De lo Personal a lo Social
Emociones Sociedad NO Anónima
Durante gran parte del siglo xx los intentos de explorar nuestras interacciones sociales fueron dominados por una visión muy racionalista asociada a la economía moderna. Parodiando el viejo y querido término homo sapiens, se llegó a sugerir que nos comportamos cual homo economicus: las personas se suponían máquinas obsesionadas por cumplir sus objetivos bien definidos, por maximizar los resultados y optimizar sus decisiones. Para colmo, a efectos de estudiar la cooperación y el conflicto entre las personas, se desarrollaron modelos matemáticos que consideraban a las personas frías y calculadoras, relacionándose entre sí según las utilidades que obtuviera cada una.
Hubo varios equívocos en eso. Para empezar, no siempre sabemos definidamente qué queremos (a veces, además, nos invade la ansiedad del “no sé lo que quiero, ¡pero lo quiero ya!”). Y aún si lo sabemos, agarrate Catalina, porque puede sobrevenir un conflicto interno típico: nuestros deseos inmediatos frente a nuestros intereses de largo plazo (¡y al diablo con la dieta!). Otro problema es que a la hora de tomar cualquier decisión estamos lejos de optimizar: no disponemos de toda la información que nos gustaría y debemos contentarnos con las migajas que sepamos a cada momento (algo que Herbert Simon, premio Nobel en economía, llamó racionalidad limitada). Tal vez el error garrafal en aquella visión radicó en ignorar que las personas somos seres con emociones.
Actualmente, por fortuna, antropólogos, sociólogos y psicólogos contribuyen con una postura más humanista. Descubrimientos como las neuronas espejo y los fundamentos de la empatía están transformando a la propia economía, la cual recientemente incorporó a las emociones como elementos esenciales de nuestras interacciones. (La cultura del regalo, por ejemplo, es un abordaje novedoso en las ciencias económicas).
El ya desaparecido psicólogo norteamericano David McClelland, famoso por profundizar en la motivación humana, popularizó un término que resultó sumamente influyente: necesidad de afiliación. Y no se refería a afiliarse a un club. McClelland quería decir que vivimos ávidos de pertenencia, de aceptación de los demás. La oxitocina segregada en el capítulo anterior es una de las actrices protagónicas para semejante motivación. Son muchas menos las veces que nos vinculamos para satisfacer un interés económico, y muchas más las que nos vinculamos porque deseamos, justamente, vincularnos. Para explicarlo de una manera medio paradójica: todos tenemos el mismo interés de relacionarnos, y ser muy egoístas en este objetivo termina por beneficiarnos colectivamente.
La forma en que nos relacionamos no es anónima. Situación tras situación, la otra persona tiene relevancia. Cada interacción es fuente de emociones sociales. Las personas pueden detonar nuestras experiencias emocionales más positivas, pero también las más feas.
No te daré la oportunidad de rechazarme
Los periodistas lo hicieron conocido como “el laboratorio del amor”. Es donde atiende John Gottman, un psicólogo de la Universidad de Washington que desde la década de los ochenta trata a más de tres mil matrimonios. Pero, ¿por qué laboratorio?, ¿hay algo más que terapia ahí dentro? Sí, hay matemática. Gottman es muy particular, porque además de su título en psicología, tiene un diploma en matemática del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), y mezcla ambas disciplinas de manera original. Se encarga de recopilar información emocional detallada de las parejas que acuden a él. Les mide con electrodos la frecuencia cardíaca, y con otros dispositivos la temperatura de la piel y la cantidad de sudor.
Debajo de las sillas pone un sensor de movimiento que registra el cambio de posición de cada uno, enciende un par de cámaras que filman implacablemente y las deja solas durante quince minutos mientras las parejas discuten un tema puntual.
Gottman desarrolló un sistema de codificación con veinte categorías, que corresponden a las emociones que expresa un matrimonio en el transcurso de una conversación típica. Lo denominó SPAFF (del inglés specific affect, afecto específico). En él, cada categoría emocional lleva un número. Cuando sus colaboradores trabajan sobre los videos filmados, los transcriben segundo por segundo a una secuencia de esos números, según la emoción que esté expresando cada integrante de la pareja. Por ejemplo, 7-7-14-14-10-11-11 significa que en siete segundos uno de ellos pasó de estar enojado a una emoción neutral, luego se puso fugazmente a la defensiva y finalmente empezó a quejarse. Los videos de quince minutos se transforman así en codificaciones de 900 números para cada miembro del matrimonio; un total de 1800 números emparejados (¡faaaaa, qué friolera!). El sistema de Gottman no solo tiene en cuenta lo que las parejas dicen y su tono, sino también sus gestos: se respalda sobre aquel método de Paul Ekman, que explicamos en el capítulo 2, de configuraciones faciales y microexpresiones.
Combinando su SPAFF con las métricas de los sensores, Gottman declaró en 1998 que puede predecir, con una tasa de precisión del 90%, qué parejas recién casadas van a permanecer en matrimonio y cuáles van a divorciarse al cabo de 4 a 6 años. (¡Y por tan solo observarlas esos quince minutos!) Gottman dice que toda relación de pareja tiene un patrón identificable, y es gracias a ese patrón que puede pronosticarse el divorcio o la felicidad a largo plazo. Lo que suele pasar en las parejas que fracasan es que cuando uno de ellos pide reconocimiento, el otro no se lo da. Ni una muestra de apoyo. Eso termina llevando al primero a una permanente actitud defensiva.
Pero el epicentro del terremoto, según este psicólogo matemático, es en realidad el desdén (el famoso “andá a lavar los platos”). Los desprecios son las señales más claras de que una pareja está en peligro, mucho peores que la crítica o la acusación. El desdén es la conducta que hace más daño, puede incluir un insulto, pero no necesariamente, con un gesto desmerecedor alcanza. En general, se trata de
que un miembro de la pareja pone al otro en un plano inferior. Gottman explica que el desdén puede, incluso, predecir enfermedades. El desprecio de alguien cercano resulta tan duro que puede repercutir en nuestro sistema inmunológico.
El rechazo duele, no caben dudas. Admitiendo que todos tenemos necesidad de afiliación, ese dolor cae de maduro. Y dependiendo del valor que el otro tenga en tu vida, te importa muchísimo lo que piense de vos. Quienes estudian unos simios llamados bonobos, como el primatólogo Frans de Waal que presenté en el segundo capítulo, son testigos de que el dolor del rechazo se aprecia incluso en nuestros parientes evolutivos. Cuando una hembra de jerarquía no se deja acicalar por otra de menor rango o no le comparte comida, la segunda puede sufrir tanto que cae vomitando a los pies de su superiora. Tal vez porque el rechazo duele tanto es que nosotros, los seres humanos, preventivamente despreciamos primero, en muchos casos, antes de que nos hagan doler.
Algunos investigadores descubrieron que los médicos que te disgustan y te caen mal no son los que se equivocan al prescribirte recetas o los que no son buenos para curarte, sino más bien los que te tratan sin afecto y de manera despersonalizada. Los mozos que no se ganan tu propina no son los que se mandan alguna macana, se equivocan el plato o traen agua sin gas cuando le habías pedido con gas; son en realidad los que te atienden con desgano, los que no te prestan atención o te tratan mal.
El propio Gottman experimenta el rechazo, porque hay algunos detractores que no aprueban su trabajo. Argumentan que a su estudio de 1998 le faltan bases científicas. Lo que pasa es que, luego de medir meticulosamente las variables de bastantes recién casados, Gottman no los dividió a priori (de antemano) en dos grupos —los que van a seguir juntos frente a los que se van a separar— para chequear seis años después si sus predicciones fueron acertadas. Lo que en realidad hizo fue: medir, esperar seis años, averiguar su estado marital después, y recién a posteriori desarrollar un modelo que relacione las variables antaño registradas con el estado civil posterior, buscando la mayor tasa de precisión posible. Así, Gottman obtuvo una ecuación que no exactamente predice el futuro, sino que correlaciona los datos ya conocidos de la manera más fuerte posible.
Por supuesto que desarrollar semejantes fórmulas es un primer paso muy valioso para poder encontrar un modelo predictivo. Pero según los objetores, está faltando el segundo paso esencial en el método científico: aplicar la ecuación a una muestra nueva para verificar si realmente funciona. Ahí es que verdaderamente podrá conocerse si la “tasa de precisión del 90%” arroja falsos positivos (matrimonios que según la fórmula se iban a separar, pero que en realidad finalmente no lo hacen) o falsos negativos (matrimonios que la fórmula no identificó, pero que finalmente se divorciaron sin vivir felices ni comer perdices).
De cualquier forma, Gottman, sin duda, hizo enormes contribuciones al estudio de las parejas en base a su manera emocional de relacionarse. No se limitó mediante un cuestionario a preguntarles a las personas cómo pelean o resuelven sus rencillas (métodos como los cuestionarios dejan mucho que desear, ya que las respuestas pueden distorsionarse enormemente o, peor aún —y a sabiendas de que nuestros procesos emocionales involucran pasos fuera de la consciencia—, las personas puede no saber a ciencia cierta qué les está pasando). En lugar de eso, Gottman analizó a las parejas en acción, literalmente. Incluso llegó a escribir un libro, junto con sus colaboradores, llamado Las matemáticas del matrimonio. ¿Cómo le caerá que los objetores lo cuestionen en su método? Podés predecir —no sé si con un 90%, pero igual— que el rechazo seguramente no le gusta nada.
De hecho, la ciencia está hecha por personas, y muchas disputas científicas suceden por desprecios y descalificaciones en vez de suceder por la precisión de los modelos que cada uno emplea. A veces, algunos científicos intentan ridiculizar a otros y dañar su reputación. Desdén, diría Gottman.
Sí, en el dolor del desprecio encontramos un patrón de relacionamiento social, pero… todavía no te respondí por qué duele ser rechazados. ¿Qué circuito llevamos por dentro que detona semejante respuesta emocional? Véalo a continuación por CCA (no, no es un canal de cable sino la Corteza Cingulada Anterior).
No hay mayor fiera que el que ingrato sea
La cosa es así: te asignan un muñequito en un videojuego muy simple, que solo se trata de pasarse una pelota entre tres. No hay complejidad, ni puntos para ganar, ni habilidades que desarrollar, porque lo único que hay que hacer es decidir si le pasás la pelota a uno o al otro. Vos sos el de abajo al medio.