Sobre la Moral y la Injusticia
Mucha predisposición para los vínculos, mucha apertura para la afiliación, bla bla bla, pero tampoco es cuestión de que aceptemos una relación a cualquier precio. Los actos de los demás a veces nos resultan inapropiados y no nos gustan nada. Así que, ya que no somos carmelitas descalzas, nos viene bronca y se lo hacemos saber. ¿Pero cómo es que funciona esta experiencia interna de me molesta- cuando-el-otro-hace-algo-mal? Y ya que viene al caso, ¿qué significa ‘mal’?, ¿quién lo define? Como te conté en el capítulo 3, las personas tenemos muchas oportunidades para relacionarnos una y otra vez, por eso la evolución encontró en las emociones el soporte ideal para promover la cooperación. De hecho, la evolución encontró una manera infalible para que identifiquemos cuándo el otro está haciendo algo que no suma al bienestar de todos: la sensación de injusticia.
Sí, damas y caballeros, así es. Razonar no es la única forma de definir qué es justo y qué no: la noción de injusticia parece estar sustentada en una emoción universal. En una sensación inconfundible de fastidio ante el ventajismo. Te pone de mal humor por naturaleza que abusen de tu buena fe (que “se aprovechen de tu nobleza”, como decía el Chapulín Colorado). Mediante varios experimentos en personas y animales, la ciencia está aportando pruebas de que la moral tiene fundamentos emocionales. “No hagas lo que no te gusta que te hagan” no es una inspiración solo racional.
Una prueba de fuego es el Juego del ultimátum. Si en condiciones normales nuestras emociones funcionan así porque hay innumerables oportunidades de interactuar, habría que ver qué sucede cuando solo tenemos una chance. El propósito de este juego, precisamente, es limitar el relacionamiento a una sola vez entre personas completamente desconocidas. El asunto es como sigue: hay solo dos participantes. Uno es el oferente, que recibe una suma de dinero (100 pesos, por ejemplo) de parte de los coordinadores del experimento. Las reglas dicen que el oferente debe repartir este dinero —dividiéndolo como quiera— con el segundo participante, el receptor. Este otro jugador puede tomar el monto ofrecido y así cada uno se va con su parte; pero también puede optar por dejarlo. En este último caso, si lo deja, ambos terminan sin nada: cero pesos. Cualquiera sea la elección del receptor, tomarlo o dejarlo, ahí se acaba el juego (game over).
Suponiendo teóricamente que las personas fueran del tipo homo economicus, frías y calculadoras, el oferente intentaría siempre quedarse con casi todo, mientras que el receptor aceptaría cualquier migaja que le dejasen. En los verdaderos experimentos, sin embargo, el oferente tiende a dividir el monto a la mitad (50/50) o casi (60 pesos para mí y 40 para vos); y el receptor no se conforma si recibe menos
que eso (aunque rechazar un 70/30, por ejemplo, deje sin nada a ambos). Aún en una sola interacción y entre perfectos extraños, la gente prefiere quedarse sin nada con tal de que el tacaño “tenga su merecido”. La gente sacrifica un beneficio propio a cambio de no ser menospreciada. Esto tendría sentido ‘racional’ si se jugaran varias rondas y el oferente tuviera nuevas oportunidades, ya que aprendería a contribuir gracias a la actitud del receptor. Pero sucede igual cuando es por única vez.
Es que, en realidad, la emoción domina nuestra toma de decisiones. Nos da bronca la injusticia. Otro factor esencial de la naturaleza humana que no puede ignorarse. Cuando una propuesta es muy tacaña, el receptor se enoja instintivamente. Este tipo de reacción es tan básica que resulta recontra predecible.
La gente puede anticipar semejante enojo, y por eso es que los oferentes hacen de antemano una división lo suficientemente generosa para que se acepte (la mayoría de las veces no suelen pasarse de un 60/40, y si se atreven a una desproporción abismal —como 90/10— pocos son los que aceptan). Miremos justamente qué es lo que sucede en una variante del juego anterior, llamada el Juego del dictador. En esta otra versión, el receptor debe aceptar la repartija sin chistar, le toque lo que le toque. Como el oferente no tiene de qué preocuparse (puede repartir lo que quiera, que no tendrá represalias y saldrá impune) la división desproporcionada es más habitual.
Saliendo del juego y pasando a la vida cotidiana, es fácil ver que en cualquier interacción social, la experiencia interna (a) de disgusto de un receptor es la que lo lleva a comportarse (b) de manera que le quede claro al oferente que “así no, señorito… Lo que usté hizo no está bien”. Los economistas austríacos Ernst Fehr y Simon Gächter proponen que esta experiencia interna (a) a la larga estimula más aún la cooperación en los seres humanos, porque el comportamiento (b) que genera es el de bancarse un costo personal para que el otro corrija su actitud. Fehr y Gächter llaman castigo altruista a esta conducta. Como cuando un amiguito protesta si otro se lleva todos los caramelos, y a continuación se niega a seguir jugando con él (por más que por dentro se muera de ganas). Se terminó la diversión para ambos, pero el otro ve claramente lo que hizo mal. O cuando uno de los dos en una pareja se enojó, se empacó, y listo. ¡Hoy al cine no vamos!
La noción de lo equitativo aparentemente está “cableada” en nuestro cerebro.
Esta afirmación sería más contundente todavía si pudiéramos hacer pruebas como las del ultimátum con antepasados, ¿no? Bueno, risas aparte, se hicieron cosas parecidas. En un experimento se pusieron dos chimpancés en jaulas, una al lado de la otra, y se los empezó a alimentar. A ambos se les daba comida aburrida, como un ramillete de hojas, y bue… tenían que comerlo. Pero de repente al segundo le empiezan a dar un manjar, un racimo de uvas de primera. Es ahí cuando el primero refunfuña y deja de aceptar las hojas. Lo más parecido a una huelga de hambre.
Experimento con chimpancés en el que participó nuestro primatólogo estrella (Frans de Waal). El primero rechaza el alimento. Los autores interpretan que así sucede porque lo asume injusto.
En otro experimento, también con chimpancés y en dos jaulas, se les puso una mesita con galletitas cerca. Pero para poder alcanzarla tenían que colaborar entre los dos, tirando cada uno de una cuerda. La mesita era pesada a propósito, así que debían hacer un cierto esfuerzo. Los animales se las ingeniaron igual. El truco del experimento es que, una vez que la mesa queda al lado de las jaulas, uno
de los dos chimpancés se da cuenta de que él solo puede alcanzar una galletita, mientras el otro accede a seis. Como el chimpancé de la abundancia no comparte nada, después de ayudar un par de veces el que siempre sale perdiendo se niega a seguir esforzándose.
Evidentemente, lo que está mal es la inequidad: “¿Por qué me tiene que tocar a mí esta miseria si a vos te toca todo eso?” no solamente se nos cruza por la cabeza a las personas, sino también a otros primates. Llevamos la comparación incorporada. Y no solo como un mecanismo cognitivo y calculador, para contar plata o galletitas, sino también como un mecanismo de relacionamiento social, que genera sus buenas emociones.
¿Felicidad comparativa?
Si ¿qué procesos hacen a cada emoción? era una pregunta más fructífera que
simplemente cuestionarnos qué es una emoción, así al tuntún genérico, entonces
con la felicidad debería pasar lo mismo. En vez de preguntarnos “¿qué es la
felicidad?” convendría estar revolviendo el cajón de nuestros mecanismos internos
para ver cuáles de ellos contribuyen a la felicidad. Aparentemente, la comparación
es uno de ellos.
El premio Nobel en economía Daniel Kahneman y su colaborador Amos Tversky nos dan un buen ejemplo tomado de la vida cotidiana. Cuando a fin de mes vas a buscar tu recibo de sueldo y ves que te aumentaron un 10% sin que lo esperaras, te ponés alegre. Capaz que hasta llamás a algún que otro familiar para contarle la buena noticia; pero si un rato después te enterás que a todos los demás les tocó un 20%, la alegría se te esfuma en un segundo. No, no te equivoques. No es el dinero lo que sube o baja tu nivel de felicidad. Acá hay algo más profundo.
Hace muchos años, cuando en la Argentina nacía Mario Kempes y Juan Manuel Fangio se mandaba otro de sus récords de velocidad, allá en Nueva York el psicólogo social Leon Festinger formulaba su teoría de la comparación social. Esta eminencia con nombre de felino explicaba que los mecanismos de comparación social actúan respecto de cualquier cualidad que podamos tener en común con otra gente: gordos, flacos, ricos, pobres, reconocidos, jóvenes, viejos… Pero particularmente, las personas preferimos compararnos con otras que sean similares y que estén a nuestro alcance. Por ejemplo: dentro de la propia categoría social, o en una edad parecida, o de la misma profesión. Perdemos dimensión de lo que no pertenece a nuestro círculo.
Con seguridad, esa es la razón por la que no sufrís al saber que algunos agraciados multimillonarios viven en Mónaco, pero te pone mal que otro hijo de vecino en la oficina de al lado se lleve el doble de sueldo que vos por hacer lo mismo. Con algunas chicas pasa algo semejante: no se amargan por reconocer que no tienen el cuerpo de una de esas famosas voluptuosas, sino que se entristecen cuando la compañera del gimnasio se ve un poco más atractiva que ellas.
Puede ser que la infelicidad surja cuando apreciamos una brecha, gracias a las comparaciones (intencionales o no) que nuestra mente hace permanentemente.
Emociones sociales complejas como la vergüenza y la envidia también estarían fundamentadas en este mecanismo.
¿Será por las emociones que emanan de esta comparación social que a veces nos conformamos con lo que nos tocó vivir, mientras haya otros en las mismas condiciones? “Mal de muchos, consuelo…” de humanos, debería terminar el dicho.
Porque como sociedad, a veces nos resignamos a que las cosas no mejoren, ya que lo que nos rodea anda en la misma.
Necesito mi espacio
Otra cosa que medimos muy bien es el espacio personal, y nos molesta
cuando lo invaden. Por eso te fastidia tanto viajar en subtes, colectivos o trenes
repletos. Vivimos en ciudades superpobladas como nunca antes se dio en el
entorno natural, y nos encontramos con demasiados extraños por día. Uno tiene
que ingeniárselas para conservar el propio espacio en lugares públicos. Mirá lo que
pasa en los ascensores, por ejemplo (próxima imagen). Los psicólogos sociales
descubrieron que la gente se para según reglas no explícitas, que ni siquiera son
conscientes pero que funcionan la mayoría de las veces.
Aparentemente, esta necesidad por el espacio personal, y la incomodidad
que viene cuando se invade, se arrastran desde tiempos inmemoriales. La mayoría
de los animales mantienen una distancia entre sí más o menos precisa y
característica de su especie, que los biólogos sociales denominan distancia
individual. Si los experimentadores ponen a varios animales todos juntos para una
prueba, rápidamente se esparcen por el ambiente que tengan disponible hasta alcanzar su distancia individual. Cuando se fuerza a los monos Rhesus a la proximidad anormal de una jaula, después pasan largas horas escondiéndose el uno del otro atrás de cualquier objeto que encuentren, o incluso mirando al suelo para evitar el contacto visual.
Una persona viajando tranquila en un ascensor se ubica donde quiere, probablemente en el centro. Cuando se sube una segunda, los dos se paran a una máxima distancia diagonal. Al entrar un tercero, tratan de mantener un triángulo virtual entre sí. Y así sucesivamente. Las parejas, amigos o familias que se suben juntos, ocupan apelotonaditos una de esas posiciones marcadas.
Es posible que la capacidad de abstracción de nuestra mente humana nos lleve a formar una versión invisible de semejante distancia individual. Todos ansiamos tanto conexión como libertad. Un delicado equilibrio entre pertenencia e individualidad. Queremos construir relaciones y al mismo tiempo mantener cierta distancia de las exigencias que esas mismas relaciones imponen. Un joven antropólogo de la Universidad de Kansas llamado Michael Wesch, que investiga los efectos de los nuevos medios de comunicación sobre las interacciones humanas, sugiere que otra razón del éxito de las redes sociales es que justamente conectan sin la restricción de comprometer.
¡Ay, el aluvión de opiniones a favor y en contra que va a surgir! Qué complicado es investigar el plano social de las emociones… Surgen discusiones cuando los descubrimientos de cómo realmente somos no coinciden con cómo nos gustaría ser. Mejor pasemos a algo más inocente. En el capítulo siguiente vas a volver a ser chico por un rato.
Anexo: último test emocional para hacerle a tus amigos
Emoróscopo de las emociones comparativas
En desacuerdo
(NO
pienso así)
1 punto
De acuerdo
(así es como pienso y siento)
4 puntos
(a) No corresponde que un colega en mi trabajo que hace exactamente lo mismo que yo cobre mucho más. (b) Es habitual que me mire en el reflejo de las vidrieras mientras voy caminando por la calle. (c) Antes de ir a un evento (fiesta de disfraces, casamiento, cena de trabajo) averiguo cómo van a ir vestidos los demás para no desentonar. No me gusta que todos me miren y pasar vergüenza. (d) Me indigna la injusticia: ver que hay criminales que salen impunes, o accidentes gratuitos que podrían haber sido evitados. (e) No me banco que en mi equipo haya preferidos. (f) Cuando estoy en una mala situación me consuela saber que no soy el único que está así. (g) Si siempre fui honesto con mi pareja, merezco que me trate bien y me diga la verdad. (h) Me pone re contento que mi cuadro (o mi país) gane. Me alegra el día.
De 23 a 32 puntos
Muchas de estas afirmaciones deben de haberte sonado a sentido común.
Especialmente a, d, g y h. Es que, efectivamente, los mecanismos de comparación sustentan innumerables experiencias emocionales de nuestra vida en sociedad. Y, consecuentemente, generan un cierto patrón en la forma que nos relacionamos. Por ejemplo, en cómo se calculan los sueldos en las empresas, en cómo se agrupan los trabajadores, en cómo se regulan las leyes, y en cómo se juegan competencias. Las situaciones que no son equitativas te resultan fuentes de emociones muy negativas, y más si sos vos el afectado.
20 puntos o menos
Una posibilidad es que seas capaz de distanciarte de las situaciones y adoptar la perspectiva de todas las partes, especulando cuáles pueden haber sido sus razones para actuar así.
De todos modos, es más probable que un par de afirmaciones te hayan parecido osadas, como la b y la f. Tené en cuenta que es perfectamente normal que sucedan. Algunas personas no querrían reconocer que internamente tienen ciertas experiencias emocionales. Pero vale la pena prestar atención a lo que sentís, para conocerte más. Si creés que las comparaciones son odiosas es porque precisamente te generan emociones y motivaciones que preferís evitar. Las emociones comparativas no son necesariamente malas: estimulan que uno pueda superarse si se advierte diferente a los demás o en inferioridad de condiciones, y nos ayudan a mantener la armonía en sociedad (como la vergüenza, que si funciona bien nos lleva a reconocer una situación inconveniente para uno). Por supuesto sí son malas cuando se provocan con mala intención, como cuando se pone a otro en una situación inferior con un insulto (“no servís para nada”), o se abusa de los estándares sociales (ejemplo, la exigencia de estar delgado y “sos una gorda”).