El Dolor Primal: El Gran Secreto Oculto
LA NATURALEZA DEL DOLOR EMOCIONAL
Cuando las necesidades de un niño permanecen insatisfechas se transforman en dolor. El dolor es algo que solemos asociar con un origen físico; un dolor de muelas nos es familiar, también lo es el causado por una herida corporal o por un
desorden orgánico interno. El dolor que experimentamos cuando no nos sentimos amados es tan real, como el dolor corporal. Cuando las necesidades emocionales permanecen insatisfechas se convierten en sensaciones reales de un profundo malestar corporal, ansiedad, depresión, dolor de cabeza, de estómago, en fin, de un temor fuera de foco. La insatisfacción de las necesidades es una amenaza a la integridad del sistema; se transforma en dolor porque éste nos alerta de las amenazas que nos produce esa privación.
Cuando no se resuelven las necesidades de amor, afecto y de seguridad de un niño, el dolor del sistema total se moviliza y trata de actuar para protegernos de las necesidades insatisfechas. El niño es orillado a buscar la satisfacción de sus necesidades de cualquier manera, y si no lo logra, las fuerzas represivas sofocarán la necesidad.
La falta de satisfacción amenaza a la supervivencia. El dolor no es más que la advertencia de una amenaza y un aviso de lo que hace falta. Nos lleva a conseguir lo que necesitamos y que finalmente permanece reprimido. El poder del dolor es equivalente a la intensidad de la necesidad. Si no logras tener el amor que requieres, una parte de ti mismo se pierde.
Más tarde en la vida, aprendemos a cambiar la satisfacción de una necesidad, ya sea de manera simbólica o sustitutiva. Si un bebé no tiene más alternativa que vivir una continua agonía o callarse (cerrarse), simplemente se reprime. La represión es una respuesta automática al dolor de la privación emocional.
Cuando la amenaza para el bebé consiste en que no se le va a llevar en brazos o a alimentar nunca más, esta experiencia echa a andar una serie de mecanismos químicos. Al final de estos procesos, tiene lugar un cierre absoluto de aquella amenaza y cesa la conciencia de la necesidad. En su lugar empezamos a sustituir la gratificación con otras cosas que simplemente representan a la original: los tranquilizantes, los cigarros, la comida, todos ellos hacen lo que
sólo uno debiera haber hecho: relajarnos.
Los niños necesitan del contacto para desarrollarse apropiadamente. Cuando no lo reciben, su desarrollo se hace más lento y el crecimiento se retrasa. Cuando somos niños tenemos la necesidad de expresar a nuestros padres nuestros
sentimientos reales. Nos lastima cuando ellos son indiferentes y cuando nos castigan, nuestro resentimiento y nuestra rabia nos lastiman todavía más. No podemos seguir siendo nosotros mismos y ser naturales, por tanto, nuestra naturaleza se deforma y eso causa dolor. Si no permites que tu brazo se mueva naturalmente, si lo envuelves en una apretada venda, te lastimará. Si no dejas que tus emociones se expresen en forma natural, lograrás el mismo resultado.
Estas emociones son parte de tu fisiología, así como tu brazo es parte de tu anatomía. Si un niño está hambriento, necesita alimento. La necesidad de expresar nuestros sentimientos es tan fisiológica como el hambre.
Un niño necesita sentirse aceptado por lo que es, cuando no es así se verá forzado a ser algo que realmente no es: un intelectual, un atleta o lo que sea.
Tiene que rediseñarse y eso causa dolor emocional. Todos necesitamos crecer en armonía con nosotros mismos, sentirnos cómodos dentro de nuestra piel.
Sufrimos si nos sentimos incómodos con nuestros sentimientos naturales.
Parece simple la tarea de definir el dolor como: “todo aquello que lastima debe ser dolor”. Pero ¿qué pasa con el dolor emocional que no lastima del mismo modo que cuando nos duele una muela o cuando nos cortarnos un dedo? ¿Cómo
podemos llamarlo? Empleo el término dolor primal para designar al dolor emocional que sucede sin que a veces lo sintamos en el momento en que está ocurriendo. El dolor primal es un dolor que no nos lastima, al menos conscientemente.
El dolor primal no es como un piquete que nos hace gritar ¡ay!, sacudimos los dedos y nos olvidamos de él. El dolor primal es como recibir un piquete tan fuerte que no lo podemos sentir, de modo que ese dolor permanecerá oculto para
siempre.
El dolor primal se está procesando continuamente más allá del nivel de percatación consciente, pero eso no quiere decir que no está ahí haciéndonos daño. Simplemente significa que es demasiado dolor para sentirlo. Describir el dolor reprimido es difícil, a causa de ciertas necesidades emocionales amenazantes. Cuando ese dolor se acerca a la conciencia, puede volver loca a la gente o llevarla al suicidio. Alguien que esté totalmente bloqueado no se puede imaginar la intensidad de ese dolor. Ese dolor es el mismo que en ocasiones sienten los pacientes que están obsesionados con el suicidio y que surge si se
acercan al dolor primal. Prefieren inclinarse a elegir la muerte, con tal de no experimentar esa clase del dolor.
Los dolores más catastróficos son los que nos apabullaban en la etapa más temprana de la vida, por ejemplo, cuando sentimos la inminencia de la muerte durante el nacimiento, o cuando éramos pequeños, el dolor de la desesperanza de ser amados en la infancia. El sistema vital no está diseñado para tolerar dolores de tal magnitud. Sucede lo opuesto, ante el dolor se produce un mecanismo que se parece al de la aplicación de la morfina: la conciencia del dolor se bloquea para que el bebé no muera, o en el caso de un adulto, para que la persona siga viviendo.
El dolor primal siempre trae represión a nuestra vida, y una vez que ésta se echa a andar, depende del nivel o valencia del mismo dolor. Las sustancias parecidas a la morfina, que producimos internamente para reprimir el dolor emocional, pueden ser cientos de veces más poderosas que la morfina producida comercialmente. Cuando Freud escribió sobre la represión, sólo podía especular.
Ahora tenemos un cuadro mucho más claro de cómo trabaja esa represión y en qué parte del cerebro opera tanto dolor, como el que podemos resistir.
El dolor moviliza al sistema como ninguna otra sensación. Descontrola el ritmo del corazón y eleva la presión sanguínea. Un bebé, en medio de su nacimiento, puede resistir un pulso y una presión sanguínea elevados, eso solamente ocurre antes de estar en peligro de morir. La represión cierra esa extrema movilización. Más adelante podremos ver cómo se levantan las puertas de la represión, y entonces el recuerdo exacto se reproduce con el mismo nivel de pulso acelerado y de alza de la presión ocurrida originalmente.
Si nos empezamos a helar, nos duele; si ese dolor es grande, nos obnubilamos y no sentiremos nada. Cuando empezamos a calentarnos y a sentir de nuevo, nos duele una vez más. Ése es el paradigma del dolor emocional, que ha sido reprimido y olvidado, hecho que causa una especie de “nubosidad emocional”. Pero de pronto, ¡comienza nuevamente el dolor¡, igual al que nos dolió en la primera instancia, cuando sentimos el dolor emocional, y nos ocurrirá más tarde, cuando nos permitamos recordar el dolor original.
DOLOR, NECESIDAD Y DESARROLLO NATURAL
La razón por la que nos sentimos lastimados es porque hay una intromisión ajena de algo que bloquea nuestras tendencias naturales. Nuestro sistema se ha deformado al sentirnos frustrados y privados de la cercanía con nuestros padres.
Si reaccionamos con enojo y nos sentimos amenazados por ese mismo enojo, eso es lo que deforma nuestro sistema. Cierto, estamos hechos para ponernos de pie al cumplir un año de edad, pero si unos padres ansiosos nos obligan a pararnos a
los ocho meses, nos podrán lastimar (y hasta deformar las piernas). Con ello el sistema neurológico se verá afectado. Si estábamos programados para ser destetados hasta cumplir un año de edad, pero nos destetaron a la tercera semana de nacidos, se habrá frustrado la satisfacción de una necesidad básica. Si estamos resentidos porque nuestros padres favorecen con su cariño a una hermana o hermano y nos castigan cuando expresamos ese sentimiento: sentimos dolor. No hemos podido ser lo que somos, ni sentir lo que sentimos. “¡Permíteme ser yo!” es el grito que con frecuencia escuchamos en la terapia.
No sé cómo describir el dolor que hace gritar tanto, como lo que he visto en la terapia primal. Durante diecisiete años impartí una terapia de base psicoanalítica y nunca vi un dolor semejante. Cuando vemos que un paciente está experimentando un gran sentimiento, hora tras hora, mes tras mes, lloriqueando y gritando, es cuando empezamos a comprender qué es lo que la mayoría de nosotros realmente tenemos dentro. Ésa es una experiencia inefable, no es comprensible en un nivel intelectual. Una vez que tenemos la oportunidad de presenciar la expresión de ese inmenso dolor, ya no es un misterio
comprender por qué nos enfermamos de ataques cardiacos, convulsiones y de cáncer.
La gran pregunta es: ¿cómo es que esa gigantesca cantidad de dolor puede localizarse comprimida ahí, dentro de nuestro cuerpo, y sin que tengamos conciencia de ese dolor? Ello se debe a la represión. La represión hace difusa nuestra energía. La podemos localizar —por todo el cuerpo— convertida en una alta presión sanguínea, en la sexualidad compulsiva, en el asma, la colitis, el ensoñar despiertos, en ciertas posturas y en dolores de cabeza. No es de asombrar que después de una sesión de terapia primal, el promedio de hipertensión caiga veinticuatro puntos en la presión sanguínea.
Las necesidades y el dolor nos conducen a emplear una tremenda cantidad de energía. La represión mantiene separada a la energía del dolor —de la experiencia del dolor—. Algunas personas que muestran una buena cantidad de energía, generalmente son aquéllas que llevan dentro de sí una gran cantidad de dolor; ésa es la causa por la que un neurótico no se puede relajar. Sin importar qué tan grande sea su esfuerzo para detener la marcha de su motor corporal, éste funcionará constantemente y nada puede detenerlo de forma permanente. Está corriendo gracias a lo que yo llamo el “combustible primal”.