fueron heridos hasta bastante más tarde, tal vez recién cuando ven
que hay sangre en su ropa.
La cereza del postre de las endorfinas, además, es que no solo amainan el dolor corporal, sino también el dolor emocional, induciendo la sensación de bienestar psicológico. (En el próximo capítulo vas a enterarte de qué recurso en común comparten ambos dolores en el cerebro; algo parecido al recurso compartido entre la imaginación y la percepción). Cuando sentís placer, alegría y bienestar generalizado típico de estar descansando en una hamaca paraguaya colgada entre dos palmeras, las endorfinas bucean como endorpanchas por su casa
en tu torrente sanguíneo. Técnicas como la acupuntura, de hecho, funcionan gracias a estimular la liberación de esta morfina-que-llevamos-dentro.
De cualquier manera, no solo es en circunstancias de relajamiento que entran en escena estas moleculitas que nos hacen sentir tan bien. Al practicar actividad física, nuestra glándula hipófisis exprime montones de endorfinas. Si sos de los que se calzan las zapatillas y salen a corren habitualmente, sabés de qué se trata el runners’ high (la euforia de los corredores). Pasado cierto umbral de esfuerzo, los deportistas dejan de sentirse exhaustos y se ponen estupendamente.
Se comprobó también en varias especies de monos, gatos y pájaros, que el contacto físico entre pares detona la segregación de opioides internos. ¡Cómo no habrían de acicalarse mutuamente los animales si les hace sentir bien! ¡Cómo no esperar ser retribuido en el despioje recíproco, o ser consolado, si somos animales tan sociales como un mono Rhesus o un babuino! Las personas no somos las únicas a quienes nos calma enormemente ser tocadas, cobijadas o acariciadas.
De abrazos que hacen bien y moléculas mimadas
Pero hay algo más que endorfinas en un abrazo. Hay oxitocina.
La oxitocina es una hormona que tenemos los mamíferos, que no solo hace el trabajo típico de una hormona (el de mensajero químico, comunicando distintas partes del cuerpo), sino también el trabajo de neurotransmisor: señaliza específicamente dentro del cerebro. Si la endorfina era la encargada del bienestar interior, la oxitocina es responsable por el bienestar conjunto. Promueve la vinculación cercana entre personas.
Cuando se la descubrió, fue en relación a que las madres la segregan durante el trabajo de parto. Tanto al parir como en el posterior contacto piel-a-piel con el bebé, en la mamá sucede una liberación intensa de oxitocina. De hecho, esta química incita el comportamiento maternal. Resultan irresistibles esos ojazos, esos cachetotes rojos, esos brazos regordetes… En animalitos con instintos más estereotipados, las conductas son tremendamente obvias: luego de una inyección de oxitocina, las ratas hembra empiezan a comportarse como buenas mamás aún cuando no tengan crías: hacen su nidito, se ponen en posición de amamantar y, si eventualmente hay ratitas bebés ajenas alrededor, las van a buscar y las acicalan.
Posteriormente, se realizaron hallazgos adicionales y asombrosos sobre la oxitocina. Sus niveles, en realidad, aumentan tanto en mamás como en bebés. Es una hormona asociada a la calidez del contacto. En efecto, literalmente, genera que las manos y los pies de los niños se calienten durante el amamantamiento.
Además, hay evidencias de que una tasa alta de oxitocina continuada —tanto en hombres como en mujeres— reduce el estrés a largo plazo: disminuye la presión sanguínea, el ritmo cardíaco y la concentración de glucocorticoides, sustentando la noción de que el apoyo social trae beneficios a la salud. ¿Serán estos los principios por los que las prácticas medicinales alternativas, como el reiki, hacen tan bien?
La científica Kerstin Uvnäs-Moberg, reconocida como una autoridad mundial en temas de oxitocina, se la pasa investigando la participación de esta molécula mimada en el contacto físico. Repartiendo su tiempo entre las ciudades
suecas de Estocolmo y Uppsala (sí, de ahí viene el nombre de uno de nuestros glaciares cercanos al Perito Moreno, aunque bien lejos esté la oxitocina de la frialdad), Kerstin comprobó que los masajes hacen que se libere oxitocina. Y no solo las personas quedamos sedadas y más lentas luego de una buena sesión de masajes; los animales también. Cuando los investigadores les rascan el abdomen a sus ratitas como si fuesen cachorritos, aumenta la concentración de oxitocina dentro de ellas. Los chicos en la guardería que son regularmente masajeados se portan mejor y permanecen más tranquilos. Como curiosidad, te cuento que justamente quienes tienen la profesión de masajistas exhiben niveles relativamente
bajos de hormonas del estrés en sangre.
La oxitocina cumple sus efectos cuando alguien te aprieta la mano al despegar el avión, cuando el papá abraza a su hijo y le confirma que todo va a salir bien, cuando los amigos se dan palmadas en un asado y cuando las parejitas perdidamente enamoradas se acurrucan en la butaca del cine. Pero la oxitocina no se limita a efectos. También coordina las causas de las interacciones sociales positivas. Porque al liberarse por dentro, nos vienen ganas de retribuir los abrazos, las caricias y la contención emocional. Promueve que confiemos en la otra persona. Uvnäs-Moberg sugiere que es gracias a esta química que se cierran los círculos virtuosos de afecto, apego y cercanía.