Creciendo con Emociones
Siguiendo la mirada de mamá
Este dato ya te dice todo: el cerebro de un bebé recién nacido pesa más o menos unos 400 gramos, pero crece tan rápidamente que al terminar el primer año ya alcanza el kilo. ¿Pensabas que un bebito tiene la vida fácil; solo es cuestión de comer, dormir y hacer algún que otro provechito? Nada que ver. En los primeros dieciocho meses las conexiones entre sus neuronas experimentan un enorme crecimiento. ¿Tenés idea de la cantidad de aprendizaje que un bebé adquiere en ese período? Tremenda. Buena parte de ese aprendizaje es emocional. Por ejemplo, aumentan enormemente los enlaces entre la corteza cerebral y las áreas más profundas, como el sistema límbico. Así es como el bebé empieza a tener una afectividad inteligente. Es decir, no es que el bebé aprende a sentir una emoción, como el miedo, sino que en realidad aprende cuándo, dónde y a qué sentir la emoción que ya trae preparada en su biología.
A partir de los dos meses de vida, la sonrisa deja de ser una expresión automática (que se mantiene incluso al dormir), y pasa a hacerse social. El bebé comienza a dirigirla a personas concretas. Más o menos por la misma etapa, los ojos de su mamá (o de quien sea que lo esté cuidando) se convierten en el centro de atención. Cuando aparece algo nuevo delante de su vista, el gordito mira a su
madre para ver cuál es su expresión. Si la mamá sonríe, se anima a investigar el objeto o a explorar el ambiente; pero si el adulto saca a relucir preocupación, busca su protección.
Los bebés usan las informaciones emocionales que pueden darle las otras personas que están alrededor. Y adaptan sus conductas en función de esta info.
Como habitualmente es la madre la que está siempre ahí presente, ella se transforma en referencia. Es un poco como lo que pasaba con los gansos de Konrad Lorenz, ese etólogo que ganó el premio Nobel (en el tercer capítulo te hablé de su amigo Niko Tinbergen). En 1935 Lorenz descubrió que los gansitos recién salidos del cascarón pasaban por un período crítico de unas pocas horas, durante el que se
fijaban cuál era la gansa adulta que se movería alrededor de ellos, a la cual se apegarían para siempre. Lorenz llamó impronta a este reconocimiento instintivo.
Curiosamente, Lorenz se dio cuenta de que cualquier cosa que se moviera de forma parecida a un ganso adulto era objeto de fijación para las crías (y, para colmo, tenía un efecto irreversible). Así que se hizo el ganso (nunca mejor dicho) y probó a ver si pasaba con él… Efectivamente, allá iba “mamá-Lorenz” con la fila de gansitos detrás.
Nuestro aprendizaje emocional es mucho más sutil y complejo que la simple impronta fija del patito feo. Pero el paralelo permite entender mejor lo que nos sucede. Los niños interpretan la expresión facial del adulto como un comentario acerca del mundo que están descubriendo, porque más adelante van a tener que correr el riesgo por su propia cuenta.
Desde los doce meses en adelante hay tal sincronización entre las miradas de la madre y de su bebé que un reconocido psicólogo del desarrollo, Jerome Bruner, llegó a utilizar la expresión realidad visual compartida para referirse a esta comunión.
En un experimento, se pusieron a unos bebés de un año al borde de un precipicio, a ver si se animaban a caminar más allá. ¡Quedate tranqui! En realidad, estaban sobre un vidrio a solo treinta centímetros del piso. El vidrio era circular, mitad opaco y mitad transparente, como una luna en cuarto creciente. El experimento empezaba con los bebés sentados en el área opaca, mirando a sus mamás. Ellas permanecían paradas del lado traslúcido y los alentaban a que se acercaran.
Cuando el bebé llegaba al supuesto borde (donde el vidrio dejaba de ser opaco), las mamás debían poner cara de alegría o miedo. Los resultados mostraron que si la mamá exhibía alegría, el 74% de los chicos se animaba a seguir gateando más allá del límite, pero ninguno se arriesgaba si veía que su mamá expresaba miedo.
Los niños aprenden cómo sentir, cuánto sentir, y si hay algo que sentir sobre el entorno gracias a los cambios de humor que induce el adulto con sus expresiones. Ojalá que saber esto te ayude a evitar hablar a los gritos en el coche cuando estás manejando con bebé a bordo. Los niños pueden mamar de chiquitos estas reacciones emocionales y asumir que son apropiadas para ese ámbito. ¡Así no vamos a mejorar el tránsito ni siquiera en las próximas generaciones!
El propio funcionamiento de las emociones se desarrolla gradualmente a medida que crecemos, como si fuera un ensamblado de ladrillitos plásticos, de a poquito, hasta que de repente toma forma. Por ejemplo, hasta los cinco años, los chicos no mencionan todavía ningún sentimiento de orgullo. Recién a partir de los seis hablan de él, pero solo si sus padres estuvieron presentes. Dicen cosas como “papá va a estar orgulloso de mí si aprendo a escribir bien”, pero no se atribuyen esa emoción compleja a ellos mismos. Hay que esperar hasta los ocho años aproximadamente para ver cómo los chicos empiezan a sentirse orgullosos (o por el contrario avergonzados) de sí mismos, sin que haya público alrededor. Se podría decir que incorporan el juicio ajeno, el condicionamiento social. Algo esencial para la maduración de las emociones sociales.
¿Por qué nos gustan los peluchitos?
Por supuesto que en el experimento del precipicio simulado, a los bebés se los trató muy bien y estuvieron seguros. No había pasado lo mismo, lamentablemente, con las crías de mono que tomo Harry Harlow a finales de la década de 1950.
Como vimos al comienzo del libro, en aquellas épocas imperaba el Conductismo. Su visión científica promovía un estilo de crianza frío. Había pediatras que aconsejaban amamantar según un horario muy rígido. Incluso el viejo y querido John B. Watson recomendaba no darles a los chicos el besito de las buenas noches, sino “hacerles una leve inclinación y estrecharles la mano antes de apagar la luz”. (No, no te estoy cargando; es en serio). Fue entonces que apareció el psicólogo norteamericano Harry Harlow y echó toda esa estupidez a la basura, demostrando que el contacto físico es crucial para el crecimiento y el desarrollo emocional.
Todo empezó cuando Harlow planeaba hacer unos experimentos para medir la inteligencia de unos monitos Rhesus, y los separó de su mamá mona. Las crías aisladas desarrollaban vínculos afectivos con las toallas de felpa que cubrían el piso de las jaulas. Si los investigadores se las querían sacar, las crías se mandaban unos berrinches que no eran ninguna monada; igual que un chico humano con su osito de peluche. Los macaquitos dormían sobre las toallitas y las agarraban con todas sus fuerzas. Una especie de relación parasocial a todo trapo. ¿Por qué se encariñaban así con la felpa? Se suponía hasta ese momento que el apego era tan solo una respuesta mecanicista a quien nos alimenta…
Entonces Harlow seleccionó a un grupo de monitos recién nacidos y puso a cada uno en una jaula solitaria. En cada jaula, además, Harlow metió dos muñecas grandes a las que llamó madres de sustitución. Una de las madres era de alambre: un tubo hecho de malla metálica fría, con una única teta de acero por donde largaba leche de mona. La otra madre era peludita: un cuerpo mullido y suave, hecho de
felpa y con carita sonriente, pero sin nada para alimentar. Fue cuestión de unos pocos días nomás, y ya las crías se agarraban de la muñeca de felpa prácticamente todo el tiempo. Se pasaban horas y horas acurrucadas sobre su cuerpo de tela blandita y la mordían suavemente, pero como no daba leche, cuando tenían hambre se bajaban rápido, iban a la madre amamantadora metálica, tomaban su
ración y corrían otra vez a refugiarse en la peluchita. ¿Cómo saber si no era simple comodidad? Bueno, cuando andaban desprevenidas por la jaula, a las crías se las asustaba a propósito. Entonces saltaban desesperadas a buscar protección en la
mamá peluda.
Harlow no se sorprendió al ver que el contacto era importante para los ‘cachorros’ de mono. Lo que le resultó impactante fue que era abismal la diferencia entre el tiempo que pasaban arriba de la madre de peluche y el que le dedicaban a la alambrada. Tanto así que a Harlow se le llegó a ocurrir que amamantar podría no ser un fin en sí mismo. Tal vez amamantar, para simios y personas, escondía en
realidad un propósito incluso más profundo: asegurar el contacto físico íntimo de un bebé con su mamá.
Los monitos aislados de Harry Harlow buscaban a toda costa el contacto agradable de la mamá sustituta de toalla. A la izquierda, la fría versión de alambre mallado.
Harlow plantó en la ciencia la idea de que el amor nace del contacto, no del sabor o del hambre. De hecho, gracias a él surgió toda una corriente de científicos dedicados a estudiarlo. Algunos podrán decir que ya sabíamos esto intuitivamente, y que lo único que hizo Harlow fue confirmarlo a costa del sufrimiento de muchos monos puestos en el rol de huérfanos. Tristemente, puede ser verdad (porque
además, esa privación de afecto hizo que más tarde esos mismos monos —ya adultos— resultaran tremendamente antisociales). Los defensores de los derechos de los animales dicen que Harlow no fue más que un sádico. Sin embargo, lo paradójico del asunto es que los descubrimientos de Harlow contribuyeron a cambiar el enfoque en los orfanatos y centros de asistencia social —lugares donde la ciencia se implementa en lo cotidiano—. Desde entonces se sabe que no alcanza con darle a un nene la mamadera: los chicos necesitan que los acurruquen, que jueguen con ellos, que les sonrían y los traten bien, que los abracen y los agarren de la mano. Aunque sea difícil de creer, gracias a la crueldad de Harlow se humanizó la implementación de la ciencia en la salud. ¡Juira a todo el acartonamiento
conductista helado! Lo irónico, claro, es que hizo falta su trabajo pionero para poner en evidencia la propia inmoralidad de semejantes prácticas de aislamiento.
Parece contradictorio, pero Harry Harlow fue uno de los primeros que se atrevió a hablar de amor, término prohibido en la ciencia de aquel entonces. El carácter de Harlow fue bastante misterioso… Una especie de ying y yang en un mismo combo, despertando, justamente, amor y odio a su alrededor. Capaz que para él, la única manera de valorar el cariño era destripándolo. Cuenta la historia que un día estaba dando una conferencia, y cada vez que mencionaba la palabra “amor” un científico de la audiencia lo interrumpía para preguntarle si en realidad no quería decir “proximidad”. Hasta que Harlow se cansó y le dijo: “Es posible que la proximidad sea lo único que usted conoce del amor. Por mi parte, doy gracias a Dios por no haber sufrido tal privación”.
Efecto para crecer
Las pruebas de Harlow demostraron los fundamentos del apego. Los chicos no quieren a sus mamás porque ellas “equilibran su alimentación”, por decirlo a lo conductista. Las quieren porque el contacto mutuo se siente fenomenal. Por la misma época en que Harlow metía a sus monitos en jaulas con madres falsas, el psiquiatra británico John Bowlby, apasionado por el desarrollo infantil, construía
su teoría del apego.
La teoría del apego de Bowlby tiene muchas aristas y es bastante compleja.
Pero hay algo que acá vale la pena destacar de ella. Bowlby siguió a muchos chicos durante su crecimiento y verificó que aquellos gravemente privados de afecto no se desarrollan bien. A la larga se sienten inseguros y se ven a sí mismos como incapaces de merecer atención y cuidado. Por el contrario, los chicos que disfrutaron de un apego saludable con sus padres, de cariño y protección, más
tarde asumen que las relaciones humanas son placenteras. Se consideran dignos de aprecio y de respeto, y en general confían en las personas con quienes se vinculan.
La seguridad básica de cualquier persona chiquita parece fundarse en la certeza de ser querida. Existe en el idioma japonés una palabra emocional que no conocemos ni en castellano ni en otras lenguas latinas: amaeru. No tiene traducción exacta, pero significa algo así como “necesitar ser protegido y amado; depender del afecto del otro y contar con su asistencia; sentir deseo de ser querido”. Cuando un
alumno busca que su maestro lo conduzca, por ejemplo, o cuando un miembro de la pareja busca que el otro lo cuide y lo consienta, puede decirse que están en una actitud de amaeru. Es obvio que el prototipo de este sentimiento es la relación de un chiquito con sus padres.
Cuando ese amaeru no encuentra respuesta, cuando la privación emocional es extrema, los chicos pueden sufrir tal estrés que en algunos casos presentan problemas de crecimiento. Literalmente. En terminología médica, este desorden se llama enanismo psicosocial. Existen casos documentados, como el que voy a mostrarte ahora, en donde se aprecia claramente el impacto del apego y del cariño
en el desarrollo.
En este estudio realizado en el año 1977, de un profesional de apellido Saenger y sus colegas, puede apreciarse cómo el cariño y el contacto promueven el crecimiento (y también cómo su falta lo inhibe).
A un chico de siete años, sin cuidado de padres y con tremendos problemas familiares, se le detectó enanismo psicosocial. Para intentar que se desarrollara lo mejor posible, se lo internó en un hospital. Como parte de los procedimientos de monitoreo, le fueron midiendo cuánto crecía (en centímetros cada veinte días) y también la concentración de la hormona del crecimiento (en nanogramos por mililitro de sangre —un nanogramo es la millonésima parte de un miligramo—). Le asignaron una enfermera especial, muy amorosa, que pasaba mucho tiempo con él. Varios días después el chico le agarró cariño a esa enfermera. Hete aquí que en el medio del tratamiento, ella tuvo que tomarse sus vacaciones por tres semanas.
Observá en el gráfico cómo los indicadores del crecimiento, que venían bien, caen en picada cuando la enfermera preferida no está. Caen prácticamente a los valores iniciales. Y eso que el nivel de alimentación se mantuvo siempre igual.
Lo impresionante del caso es que, al regresar la enfermera, la emoción del chico fue tal que su crecimiento volvió a dispararse. Jamás se le inyectaron hormonas sintéticas ni nada de eso. Simplemente, su apego con ella lo ponía saludable. In-cre-(¡todos juntos!)-íble. De película. No hay evidencia más clara de que nuestras emociones repercuten en todas las células de nuestro organismo. En
un cuerpo en pleno desarrollo resulta absolutamente explícito.
Al ser las emociones programas afectivos, donde mayor cuidado debemos tener es precisamente en los chicos. Son sus programitas los que merecen especial atención. Hace muchos años había una publicidad por la tele que hacía tomar conciencia de los peligros que representan los fuegos artificiales. ¿La recordás?
Insistía dramáticamente: “Un niño quemado es un hombre quemado para toda la vida”. De a poquito, la ciencia está aportando una visión más amplia sobre la experiencia humana, que no se limita solo a lo físico. Estamos en condiciones de decir también “Un niño mal-emocionado corre riesgo de ser un adulto malemocionado para toda la vida”.
La batalla de la cuchara
Otro programita emocional que se nos enciende desde temprano arranca en el primer año de vida. Así que volvé a tus doce meses y evocá otra escena típica: mamá haciéndote el avioncito con la cuchara llena de puré de manzana. Todos los días te re divertís, hasta que de repente tu actitud cambia. Ya no te dejás alimentar más tan fácilmente. Se te despertó algo adentro. Le querés sacar la cuchara a mamá y arreglártelas por tu propia cuenta. “¡Ay! Ya quiere manejar la cuchara… ¡Algún día conseguirá un gran título universitario!” es lo que seguramente piensa mamá.
En el fondo, no está tan equivocada, esa idea no es tan traída de los pelos, porque los especialistas en psicología infantil nos cuentan que, justamente, desde tan temprana edad ya funciona un programita muy concreto: una motivación interna para poder realizar cosas. Para poder ver resultados de lo que uno mismo hace. ¡El principio de todo logro que concretes en la vida!
Uno de esos especialistas, David M. Levy, llamó batalla de la cuchara a este primer episodio de autonomía, responsabilidad y autorrealización. Te obsesionás con agarrar la cuchara y alimentarte por vos, pero no porque así vayas a comer más (claramente, terminás haciendo flor de enchastre y dejás el puré de manzana por toda la cocina), sino porque te hace sentir eficaz. Esta búsqueda de eficacia te incentiva de tal forma que pronto la cuchara te queda chica. Empezás a plantearte nuevos desafíos: llevás objetos de un lado al otro, llenás y vaciás (volcás) vasos y botellas, destrozás lo que esté a tu alcance y después intentás volver a armarlo.
La necesidad de autocontrolarnos, de modificar el entorno y de generar un impacto en nuestro ambiente es algo típico de nuestra humanidad. Y las emociones que surgen de esta necesidad son inconfundibles: o bien nos sentimos realizados, contentos por alcanzar una meta, orgullosos de nosotros mismos; o bien nos frustramos, nos sentimos inútiles y nos desmotivamos seriamente.
La sensación de eficacia que buscamos desde tan chiquitos no solo involucra ejercer impacto sobre las cosas, sino también sobre los demás. Chillamos lo más alto posible o hacemos un ruido insoportable con las cacerolas, y después vemos cómo reaccionan los adultos. Otro de los especialistas en psicología infantil, la inglesa Judy Dunn, comprobó que a partir de los dieciocho meses los chicos molestan a sus mamás de manera absolutamente intencional. Les resulta placentero engañarlas y tantear hasta dónde pueden llegar con las reglas. El
inevitable “Ah, ¿no puedo? ¡Entonces quiero!”. Nuevamente, esta es otra manera de anticiparse al sentimiento de la madre para después verificar su reacción. De esta forma los chicos aprenden sobre respuestas emocionales y sobre reglas sociales.
Así como influimos en mamá, queremos influir en otras personas. Esa búsqueda de eficacia también pone foco en modificar las intenciones de los demás.
Si no, ¿cómo haríamos más adelante para convencer, para seducir, para negociar?
De adultos, queremos que valoren nuestros logros tanto como cuando éramos chicos. Al principio era “Papá, ¡mirá qué lindo dibujito que hice!”. Más tarde será cuestión de buscar el reconocimiento social en la actividad que estés emprendiendo. Capaz que aquel título universitario, tal vez alguna mención en el trabajo, o por ahí un premio en una competición.
Esta motivación de logro nos resulta tan importante que pareciera ser otro de los ingredientes de la felicidad. A lo largo de nuestras vidas nos condicionamos muchas veces de la siguiente manera: “Seré feliz cuando consiga un/a novio/a”,
“Voy a estar alegre recién cuando me reciba”, “…cuando termine la mudanza” o ese estilo de cosas. Así, como debemos aprender a manejar nuestros miedos y nuestros enojos, también tenemos que aprender a manejar estos condicionamientos autoimpuestos. ¿Por qué no hallar la felicidad en el camino mismo en vez de solo en la meta?