PROTOTIPOS Y SUPERVIVENCIA
Las respuestas prototípicas a eventos que ponen en peligro la vida, originalmente no son neuróticas. Sólo se tornan neuróticas cuando persisten en la vida adulta y
cuando son inconsistentes con la realidad actual, porque no actúan para salvar vidas, y tampoco son apropiadas. La constricción bronquial es apropiada cuando, durante el nacimiento, uno se está ahogando en los fluidos. Pero el asma que se puede crear más tarde en la vida, como respuesta a una discusión entre nuestros padres, no es una respuesta adaptativa, por el contrario, puede poner en peligro la vida. Como regla general, las respuestas prototípicas se convierten en sus opuestos y después se tornan autodestructivas, porque pasado el tiempo, quedan fuera de contexto y no están acordes con la realidad externa presente. El comportamiento dirigido hacia la agresión —por ejemplo, lo que al principio nos ayudó a salir del canal del nacimiento—, como prototipo impreso, también puede hacernos morir prematuramente por el esfuerzo excesivo.
Cuando vemos a alguien que durante toda su vida ha padecido de claustrofobia, que está saliendo de un primal de nacimiento, reviviendo sentirse aplastado y casi asfixiado, podemos comprender el terror original de esa fobia.
Uno ve de inmediato el poder de la huella inconsciente y el verdadero sentimiento del miedo a morir. Una persona que ha vivido una experiencia de ese tipo, puede ser la clase de persona que más tarde no podrá ser “sujetada”, no será capaz de hacer algún compromiso temporal o cualquier cosa que la limite: cualquier cosa o acción precisa, ya es motivo suficiente para evitarla. También hemos visto a alguien aterrado por dejar su casa —es una persona que vive en un mundo que se ha estrechado hasta constar de sólo un pequeño cuarto—, y luego la vemos revivir el terror que yace bajo la experiencia de dejar el vientre y quedar impotente ante la fuerza detrás de su fobia. Experiencias como ésta nos ilustran el tren o la fuerza de la huella
Aquellos que no quieren ponerse en las manos de nadie, que nunca pueden tolerar la autoridad de su jefe, que no desean tener límite alguno, ni barreras, ni restricciones, están “actuando” una huella impresa. La huella puede tener su origen en haber estado totalmente indefensos durante su nacimiento, ante la caprichosa fisiología y anatomía de su madre. Bajo tales circunstancias uno “aprende” que cuando nuestra vida está en las manos de alguien más, uno se puede morir: es un proceso de descubrimiento inconsciente, a menudo reforzado por circunstancias posteriores en la vida.
El comportamiento prototípico es el recuerdo o la memoria de los comienzos de la neurosis; uno puede explorar y buscar en las numerosas convulsiones de la neurosis y sólo ver borrosamente el prototipo. La estructura total de nuestra personalidad descansa en un prototipo, pero nunca trabaja en reversa. Cuando tratamos de cambiar actitudes y síntomas de nuestro comportamiento, nunca cambia el prototipo, porque éste es un hecho fisiológico, y no un constructo
teórico.
La lógica del prototipo es inherente al fenómeno mismo. Clarifica, encuentra el sentido y hace coherentes los sucesos disparatados. Vincula los síntomas con sus orígenes, ideas y comportamientos. Experimentar el prototipo permite a una persona de cincuenta años descansar finalmente, porque ya no tiene que seguir haciendo que algo suceda, como lo hizo durante su nacimiento. Una percatación basada en revivir el evento temprano, de inmediato hará a la persona sentirse
bien, porque el alto nivel de representación del evento se cerrará ostensiblemente en su lugar. Se trata de un “darse cuenta” que nadie más puede ofrecernos,
porque un darse cuenta no es más que el nivel más alto de conciencia del sentimiento conectado con el nivel inferior.
Las maneras como el trauma impreso puede participar en la formación de la personalidad se van creando a lo largo de la vida. Por ejemplo, tenemos a un bebé que tuvo un proceso de nacimiento particularmente difícil: fue golpeado, herido, aplastado y exprimido, todo ello sin ninguna razón aparente (al menos para el bebé). Lo que puede quedar impreso en su cerebro es una especie de “fisiología de la injusticia”, porque le han lastimado sin ninguna razón. La cualidad de la experiencia se manifestará solamente si el sentimiento es reforzado más tarde, en su infancia, cuando el niño se sienta rechazado y criticado sin motivo alguno. Entonces surgirá un deseo determinante de corregir las injusticias. Si se trata de una niña, ella llorará por la doncella que fue condenada a sufrir porque amó al hombre equivocado, y se interesará por conocer al héroe que en su pueblo hace justicia (como sucede en las películas y en los cuentos de hadas). En suma, ante todos los eventos en su entorno, ella se hundirá en sus necesidades primales inconscientes. En su vida, esta persona será muy dada a discutir y luchar por la razón y por los derechos de la sociedad, porque la fuerza que la motiva es el sentido de la injusticia que experimentó en la más primal de todas sus experiencias: en el nacimiento, y estará guiada por los sucesos de su infancia.
Debemos de recordar que las catástrofes que suceden a un frágil feto o a un recién nacido, le están ocurriendo a un organismo que tiene una ventana sensorial muy amplia, que recibe directamente todos los impulsos y el dolor, y que no puede colocar nada entre él y lo que le está sucediendo. El recién nacido no puede llamar a un amigo para platicarle lo injusta que ha sido su experiencia; tampoco puede buscar un abogado o enviar a la cárcel a sus padres. No puede ir a la tienda a comprar una caja de cigarrillos para fumárselos, y tampoco puede ir al refrigerador y devorar su contenido. Simplemente sufre. A los médicos les parece muy normal que el bebé nazca llorando. El recién nacido grita porque ha sido traumatizado. Gritar no es el resultado normal del acto de nacer.
Las raíces que conectan los sucesos del nacimiento con ciertos síntomas en la vida adulta, a menudo parecen laberínticas. Lo que es insidioso en esas raíces es
que parece que hemos hecho un viaje muy lejos del hogar, y conforme avanzamos en el viaje, hemos ido borrando el camino y ya no hay posibilidad de regresar al punto de partida o de saber cómo se llegó a la situación presente.
Muchos años después, cuando la persona se halla en el consultorio del doctor quejándose de palpitaciones, angina, fatiga crónica o alta presión, los orígenes de estos síntomas son para él y para el doctor, un completo misterio.
Nuestro comportamiento y nuestros síntomas no suceden al azar, tampoco carecen de significado, pero al final son el resultado de una historia. Si nos acercamos, desde un punto de vista histórico, al desarrollo de los síntomas, estaremos tan perdidos como la persona que ha ido borrando el camino que deja atrás. Los síntomas son el producto final. El tratamiento del síntoma es valioso y es necesario; uno tiene que tratar una úlcera o el dolor de una migraña, pero no debemos confundir el tratamiento con la cura. A menos que uno se dirija a las fuentes generadoras, lo único que hacemos es aliviar los síntomas, y éstos no son lo mismo que la enfermedad, sólo son los medios por los cuales la enfermedad se manifiesta.
La función de un síntoma es ligar y absorber la energía de la huella. Si se remueve abruptamente un síntoma, dejamos a una persona sin salida. Un paciente que vino a nosotros había sido tratado de su impotencia en una clínica de terapia del comportamiento. Después de algunos meses de terapia, de alguna manera había resuelto su problema y, de vez en cuando, pudo tener algunas erecciones. Sin embargo, pronto desarrolló otros dos síntomas: una especie de narcolepsia —se quedaba dormido constantemente— y un caso de herpes. Al intentar remover su síntoma, se le colocó en una situación de gran estrés: la presión se fue por algún otro cauce, como debe ser. La evidencia de lo anterior se puede encontrar en el trabajo de Ronald Glazer, de la Universidad de Ohio, quien demostró que aun el estrés añadido a un examen final, es suficiente para producir herpes. Algunas veces, la mente puede absorber el impacto mediante un bien construido sistema de creencias, otras, la energía se dirigirá contra el cuerpo. En todo momento, el organismo es un sistema compensador que trata de equilibrar, lo mejor que puede, la presión interna.
La siguiente historia es el caso de un epiléptico, e ilustra lo dicho. Este paciente explica en sus propias palabras, mejor que cualquier prosa, el impacto de su nacimiento y las consecuencias en su vida, mucho tiempo después. Bill
Al principio todo era muy suave y rítmico, de pronto, ¡ZAZ! Estoy casi seguro de que estando en el canal de nacimiento, sufrí una conmoción: el útero se puso rígido y golpeó mi cabeza. Cuando ya era adulto, tuve un accidente automovilístico y se rompió mi esternón. He revivido ese accidente como si se fuera desarrollando una fotografía, hasta que estoy totalmente consciente de lo que pasó y de qué tanto este hecho evoca mi trauma de nacimiento. Después de experimentar esos sentimientos, comencé a sanar rápidamente, mucho más rápido que antes. De algún modo, sentir el dolor, tiene algo que ver con sanar ese
mismo dolor.
Pienso que la escena de mi nacimiento se tradujo en mi ataque prototípico. Era como las primeras etapas de la muerte, era el resultado de una anoxia inevitable, realmente apropiada a la situación. Las escenas del nacimiento, tal como las reviví, eran mucho más traumáticas que mi accidente. Los cientos de ataques que he tenido en mi vida eran, exactamente, tentativas inconscientes para reaccionar de forma plena al horror inicial que viví en el momento en que nacía, de mi necesidad mortal de oxígeno. No me asombra que tuviera en la punta de la lengua un sentimiento previo al ataque. Algo estaba realmente en la punta de mi lengua: un presentimiento. No es ningún misterio, porque cuando empecé a reconocer de lo que se trataba, me desmayé. La inconsciencia misericordiosa me salvaba de conocer algo que era demasiado fuerte para saber y sentir.
En repetidas ocasiones, durante las últimas semanas, he sentido que estoy recuperando la conciencia. Me veo situado a medio camino del canal de nacimiento, empezando a respirar. En mi sentir, todo parecía ser violento y discordante, tragué aire con grandes hipos. Me sacudía para liberar mis brazos y mi cabeza, pero la mayoría de las veces sólo me dejaba ir y tragaba aire y lo sentía como si fuera un fluido. Mis llantos salían esporádicamente como hipos y aullidos. El zumbido eléctrico (que siempre he creído que fue mi primer ataque) sucedió con mi nacimiento. Conforme tragaba aire, mi cuerpo se estremecía, del mismo modo que lo hace cuando me dan los ataques y cuando se convierten en una sensación de agonía, sofocación y conmoción. Toda mi vida he dormido muy mal, mis pesadillas siempre están acompañadas de las mismas sensaciones tempranas de ahogo (de sueños en los que me ahogo y enormes olas me impiden respirar). Puedo reconocer cómo esas sensaciones y sentimientos siempre han estado tratando de salir y liberarse. En realidad, en mi sueño tenía esas sensaciones y sentimientos y me despertaba antes de estar plenamente consciente. Pasé por tiempos muy difíciles para dormir, porque esas mismas sensaciones hacían que mi cabeza se despertara constantemente. Estaba lleno de pensamientos que no podía contener.
Como los ataques parecían apropiados (por la manera como los sentía), nunca sentí que fueran extraños. Estos sentimientos pueden parecer mundanos o bizarros para algunas personas, pero para mí, eran la explicación de cómo me sentía cada día de mi vida. Si al menos hubiera podido estar consciente de lo que me golpeó y que me dejaba inconsciente una y otra vez, indefinidamente, pero no existía razón alguna para sufrir un ataque que me dejara inconsciente.
Hay una desorganización continua después del ataque, existe hasta en las sensaciones físicas que narran las personas que sufren a menudo de ataques.
Conforme se acercan a lo que se siente durante el nacimiento, viven sensaciones que literalmente te fragmentan y disuelven. Cuando comienza el ataque, el llanto se convierte en un nudo descorporeizado en la garganta, y de pronto, el nudo se rompe en pedazos, como si fuera de barro, y se convierte en vidrios rotos, aplastados, y luego aparece algo como un fino zumbido eléctrico. Éste es el movimiento constante en la plétora de síntomas que me aterraban. En mis sueños, mis síntomas cambiaban como camaleones, a veces no me dolían, pero con frecuencia me dolía la cabeza, y cuando eso no me hacía daño, entonces el dolor era en mi ombligo, y cuando algo no me dolía, significaba que algo extraño estaba por suceder. En tales ocasiones perdía el equilibrio durante varios días. En pocos segundos, los síntomas se mezclaban uno con otro. Se me hace difícil saber qué síntomas puedo describir como “físicos”, porque el pánico podía presentarse como un dolor de estómago, y de pronto cambiar a un nudo detrás de mi ojo derecho, y luego a una sensación de tener un cuchillo entre las placas óseas de mis hombros. Los ataques no se manifestaban hasta que me llegaba el mensaje de que no podía pedir auxilio, quejarme o mostrar cualquier señal de imperfección. Cuando mi madre me gritaba en la cara, cualquier respuesta podía ser peligrosa. Una vez, cuando tenía siete años, me dio un ataque; me había dado un fuerte golpe en el codo y no podía gritar. En una ocasión alguien me preguntó si mis hermanos y yo debíamos ir a un orfanatorio, entonces me desmayé: sufría regularmente esos desmayos. Siempre he tenido problemas con la colitis y la constipación. Parece que las dos no se presentan juntas, pero yo las tuve así. Todos mis síntomas parecían episódicos. Primero yo contenía todo y luego… venía el viejo patrón prototípico.
Mis dolores de cabeza desaparecieron cuando reviví mis sentimientos del nacimiento y la falta de oxígeno. Pienso que no tenía modo de descargar mis venenos acumulados, y desde entonces he tenido la obsesión de purgarme de una manera u otra, ya sea confesando, viéndome obligado a correr o ¡paralizándome!, ésa es la palabra, ¡no la soporto!, me vuelve loco. No lograr lo que necesito, para mí es lo mismo que estancarme o saberme envenenado. Es un gran alivio liberarme de esas convulsiones.
Todavía puedo sentir los nudosos granos del asfalto, pegados en mis mejillas y mis cejas. El campo de juegos estaba vacío. ¿Qué había pasado? Me senté, no había nadie que me dijera que me había desmayado, aunque no tenía ninguna herida, ningún dedo lastimado ni una mano, tobillo o dedo cortados. ¿Quién se desmaya sin causa? Quizá yo era demasiado sensible. Mi madre me dijo que tenía una imaginación hiperactiva. ¡Pero esa vez no me había imaginado nada!
Algo estaba mal en mí… y siempre lo había estado. Cuando, después de desmayarme, me senté en el patio vacío de la escuela, esas sensaciones bajaron
desde mi cerebro, como una cuerda musical, hasta que desaparecieron. Durante varios momentos en el día, a media oración, perdía el hilo de lo que estaba diciendo, me detenía como hechizado y miraba por el borde de la ventana y… decía… ¿Qué? Me esforzaba en respirar, pues por algunos momentos realmente dejaba de respirar y recomenzaba con dificultad, acercándome a ese rítmico placer nativo, como si se tratara de un problema de lógica: Si movía mi pecho y echaba la cabeza para atrás, el aire entraría. De pronto tenía asaltos de dolor en mis rodillas y en mis muñecas. En mis costillas y en mi espina dorsal había sensaciones irritantes: sentía como si una lagartija se estuviera retorciendo en mi pecho. Se movía si yo me movía, y sentía su peso cuando me quedaba quieto.
¡Siempre me he sentido muy miserable!
Me gustaba bañarme, quería flotar en el agua y que me cubriera y llenara, pero sin ahogarme, como si fuera una medusa… ellas son noventa y cinco por ciento de agua. También quería flotar en el océano, sin mente. He vivido toda mi vida de ese modo, padeciendo “sólo consecuencias y ninguna decisión”; los números matemáticos nadaban en mi cabeza, también las chicas bonitas a las que nunca les hablaba, porque yo era absolutamente preverbal: enmudecía al tratar de hablar, con una emoción sin forma, sin sensaciones. Siempre estaba apartado de los demás: de mis pares, de mi familia, escudado en una casa de plexiglás que sólo me enviaba hacia catástrofes que inmeditamente sucedían.
Entre yo y el mundo había un cosmos, una cosmogonía de dolor: sensaciones de quedar sin aliento y solo. No podía transcribir lo que Neil Young cantaba:
“Son estas expresiones las que no tengo y me evitan buscar un corazón de oro y estoy envejeciendo”. Las emociones pasaban por mi garganta: la marea, un río.
Un verdadero montaje. Todo parecía desvanecerse en el momento en que trataba de mirar mi cara en el espejo del baño.
En el tránsito a la muerte, el hombre ve su vida. No hay de dónde sostenerse, ninguna razón para luchar. ¿De dónde viene todo esto? ¿De mi vida suburbana de clase media? He visto las horas y los días como si fueran segundos y he visto a la muerte como si hubiera ocurrido. Ahí está siempre el dolor y yo, solitario, y nunca, nunca hay nadie para ayudarme. ¡Nadie lo sabe y nadie me escucha!
¿Qué puede importar si juegas o no futbol, si cuando ves que el centro de tu vida está corroído, devorado por la muerte y la miseria? Qué importa de dónde llegó
y de quién fue la culpa. Ya estaba ahí, y desde el principio de cada lucha, yo ya la había perdido. Qué sentido tenía hacer el amor a una criatura viviente, de
carne y sangre? En algún momento ella tenía que despertar y encontrarse con un hombre enfermo entre sus piernas. No es que fuera algo malo, pero aunque sí era bien intencionado, estaba fuera de lugar y, ¿qué significa cualquiera intención en un hombre que se está muriendo? ¿De qué sirven las disculpas? Todo es inútil.
Solamente era un chico necesitado de tantas cosas… parece tonto llamarlo así: ¡de un organismo completo! Y ahí estaba yo en el baño, parado frente al espejo, apoyado en el lavamanos, de pie, frente a la muerte
He elegido volúmenes de maestros de la literatura para que hablen por mí. Deseaba mucho vivir. Platón, Rabelais, Miller y Nietzsche. Recorrí a Marx, Darwin, Rimbaud y a los Padres Fundadores, pero al final terminé sucumbiendo. Me rendí y ya no pedí más ayuda. No hablaba con mi madre. Cuando quería llorar, lo hacía en privado en algún lugar oscuro. Y me abstuve del sexo, de una buena compañía y de bailar. Nunca pedí nada, ni que algún amigo me llevara en
su coche a mi casa. Nunca me impuse y nadie se ocupó de mí. Padecía con el conocimiento. En su libro Memorias del subsuelo, Dostoievski atribuía su epilepsia a ser “hiperconsciente”. El conocimiento susurra: “Nadie ni nada es para siempre”. ¿Por qué nadie ha venido hacia mí, temprano en este día? ¿Así debe ser, hasta este punto? En mis sentimientos tempranos recuerdo que estaba arañando en el aire, rogándole a mi madre que me dejara salir al porche. Quería ver el sol. “Mamá… ¡Me estoy muriendo!, y una y otra vez lanzaba esos gritos con toda mi alma. Yo quería que, al menos una vez, ella se sentara conmigo en el porche para tomar el sol o el aire fresco.
Todo se relacionaba con los ataques. Había tropezado con el Instituto Primal, confundido y dolido, ahí hablaría y luego sentiría. Conforme se acercaban los sentimientos, también lo hacían los ataques, pero ya podía darle la espalda a las sensaciones reales y desmayarme. Mi cabeza giraba en espasmos de dolor, mis ojos rodaban en sus cuencas con un terror idiota, muerto, y entonces el terapeuta decía: “Nombra el sentimiento, es un sentimiento, ¡dilo!” Mi lengua volvió a la
vida y sólo dije: “Mamá… Ya no puedo aguantar más”. No había nadie en el mundo para ayudarme. ¡AYUDA!, grité una y otra vez.
Esos horribles momentos de mi infancia y niñez se habían inmortalizado en la carne y la sangre de mi sistema, y se repetían constantemente. Mis viejos ataques fueron como manijas útiles para lanzarme desde varios contenedores llenos de dolor. Cada fragmento de mi memoria era como una llamada hacia la libertad y a la salud. Los viejos dolores pasaron por mi pecho, como pedazos de vidrio roto. Gracias a esas sensaciones extrañas pude adivinar la proximidad y la severidad del primal que estaba por llegar; eran sensaciones previas al ataque, las sentía en mi lengua y en mis intestinos. Ahora, en lugar de ataques, tuve la misma fuerza: en sentimientos convulsivos. Ya tenía mi propio medidor electrónico con el que podía localizar el sitio preciso que estaba entre los ataques y mis sentimientos. Mientras más pequeños y más altamente cargados eran mis fragmentos, me llegaban más fuertes las palabras mágicas, que no podían ser más confusas. Se relacionaban con la cercanía del ataque. Fue entonces cuando aumentó mi necesidad de enfocarme hacia mis sentimientos. Con los dolores finalmente dispersos, los recuerdos llegaban a ser demasiado agotadores.
Pienso en los hombres que conocen estas experiencias sin haberlas resuelto: Dalí y Artaud —histéricos para Freud—, sus ataques eran una extralimitación. “Imitaciones” (así las llamaron) del proceso de nacimiento. El colapso moral y la cura son diferentes, aun cuando la cura implica una especie de colapso. Desde que era adolescente, no podía buscar sexo, porque mis convulsiones orgásmicas eran realmente transmitidas como ataques. ¿Quién ha pensado en prescribir el sexo para los epilépticos? A mi saber, solamente Shakespeare: IAGO: Mi señor ha caído en la epilepsia. Éste es su segundo ataque hoy. CASSIUS: ¡Frótale las sienes!
Ahora sé el porqué de mis sensaciones previas al ataque: a menudo comenzaban en mi pene, ¡por la circuncisión! Déjalos cortar en mi rodilla, mi pierna, en cualquier otra parte. ¡Cristo, corta como si fuera un pavo de navidad! (la segunda vez que sentí lo mismo, me volví vegetariano durante un mes).
Nadie quiere perder sus testículos. Al escuchar la descripción que hacía mi madre de mi circuncisión, tuve que cubrirme mi sexo con las manos: se supone que en lugar de un asalto, es una operación civilizada; pero nada más imaginen lo siguiente: tienes trece años, tu pene está hinchado y cubierto de vendajes, estás quejándote, acostado en la cama con una cinta pegajosa que envuelve tu pene y sientes mucha comezón. Nadie te atiende y luego aparece un sarpullido, todo está irritado. Me dejaron solo, como una víctima, como a un borracho tirado en la calle. Mis heridas se enconaban y yo gritaba con toda mi alma, pero nadie
llegó.
La mayoría de las personas que conozco se preguntan por qué no tengo ambiciones, por qué no encontré mi lugar correcto en el mundo —como corresponde a un miembro de una clase media alta en Estados Unidos—. No era cuestión de moral o de trascender en forma etérea. Lo único que realmente “sabía” era que ¡ya nada tenía caso! Todos los hechos precedentes contribuyeron a mi epilepsia, cada uno fue elevando mi carga de dolor y mi actividad cerebral, eliminando mis oportunidades en el amor, en el sexo, en mis deseos en torno a cualquier respuesta activa. Todas las cosas que me pasaron podrían haberse evitado si mis padres no hubieran estado atrapados, “empantanados” en una paternidad antediluviana. Yo no tenía ninguna relación con sus propias necesidades, las cuales debían satisfacerse ¡a la fuerza! Nunca debieron concebirme o dejarme nacer solo. Cuando estaba por nacer, me desmayé en el vientre. Más tarde, durante mi vida me sentí sin esperanza. Con la escena de la muerte, reproduje mi ataque completo, al punto de sacudirme a través de las mismas convulsiones. Ahora tengo sentimientos que desembocan en comprensiones; por eso tuve ataques, eso explica las horas que pasaba mirando un problema de matemáticas sin ninguna esperanza.
Se suele llamar inconsciente a la gente que se deja influir por la sugestión verbal. No importa bajo qué tipo de anestesia, el cuerpo siente dolor y en algún nivel, siente amor. Existen brebajes y procedimientos para eliminar los sentimientos y aplacar las quejas, pero no hay ninguna droga para acabar con la verdad. Todos bloqueamos el dolor, las células se alejan de ella, los abogados la racionalizan y los profesores cambian de tema: es natural y es bueno evitar cualquier cosa que te haga daño, pienso que sólo el dolor, por sí solo, motiva el sanar. Ésta es la verdad. En mi caso. Mis ataques se detuvieron cuando logré sentir lo que me pasó al nacer.
Un buen número quienes no han logrado sanar son epilépticos. Yo fui uno de ellos, mi respuesta, que consistía en sufrir ataques, era totalmente apropiada a la situación. Los cientos de ataques que siguieron eran sólo tentativas semilúcidas para responder al horror mortal inicial. Así ha sido con cada síntoma psicosomático que he tenido. Los locos no inventan su sufrimiento. Están indefensos, sin esperanza, solos con la enfermedad y la amnesia… éstas dos responden a un “prototipo” que comprende todas las tentativas de sanar. En los últimos dos años he regresado a mi nacimiento en repetidas ocasiones; no me asombra que soliera quedarme inconsciente al percatarme de la inminencia de ese suceso. Al principio sólo estaba el vientre: en el Jardín del Edén, en el Cosmos. El vientre dorado del nutrimento y la quietud de un paraíso. Fue mi época de oro, un paraíso que nunca olvidaré. De pronto, el vientre empezó a contraerse y yo no podía respirar (más tarde padecí de migrañas). Pasa algo curioso con estos sentimientos, cuando los ignoro siempre viene una migraña, si los trabajo, pueden ser agradables: como dice Janov, son “un dolor que no lastima”.
¿Qué fue lo que pasó con mi madre? Ella comentaba que estaba en casa cuando se le rompió la fuente. En otra ocasión comentó que, ya con las contracciones, permaneció en otro cuarto, “para no despertar a tu padre”. Se aguantó sin ir al hospital y yo nací cuarenta y cinco minutos después. Le pusieron una inyección de Demerol; sea lo que haya sido, era totalmente inapropiado. Si los humanos de este mundo —esa gente civilizada— dejaran de hacer bebés… ¡Olvídenlo! Concedan amor a cada madre durante su parto, y después de él no permitan que mientras su marido descansa en la sala de espera, ella sea atropellada por utensilios estériles transportados en una charola. Cuiden que alguien sostenga su mano y la haga sentir que no está sola en el mundo. Si el hospital no lo permite: ¡al diablo! busquen otro hospital. El tema de mi vida ha sido “No hay suficiente aire”. Eso es lo que hacían mis profesores en la escuela: no me daban aire. Con todos esos bastardos que pensaban que yo vivía bajo ciertas reglas… nunca me pude conformar. Fue una vida de dolores de cabeza y pesadillas; las sensaciones de anoxia se extendían profusamente por todo mi cuerpo, célula por célula, en torno a mis pulmones, a los huesos de mis brazos…
No tenía caso luchar, ya luché lo suficiente en mi vida.
Nunca levanté un dedo para causar nada. Cuando lo revivo, me pregunto si al sentir todo eso fui golpeado por ondas que carecían de sincronía. El viaje de Magallanes no puede provocar un sentimiento más grande de admiración, comparado con el milagro de todo esto que estoy viviendo. Ya no estoy en el vientre y las diferentes partes de mi cuerpo han adoptado una vida propia. Esto es tan básico y tan simple como lo que hace una colonia de esponjas. Ahora mi sentimiento es que ¡por fin estoy vivo! La agonía por la que atravesé toda mi vida: ha terminado. ¡Quiero vivir, respirar, contemplar la belleza! Al fin, libre de la pesada oscuridad en la que he habitado toda mi vida.