LAS HUELLAS Y LA NECESIDAD CRÓNICA INSATISFECHA
Imagínense que van a un parque y ven a un padre jugando con su hijo. Ambos se abrazan y, de pronto, sientes algo en tu estómago, una especia de calambre. Es una experiencia dolorosa porque te hace recordar la necesidad insatisfecha de
que tu padre te cargara y te tocara.
Ves en la calle a una niña violenta y tienes un ataque de pánico. La violencia ha encendido el recuerdo de la violencia de tu madre, a la cual tratabas desesperadamente de evitar cuando te zarandeaba tanto, que apenas podías funcionar en los dos días siguientes. La situación ha resonado con un sentimiento y con escenas del pasado.
Tomen nota de que se trata de un sentimiento que deja entrar quizá a miles de pequeñas escenas muy alejadas de las escenas tempranas, y que no obstante, están codificadas de manera similar. Por ejemplo, puede haber cientos de
escenas de mamá con una mirada triste, deprimida, creando en su pequeño un sentimiento que se traduce en pensamientos dirigidos hacia sí mismo, como los siguientes: “No sabes hacer otra cosa más que pensar”, “Yo soy responsable de
tu desdicha” o “Mamá parece infeliz de tener que estar cerca de mí”. El niño no es capaz de comprender que esas situaciones son problemas que tiene su madre, y trata de hacerla feliz para no sentirse responsable de su tristeza.
De algún modo, los sentimientos relacionan la información de experiencias separadas, pero vinculadas. Los gatos de E. Roy coincidieron en los patrones de ondas cerebrales de un tiempo pasado. Actuaron “como si” estuvieran todavía en
el anterior medio ambiente, con todos sus detalles (en este caso los estímulos dolorosos) y estos todavía existieran. Si los gatos pudieran hablar dirían: “Siento como si me fueran a castigar, de la misma manera como antes me castigaron”.
Cuando una persona (padre, madre o alguien significativo) critica sin piedad a un niño, la consecuencia es que esa crítica, o cualquier otra, son devastadoras en el presente, porque la primera experiencia se ha establecido como un viejo sentimiento de no valer nada. Incluso, cualquier elogio se ignora en el presente, porque la crítica actual ha resonado con el pasado.
Tan pronto como algo en el presente se parece a una huella impresa ya vieja, el cuerpo reacciona como lo hizo originalmente. Los neuróticos evitan la clase de situaciones o de relaciones que puedan hacerles sentir el viejo dolor. Por ejemplo: “No puedo ver a alguien golpeando a un niño porque me enfurezco, y al mismo tiempo me da terror”
En ese sentido, el sistema se convierte en un radar que nos coloca lejos de cualquier cosa que nos lastime o nos lleve de regreso al pasado. Mientras más doloroso sea el pasado, será más fácil deprimirse. Eso es lo que yo llamo tener muchos “botones de encendido”, o un muy alto nivel de resonancia. Por ejemplo, una persona llena de rabia suele sentirse muy irritable todo el tiempo, y casi cualquier obstáculo puede encender esa irritabilidad. Lo mismo pasa con el temor. Alguien con una sobrecarga de terror descubrirá que casi todo le hace sentir miedo, ya sea una relación, multitudes, lugares muy altos, elevadores y otros estímulos neutrales.
El siguiente caso es un claro ejemplo del tipo de resonancia a la que me estoy refiriendo, y también del modo en que actúan muchos neuróticos. Se trata de la actividad de comer: en el caso de esta persona, sentirse “lleno” le hacía
evocar un viejo sentimiento de vacío completo. De manera paradójica, mientras más vacío estaba, menos tenía que sentir el vacío de su vida. Mientras más lleno estaba, se sentía más vacío.
Haré unos cuantos comentarios acerca de los desórdenes de alimentación, aun cuando sé que es un tema muy importante que requiere mucha más discusión de la que aquí es posible, debido a que la manera como tratamos estos problemas es diferente a otras. A menudo para bajar el nivel del peso, ante la presencia de los síntomas es necesario ingerir un bloqueador de primera línea (un tranquilizante), pero esto debió hacerse desde mucho antes, una edad muy anterior. Observamos mucha agitación en las personas que comen vorazmente y también en las que tienen el hábito de “purgarse” o de provocarse el vómito, que a menudo sigue, después de comer. Las causas son muchas, pero más de 50% de los casos que conocemos se relacionan con experiencias de incesto, y son un factor especialmente importante en las mujeres. Con frecuencia se trata de un incesto que sólo se puede descubrir en la terapia.
Las bases de la náusea pueden ser tan diversas como: a. Haber estado a punto de morir en el primer año de vida (a veces como resultado de un horario muy estricto para alimentar al bebé). b. Como resultado de tener muchas flemas o fluidos durante el nacimiento, o la tarea simbólica de tratar de sacar fluidos de la eyaculación debidos al incesto.
En cada caso, la valencia es alta y, para que la terapia pueda hacerse de manera armónica, debe de bajarse con drogas. Después de algún tiempo, las drogas ya no serán necesarias. La discusión del problema de la comida puede no surgir en meses, y cuando aparezca, casi nunca estará enfocada como “un problema”. Queda muy claro que a menudo la comida se usa como un tranquilizante para aplacar sentimientos muy dolorosos: “La comida calma”. No sé cómo cualquiera puede ser un especialista en desórdenes alimenticios, puesto que cada caso es muy diferente a otro y con causas muy diversas. Uno tiene que especializarse en el conocimiento de las fuentes que subyacen en el problema, y para eso se necesita un experto en traumas infantiles y no en síntomas. Al descubrir el trauma, el síntoma surgirá por sí solo. Obviamente, durante algún
tiempo, el problema necesita someterse a la dirección de un especialista.
Karen
Soy anoréxica, lo que significa que sistemáticamente he padecido hambre durante siete años. Mi racionalización para casi nunca comer, era que quería estar delgada; me quería ver consumida, con los huesos de la cadera saltados y con depresiones en mis mejillas. Envidiaba a la gente que estaba tan enferma que la tenían que alimentar por vía intravenosa ¿Podía perder peso de ese modo?
Nunca estuve gorda, pero jamás me sentía lo suficientemente delgada: es más, siempre quería estar vacía y me ponía como loca cuando me sentía llena. La mayoría de la gente habla de “volverse loca” si no tiene comida adentro. Todo lo que yo sé es que para mí, sentirme llena me causaba una gran ansiedad, un temor de subir de peso. Era algo profundamente sistemático: si yo comía mucho, me sentía con la cabeza muy ligera, mareada e irritable, con dolor en la espalda y en el cuello. Esto se traducía en una necesidad urgente de vomitar, lo cual me causaba el alivio de esa “gran presión”.
Odiaba esta obsesión con la comida porque significaba que siempre estaba pensando en lo que no había comido. Nunca entendí la razón de esta respuesta corporal en reversa. ¿Por qué siempre estaba dispuesta a permanecer vacía?
Ahora lo empiezo a comprender.
La mayor parte de las personas que sufren hambre en una edad temprana, o de falta de amor, permanecen en contacto con esa privación. Buscan algún escape llenándose de comida y así tratan de conseguir amor de alguna manera.
Pero otras están insatisfechas más allá de su capacidad de integrarlo y sus cuerpos simplemente están cerrados. Muy temprano en la vida se desconectan de sus propias necesidades, porque es demasiado el dolor que tienen que enfrentar.
Esta gente, y yo incluida, más adelante evita la calidez porque les recuerda lo que no han tenido y se han “adaptado”, sintiéndose bien de la manera en que están.
Lo mismo pasa con la comida. Yo la evitaba porque estar llena me recordaba lo vacía que me sentía. Cuando estaba vacía no tenía que sentirlo. Empecé a comer un poco de comida en la terapia. Era extraño y obvio: la comida era como una cura para alguien que se está muriendo de hambre. Con esta comida empecé a sentir un gran dolor, me despertaba en la noche con un terrible dolor de espalda como si la parte más pequeña de ella tuviera un calambre que apretaba mis piernas y mi espina. Se me hacía difícil respirar, ya no me podía inclinar, nunca más. Me equivoqué al tratar de describirlo con palabras como “sentirme sin apoyo”, “sin valor”, “con soledad”, frases todas inadecuadas. Simplemente lo tenía que “sentir”.
De lo único que estaba segura era que me sentía vacía y que “No sabía lo que estaba pasando”; de repente, tenía la imagen de mí misma como una bebé en la cuna, con mis ojos bien abiertos, toda tiesa y tensa, y de repente ¡ZAZ… la conexión! Yo sabía que se suponía que no debía llorar ni molestar a mi madre, se suponía que no debía llorar y sentirme dolida o necesitada. El riesgo era ver sus ojos enojados. Lo que necesitaba era gritar para pedir su calidez, me enroscaba en mi cuerpo y permanecía en silencio. El tiempo parecía nunca terminar, y tampoco mis sentimientos de dolor total, minuto a minuto, o de esperar que se acercara a revisar como estaba yo.
Toda mi vida esperé quietecita a que ella me mirara, que viera que yo estaba sufriendo. Recuerdo estar parada en la puerta de su cuarto, después de una horrenda pesadilla, la miraba dormir y trataba de murmurar la palabra “mamá”.
Me regresaba caminando de puntitas por el pasillo hacia mi cuarto y pasaba la noche paralizada de miedo. Todavía pensando: “Quizá ella venga…” Nunca fui capaz de pedirle directamente lo que yo quería. Si yo gritaba y lloraba, ella me decía que yo era una latosa y una molestia. Se me hizo más fácil soportar todo en mi interior. Aunque mi cuerpo estaba registrando estrés, mi mente simplemente dejaba de poner atención a los mensajes de la necesidad. Después de algún tiempo de negar su necesidad, mi cuerpo ya no se molestó en comunicármelas; era como un choque interminable; estar toda rígida se convirtió en mi manera de sobrevivir.
Sentirme llena era como una gran mentira que me volvía loca, yo no lo sabía, pero mi cuerpo sí, la hambruna era mi manera de mantener el dolor a raya. Si tú no recibes ningún calor en tu vida no tienes qué sentir, simplemente ya lo
perdiste, te quedas en tu “iglú”. Si permanecía delgada, siempre tendría alguna oportunidad (aunque pequeña) de que mi mamá notara que me estaba muriendo y se hiciera cargo de mí
Una persona con una pesada carga de dolor optará por una situación completamente neutral; por ejemplo, una mujer está parada en la esquina de la calle, construyendo en su mente todo un escenario acerca de lo que está pensando, o lo que va a hacer. En estas condiciones, la vieja resonancia del dolor es enorme y la energía está inundando el córtex haciéndolo confabular. ¡Ésa es la psicosis! Internamente también se puede liberar la energía resonante, lo que da por resultado una gran cantidad de síntomas físicos. En ese sentido, el cáncer es la psicosis del cuerpo. Cuando se generaliza el cáncer, funciona de la misma manera que lo hace el córtex: actúa azarosamente e inunda los límites.
El dolor en aumento consume una gran cantidad de espacio en el cerebro. A medida que se acumula, la experiencia ocupa un área cada vez mayor del cerebro al servicio del dolor, hasta que la mayor parte del cerebro literalmente se vuelve una máquina procesadora de dolor. Es entonces cuando la experiencia real se filtra de forma constante en la mayoría de las huellas o memorias y, así, los sucesos neutrales se transforman en dolorosos. Si alguien te pregunta, ¿Te puedo
ayudar en algo?, se percibe como “Por qué, ¿tú crees que yo soy tonta?” Si te dicen: “Ahora estuviste maravillosa”, la respuesta se convierte en “Entonces, ¿de verdad piensas que yo nunca había estado maravillosa?” En la situación actual se trata de “luchar contra la huella” con la frase “Me siento aislada y tonta”, frase que se convierte en el significado primario que estará presente en la interpretación de todos los hechos de cada día.
Los tranquilizantes pueden imprimir tan hondo la huella, que el dolor no se percibirá: a mayor dolor, se requerirá una dosis mayor. He visto pacientes que trataron de suicidarse ingiriendo dosis que serían letales para casi cualquier ser humano, pero que a ellos solamente los hacían dormir durante doce horas. Estas
personas tenían tal cantidad masiva de dolor activando su cerebro, que la medicación no inducía a la muerte.
La huella del dolor nos fija en un desequilibrio permanente en las funciones del cerebro y en la bioquímica del cuerpo. Un trauma de nacimiento, en el cual
el bebé no tenía otra alternativa que rendirse pasivamente a la experiencia —por ejemplo, cuando el cordón umbilical se enreda en su cuello—, quedará impresa en él una tendencia a la pasividad
LAS HUELLAS Y NUESTRO DESTINO GENÉTICO
Las huellas del dolor parecen ser capaces de alterar nuestra habilidad para satisfacer nuestro propio destino genético. Puede ser que el dolor cambie la molécula de DNA que transmite el código genético, pues las células responden a un código diferente o ligeramente alterado. Cualquiera que sean los mecanismos, la represión de la huella parece tener un efecto global. Podemos ver la evidencia empírica de lo dicho, en los niños criados en un orfanato. Mientras están
institucionalizados, ellos no crecen de acuerdo con su potencial genético, pero empiezan a crecer de nuevo cuando se les coloca en un medio ambiente
amoroso.
La realidad de un programa genético alterado es importante en la enfermedad, porque existen evidencias de que tales alteraciones producen enfermedades catastróficas. En algunos tipos de cáncer, los genes normales derivan en oncogenes, o genes que producen cáncer. Los investigadores todavía no entienden por qué es así, yo supongo que el dolor impreso es una razón clave.
La huella masiva de dolor presiona a las células normales y finalmente altera su estructura convirtiéndolas en letales. Ésa es una de las razones clave. Miller Jonakait et al., del Colegio de Medicina de la Universidad de Cornell, apoyan lo dicho. En esta investigación se estresaba a los ratones con una aparente
alteración de su código genético. Las células nerviosas embriónicas expresaban el potencial genético en forma diferente en los ratones que estaban sujetos al
estrés. El periodo de desarrollo se extendió y los cambios parecieron presentarse a un nivel muy fundamental.
Nosotros hemos visto otras evidencias de cambios en la expresión genética en nuestros pacientes masculinos: un hombre de cuarenta años que después de
meses en terapia comenzó a dejar crecer su barba y el vello de su pecho. Las mujeres a sus veinte y treinta años de edad experimentaron cambios en el
tamaño de sus senos. En otros, aumentó el tamaño de sus pies y su estatura. Lo que debió suceder en la adolescencia se demoró unas décadas. Permítanme
aclarar algo a este respecto. Debido a la represión global, una buena parte de nuestro código genético permanece dormido. Cuando la carga de estrés impresa
ha sido localizada y experimentada, hay menos represión y, por tanto, menos inhibición de la expresión genética. Es evidente que, en esos casos, el desarrollo
genético se retardó. Yo dudo que un bloqueo tan crítico haya podido tener lugar impunemente: en algún momento hay que pagar un precio. Algo demasiado
fuerte impidió el desarrollo genético en una persona que tuvo que sufrir un severo impacto en su sistema físico.
Recientemente traté a una mujer de treinta y cuatro años. No había menstruado durante un periodo de quince años. Conforme descendió a los niveles de conciencia y comenzó a revivir ciertos sucesos al principio de su vida, sus periodos menstruales reiniciaron su actividad. En su caso, la represión era verdaderamente global. La represión no es sólo un término psicoterapéutico, también es un proceso físico real que trabaja en todo el cuerpo. Se encuentra, por ejemplo, en el cabello, en el pecho, o al menos en el código genético. Algunos pacientes varones, después de uno o dos años de terapia, de pronto desarrollan el
vello en el pecho. ¿Qué pasaba con ese vello cuando no se desarrolló? Estaba esperando que lo dejaran salir; su código normal de crecimiento se abortó y lo
sustituyó un código diferente. Ahí debió haber alguna presión, aun sobre algo tan insignificante como unos cuantos vellos. El código original siempre estaba tratando de desarrollarse. Siempre hay un niño tratando de salir de nosotros. Cuando podemos hacer a un lado a nuestro sistema adulto de defensas: el niño en nosotros surge. El nuevo vello en el pecho o los senos crecidos son parte de nuestra travesía por la adolescencia. Cuando sentimos la huella del dolor, el sistema comienza a “enderezarse” por sí mismo. Tal como lo hemos encontrado en nuestras investigaciones, las relaciones hemisféricas en el cerebro y los procesos físicos se normalizan. Así debe ser, dado que cada una de las alteraciones originales en la fisiología de nuestro cuerpo es parte de “la huella”. La realidad de los
impresos celulares es vital para una adecuada comprensión de cómo tratar la neurosis. A continuación presento un ejemplo en el cual los recuerdos del desamparo por parte del padre, se reproducían a sí mismos en el presente con efectos devastadores. Éstas son las palabras de la paciente a la que llamaré Linda.
Linda
Una experiencia que me gustaría suponer que nunca existió, ocurrió hace cuatro años, cuando vivía en París. Ocasionalmente iba a una librería a buscar libros de
poesía, cuando conocí a un hombre que tenía la reputación de ser poeta.
Recuerdo que pensé que era un hombre sucio y violento, en el que no se podía confiar, pero también pensé: “¡Oh!, esa idea no es bondadosa, ¿cómo puedes saberlo…? “Quizá sea una buena persona, no lo juzgaré tan pronto.” Hablamos, me invitó un café, y pensando que no debía ser tan huraña, acepté. La tarde
siguiente me invitó a su cuarto para mostrarme algunos de sus poemas. No quería ir, pero pensé: “Dale el beneficio de la duda”. Fui a su pequeño y sucio cuarto, lleno de impresos mórbidos surrealistas y con pocos libros. Trató de violarme, me amenazó con cortarme la cara con un pedazo de vidrio que rompió ahí mismo, si yo no cooperaba. Descubrí que odiaba a “las estúpidas estadounidenses”. Me dejó vestirme y a la primera oportunidad huí.
Me sentí tan estúpida, tan tonta. ¡Cómo pude dejar que eso me sucediera a mí? Años más tarde me percaté de que mi voluntad se borró por pensar: “Yo soy
una niña buena”. Seguía fiel a la ética cristiana que interpretaba como otra manera de tratar de ser tan buena, que alguien tendría que amarme. Mi habilidad
para decir ¡NO! desapareció y otra vez me sentí desamparada, ¡justo como había sido con mi padre!
LA IMPRESIÓN DE LA HUELLA EN UN PERIODO CRÍTICO
El impacto de una huella depende de qué tan amenazante fue la situación original en la que ocurrió y, si sucedió en lo que llamo “un periodo crítico”, que es el tiempo en que la necesidad se debe satisfacer para evitar el trauma. Los sucesos durante la gestación y alrededor del nacimiento, generalmente son los más amenazantes a la vida y a menudo su impacto es el más grande. El hecho de que no te abracen a la edad de nueve años, no es tan serio como el que no te abracen en un periodo tan crítico como recién nacido, cuando es absolutamente necesario para el desarrollo. Cuando esas necesidades no son satisfechas durante el periodo crítico, es el mayor daño que puede hacerse al sistema y, más tarde, ninguna cantidad de satisfactores cambiarán la huella y su fuerza. Si la madre
está enferma y no puede estar con su bebé recién nacido, ni le puede dar el cariño y el calor necesarios, ese niño va a sufrir. Más tarde, el contacto puede disminuir el dolor, pero no es capaz de debilitar o atenuar el dolor de la huella de la privación original.
Una extrema soledad después de nacer puede producir, de por vida, en una persona el terror de estar sola y la necesidad de estar todo el tiempo acompañada de alguien. Tener siempre amistades cercanas es un modo de evitar el dolor inicial y es un actingout contra los sentimientos. El periodo crítico está genéticamente determinado. Si a la edad de uno o dos años se nos alimentó bajo un programa estricto, en lugar de hacerlo cuando teníamos hambre, ese hecho tendrá un impacto de por vida, el cual no se podrá evitar aunque se esté alimentado de forma adecuada. El bebé siente “morirse de hambre”, y si no se le alimenta, ésa es su realidad inmediata. Posteriormente, cuando sea adulto, desarrollará hábitos neuróticos respecto a su alimentación. En cuanto el adulto siente hambre, el viejo recuerdo de que “se moría de hambre” se despierta inconscientemente y, si no come de inmediato, desarrollará un dolor de cabeza o, sin siquiera pensarlo, se “rellenará de comida” y podrá sentirse demasiado lleno y hasta enfermo, como consecuencia de haber estado alguna vez hambriento, aunque no tenga recuerdos conscientes de ello.
Nadie puede siquiera soñar que la colitis, a la edad de dieciocho años, está relacionada con una serie de traumas ocurridos al principio de su vida. Quién puede saber que las úlceras que se presentan a los treinta años de edad tienen que ver con los traumas vividos en la cuna, en donde sistemáticamente se descuidaba
su alimentación. Cuando se sentía tan hambriento a la edad de uno o seis años, su estómago segregaba poderosos ácidos, como el hidroclorídrico, y más tarde
esas secreciones se convirtieron en respuestas automáticas al hambre o a cualquier otra clase de estrés. Cuando esos ácidos se secretan muy a menudo,
literalmente corroen y queman el estómago, haciendo agujeros en él. El punto focal en las reacciones de estrés se relaciona con el órgano comprometido en el
trauma.
LOS ARMARIOS DE NUESTRAS MENTES
Los medios por los cuales la fuerza de la huella impresa se borra del sistema, consiste simplemente en dirigirse paso a paso al nivel de la conciencia. Cuando
el sentimiento atrapado en la huella logra sentirse de manera consciente, su energía eléctrica y conectada a la conciencia por fin queda liberada. Entonces la
huella se convierte en un simple recuerdo que no se puede, o no se necesita, borrar de la memoria. Lo que hemos hecho es eliminar la fuerza. Se nos dice que
contraemos una enfermedad al azar, nada puede estar más lejos de la verdad, la fuerza de la naturaleza nunca funciona al azar o sin causa. La huella de memoria es la realidad central detrás de muchas enfermedades. Esa verdad no debe ignorarse.
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1 Cuando el ritmo de la respiración es más profundo y más rápido de lo necesario para intercambiar dióxido de carbono y oxígeno, esto causa la reducción del dióxido del carbono y, por tanto, la capacidad de producir oxígeno, lo cual resulta finalmente en menos oxígeno en el torrente sanguíneo y en el cerebro; indudablemente, un córtex con el oxígeno disminuido pierde su plena capacidad para pensar y defenderse.