¿ENTONCES EXISTEN DOS “YO”?
El yo real es aquel que ha sufrido traumas terribles y está sufriendo y se siente no amado y sin esperanza, a causa de una temprana experiencia de vida que ha sido real. Ese yo envía mensajes hacia arriba, al centro del pensamiento, y éste se ve obligado a reconocer que no es amado, aunque tenga una esposa y niños que actúan como si fueran totalmente devotos de él. De acuerdo con Gerald Tarlow (asistente clínico y profesor del Departamento de Psiquiatría de la UCLA),
“Debemos enseñar a la gente a identificar y descartar los pensamientos distorsionados que reciben. Mientras no lo logremos, no podremos cambiar”. Y continúa diciendo este autor: “El segundo paso es ir atrás y observar los pensamientos distorsionados y volver con una alternativa que sea más racional” (L. A. Weekly, abril, 1988, pp. 8-14). Esta clase de soluciones —generalmente cognitivas— vienen de aquellos que piensan que puedes resolver tus problemas sólo con el pensamiento.
Pero hablemos de forma clara: los pensamientos depresivos no son distorsionados. Emanan directamente de profundos impresos y están acordes con la realidad; el problema es que no están acordes con la realidad que está sucediendo en el exterior. Eso sucede porque, como ya he señalado, la realidad interna siempre toma precedencia sobre la realidad externa. Por supuesto, el problema está en descubrir esa realidad que yace profundamente enganchada en su base a las actitudes y pensamientos presentes. Sólo así se puede resolver el problema. Mientras tanto, esa realidad interna puede representar décadas de experiencia, siempre reforzando el mismo sentimiento: “nadie me quiere”, “soy un estorbo”, “ellos me odian”.
La verdad es que uno puede alentar, exhortar y señalar alternativas, activar y motivar la parte depresiva, y eso ayuda, pero en ese caso estás luchando contra el prototipo y, por tanto, el sujeto caerá de nuevo, una y otra vez, en la depresión.
El prototipo está diciendo, en su muy peculiar y fisiológico lenguaje, que procede de una época prenatal en la que aún no hay palabras (que tienen su origen antes del nacimiento o inmediatamente después de él y por una larga temporada) que se puedan interpretar como: “estoy exhausto por la batalla”, “sólo quiero descansar”, “no me quiero levantar e irme”, “no veo ninguna alternativa”, “la muerte es la única solución a mi problema” (y sí lo es).
Cuando alguien siente el trauma prototípico está en el camino hacia la solución de la depresión. Eso —más el sentimiento de no ser amada, de ser tratada con una severidad excesiva, disciplinada en el seno familiar y la expresión de todos esos sentimientos retenidos durante tantos años— la iluminarán y, eventualmente, después de meses de revivencias, resolverán de forma permanente la depresión. Así es como este sentimiento será el que iluminará con toda claridad la carga de la depresión y permitirá la mejora. No es como Freud decía: la hostilidad se vuelve contra el self (yo), aunque muchos sentimientos todavía necesitan expresarse. Por supuesto que ayuda mucho poder expresar la rabia contenida, pero ésa no es toda la historia. La tristeza expresada es igualmente importante, y sentir las necesidades bien reconocidas y organizadas es lo último que se resuelve. La rabia sentida y reconocida generalmente cubre esa necesidad y puede resolverse por sí misma. “Se bueno conmigo, abrázame”, “no me des órdenes”, “valórame, soy tu hija”, “déjame ser yo”, “quiéreme”, “soy tu carne y tu sangre”, “déjame expresar cómo me siento”, todas éstas son las necesidades contenidas. Cuando se han sentido todas, la depresión ya no es un misterio.
Susan
¿Y conseguiste lo que querías de tu vida?
Aun así, sí lo hice
¿Y qué era lo que querías?
Llamarme a mí misma amada.
Sentirme a mí misma amada en la tierra. RAYMOND CARVER
Puedo recordar un momento en mi infancia en el que siempre estaba feliz, sin preocupaciones y abierta al mundo. Pero en la clase y con los otros chiquillos yo
me retiraba al punto de una virtual mudez. No podía iniciar interacciones de ningún tipo. Así fue como muchos sucesos de mi infancia me convirtieron en una huérfana apagada y deprimida.
Todo comenzó con un nacimiento muy largo, veintiocho horas de labor de parto en las cuales no podía hacer nada para que la situación avanzara. Después
de ese gran juicio, al fin nací de una madre que, en lo físico, era totalmente inaccesible para mí. Nada sucedía en el ámbito de lo que yo podía hacer para que mi mamá viniera hacia mí, me cargara y me calmara. Para mí, “depresión” es igual a “no hay madre en ninguna parte”. Mi tristeza ha comenzado a disminuir ahora que he sentido que lo que necesitaba era precisamente una madre; pero ella nunca estaba ahí, sin importar cuánto la necesitara. Mi madre no podía
arreglárselas para que estuviéramos juntas o estar ahí para mí. Conmigo siempre era prepotente y no tenía otro motivo que satisfacer su necesidad, que desde el principio consistió en apoderarse de mi vida. Mi madre amaba estar preñada.
Creo que para ella representaba la completa incorporación de otro individuo a una posesión y a un control absoluto. Quizá en toda su vida eran los únicos
momentos que sentía que tenía a alguien. En consecuencia, no me dejaba salir de su vientre. Ella sólo se calmó cuando el doctor finalmente le dijo que, como yo
ya debía nacer, era necesario practicar una cesárea. ¡Ufff! Nací media hora después que el doctor le dijo lo anterior.
Sólo puedo imaginar que nací aterrorizada y desesperada por recibir consuelo. Me separaron de mi madre y sólo me llevaban con ella cada cuatro horas para que me alimentara. Estos sentimientos fueron sin duda más terribles para mí, porque ella no tenía leche, sin embargo eligió fingir que era una madre nutriente, en beneficio de su persona, pues para ella las apariencias eran siempre lo más importante. Necesitaba que la gente pensara que era una madre modelo y,
por eso, yo era parte de un acto teatral: sonreír y posar para las cámaras y para el público. De modo que ahí estaba yo, llorando de desesperación por un poco de leche, mientras ella jugaba un papel impasible e intocable, a pesar de mi agonía.
No tenía más elección que existir para ella y responder a todas sus necesidades.
Ahí tenemos la receta para la depresión: no tener ni una sola oportunidad en el mundo para recibir algo. Todo lo que ella hacía por mí era fútil. Pasé las dos primeras semanas con una enfermera en el hogar, alimentándome con un riguroso programa.
Las fotografías que me tomaron de niña muestran a una bebé muy preocupada, seria y contenida. Nunca creí que mis padres estaban ahí por mí, porque no lo estaban. La leyenda dice que mi padre dejó el hospital cuando yo nací y… lo vieron regando el pasto con una expresión de estupor, a causa de mi desafortunado género. Pero me estoy saliendo del tema. Basta con decir que es una larga historia de misoginia, en ambos lados de mi familia, y que recibí algunos golpes a causa de ello, los primeros consistieron en vivir con la ausencia de un padre periférico.
Aprendí rápidamente a no expresar mis necesidades. Cuando aún era bebé de pañales, renuncié a estos para dejárselos a un niño —a mi hermano recién nacido
—, y desde esa noche dormí en seco. Tenía una cierta clase de suprema voluntad acerca de todo, lo que hacía era cuestión de “hacerlo o morir”. No podía aceptar el rechazo o la falta de esperanza, así que tuve que aprender a caminar, a hablar y encontrarme con todas las llamadas “piedras angulares del desarrollo”. Supongo que me mantuve en contra de mi “impreso” de muerte y de seguir muriendo.
Hasta mi objeto “transicional” —un perro de peluche llamado Bowie— me lo arrebataron mis dos padres. Aprendí muy pronto que no tenía derecho a necesitar
a nadie ni a nada.
Cuando era pequeña yo adoraba y honraba a mi padre (aunque él me molestó y ridiculizó desde siempre), pues como sabía que mi madre definitivamente no
estaba disponible y permanecía solitaria, traté con todas mis fuerzas de obtener algo de mi padre. Al menos se acercó a mí para enseñarme algo del mundo, pero siempre se reía a mis expensas. Pensaba que era para reírse que yo fuera una bebé que no conocía el lenguaje, la lógica, etc. Recuerdo verme en un cuarto, sentada en mi corralito de juego, casi aplastada por varios libros sobre mi cabeza y a mi padre diciendo: “Aquí están, lee”, después volteaba la cabeza y se alejaba
(por supuesto yo estaba aún muy pequeña para leer).
Era devastador: nunca me pude acercar a mi padre buscando su amor, era tan frío y carente de afecto; me levantaba mecánicamente para ponerme en un carro
y mi corazón temblaba de ansiedad, con la esperanza de obtener algún contacto con él, nunca sucedió. Recuerdo muchos incidentes en los que trataba desesperadamente de hacer alguna tarea para mi padre (como amarrarme las agujetas o decir qué hora era), pero desde la primera vez nunca lo pude hacer bien, como él lo esperaba de mí, y de inmediato se enojaba y se retiraba de mi lado, totalmente disgustado. Hasta ahora, la intimidad o la pura proximidad todavía me pone frenética. Siempre sentía que yo debería hacer lo que aún no podía hacer. Nada de lo que hiciera podía lograr que mis padres me amaran.
Estos incidentes eran recapitulaciones de mi experiencia del nacimiento, donde la vida misma dependía de hacer hasta lo imposible para nacer.
Después de seis años de miseria, con mis padres diariamente desgañitándose, mi padre dio el golpe final: dejó el hogar sin siquiera decir adiós. Su partida me
hirió profundamente. Ya no tenía a alguien por quien luchar, y nunca me fue permitido expresar mi necesidad y su pérdida debido a la interminable amargura de mi madre y de su incapacidad para dejarme ser yo. Me sentía completamente responsable por el abandono de mi padre. Me sentía totalmente indigna de amor.
En realidad no había nada que yo pudiera hacer para reescribir la historia. A los seis años todo había acabado para mí. Nunca podría llegar a ser amada, ya no era
posible. Y aun así, todavía tenía que intentar que mi madre me amara, tanto como había tratado de nacer. La depresión la siento como una desesperanza,
filtrándose por todo mi cuerpo.
Mi historia me convirtió en una persona que únicamente se sentía cómoda estando sola. La presencia de otra persona me ponía frenética. El contacto hacía brotar como en un torrente todas mis viejas necesidades: el rechazo final de mi madre al nacer y el rechazo final de mi padre cuando yo tenía seis años, así como todas las heridas y dolores que tuvieron lugar entre esos años y más allá de ellos. Cuando era niña hubo un tiempo en que corrí a los gatos de mi cuarto, en lugar de dejarlos dormir conmigo, porque empecé a rechazar cualquier forma de amor. No me podía imaginar a mí misma como alguien amada. Nunca más pude sentirme confortada por alguna criatura viviente, no podía tolerar la presencia de otro ser vivo, justo por lo desesperadamente que había necesitado el cuidado y la
ternura que nunca llegaron a mí. Aun ahora, a los treinta y un años, me siento incapaz de dormir con alguien a mi lado, eso es algo sobreestimulante y me acarrea una enorme cantidad de dolor.
A causa del amor que jamás fue recíproco en mi infancia, ahora que estoy en una relación amorosa está surgiendo mucho del pasado dolor. Recientemente me percaté de que siempre estoy tratando de sentirme amada. Cada palabra, cada gesto, todo lo que hago se relaciona con tratar de ser amada. Pero no logro saber
cómo sentirme amada por mí misma. Sólo sé acercarme como tentaleando por algo de amor. Actualmente, a mí el amor sólo me despierta el dolor de nunca hacer sido amada, por nadie En mis sentimientos voy buscando una oportunidad de encontrar un final feliz. No hay ningún lugar en donde pueda encontrarlo y lo único de que soy capaz es sentir su ausencia. Algunas veces siento la necesidad de los pechos de mi madre, porque fui totalmente privada de ellos. He tenido el insight de que siento que no hay un lugar para mí en el mundo, porque no tuve un lugar en su cuerpo, en fin, ¡ningún lugar en ella!
También tengo la sensación de que todo está en mi contra, y esto debe de venir de mi experiencia en mi nacimiento, cuando no me podía mover. Como resultado, no puedo imaginar que alguien esté a mi lado y desee que yo viva.
Estoy convencida que hasta mi terapeuta me tiene antipatía y que ella no quiere que yo sienta. Que se opone a mi mismidad, tal como lo hacían mi madre y mi padre. Cuando pierdo el contacto con la verdad de que mi terapeuta y mi novio no son mis enemigos, eso es un indicador de cómo me empuja la fuerza del
dolor. En mi terapia, todavía no estoy en el punto de que puedo entregar un recuento cristalino de mi depresión.
En mi caso, es aparente que aún no he encontrado, literalmente, una salida en el terreno de mi nacimiento, dado que mi madre no me dejaba salir y nacer.
Entonces me encontraba totalmente privada de sostén y comodidad, porque no había leche y nadie (literalmente nadie) estaba ahí. Para mi infortunio, yo no
podía reaccionar, por mucho que lo deseara y necesitara, porque estaba indefensa. Como bebé y como niña pequeña, no podía reaccionar ante los gritos, las peleas y portazos. No me sentía segura en los brazos de mi madre, no sentía ni su cercanía ni su calor: cuando estaba enferma no era atendida, aun cuando
estaba en delirio por una pulmonía o cuando estaba tirada en el suelo con dos huesos rotos en mi pierna. Mi madre no se podía movilizar para ayudarme. Me
mantenía despierta tarde en las noches, trabajado para ella y tomando decisiones que le correspondían a ella. ¡Cómo iba a poder expresar alguna vez mis
necesidades! Aun las relacionadas con mi vida o muerte caían en oídos sordos.
Desesperanza, inutilidad. Para mi madre yo era solamente un objeto narcisista.
¿Qué podía hacer una niña?
También me sentía desprotegida cuando mi padre solía atraparme y hacerme cosquillas, a pesar de mis gritos de terror; y para mi madre yo era una testigo desprotegida de sus episodios psicóticos, en los cuales ella tropezaba corriendo por la casa gritando como una lunática en una trinchera de la guerra, o renegando de la sangre en su periodo menstrual, o tropezando en el piso con ella repitiendo “¡mírenla, mírenla”. Mi madre era tan invasiva en su persona y postura y con su abrumadora necesidad, que no me dejaba un lugar para yo existir como una persona. Incluso ella solía llegar a mi recámara y se acostaba en mi cama, se extendía como si fuera un águila (en una forma sexual, tocándose y exhibiendo sus genitales). No había lugar para mí, ninguna oportunidad para ser yo misma. Urgida de actuar hacia adentro en lugar de hacerlo hacia afuera (actout). Sabía que lo que necesitaba era llegar a donde estaba mi padre, pero él se alejaba, ciego ante el pecho que estaba vacío para mí y sin cederme ninguna oportunidad de ser yo misma.
La clave para mí en la terapia es actuar mis impulsos. Supongo que los depresivos son opuestos a los impulsivos (para depresivos como yo, que actuamos para adentro en lugar de actuar “para afuera”). Lo que yo tenía que hacer era alejarme de mi padre, que se marchaba lejos de mí, renunciar al pecho que estaba vacío para mí y permitir a mi cuerpo intentar moverse cuando estaba completamente enganchado e inervado. Se trata de un delicado intercambio entre los tiempos en los que necesitaba luchar y protestar, y los tiempos en que me rendía y dejaba de intentar y yacía inmóvil.
¿POR QUÉ LA DEPRESIÓN? UN ANEXO
La gran cantidad de dolor que experimenté tratando de nacer, fue enorme. Todo mi cuerpo estaba ocupado en la represión de dicha crisis. Comencé la terapia con
signos vitales caídos hasta el mínimo, que indicaban la extensión de la represión: un pulso de 40 y una presión sanguínea tan baja, que después de comentar sobre mi corazón de “atleta” las enfermeras siempre me preguntaban si había sufrido de episodios de desmayo. Mi cuerpo estaba deprimido porque estaba estancado en la huella de quedar siempre vacío. Mientras más cansada me sentía era más difícil para mí, porque durante mi nacimiento, la labor de parto se extendió todo el día, yo estaba más y más cansada y con menos energía disponible para la labor requerida más adelante: nacer. Las señales de que estaba exhausta me indicaban que debía seguir intentando, que debía trabajar más duramente. No había otra alternativa y no podía dejar de insistir.
Toda mi vida he sido incapaz de descansar y de tomar las cosas con calma.
No había unos brazos amorosos que me cargaran y mecieran y yo no podía dejar de insistir. Necesitaba que mi madre estuviera despierta y alerta para que yo me
pudiera relajar y dejarme ir. Pero ella no lo estaba, así que yo no podía hacer nada. Ya fatigada me puse más desesperada y frenética. El insomnio para mí ha sido una plaga toda mi vida. Ninguna cantidad de píldoras para dormir, vino o antidepresivos podían noquearme cuando estaba en ese estado tan enervado.
Mientras me sentía más mareada, con más fervor me resistía al descanso, lo que es, según supongo, un equivalente de experimentarme fallando en el acto de
nacer.
En las raras ocasiones en que paso una buena noche de sueño, me atormenta un sentimiento de ansiedad, porque son raras las ocasiones en que puedo dormir
bien toda una noche. Me domina la ansiedad porque el aumento de energía me hunde hacia el pasado —al principio del proceso de mi nacimiento—, en la fase de antes de que me quedara atorada. Es claro que estar cansada, baja de energía y deprimida es literalmente mi modo de existencia. No tuve otra elección que la de no hacer nada para sobrevivir a mi nacimiento, cuando me reclamaba desesperadamente que hiciera algo, me convertí en una niña que no me inclinaba a leer porque el leer no me funcionaba entonces, y tampoco ahora. Así que todo mi terror y todo mi dolor tenían que quedarse dentro de mí. Los signos externos
de todo ello eran efectivamente eliminados.
No olvidemos que mi madre era una mujer de tipo histriónico, sobrerreaccionaba, hiperactiva, en continua estampida y haciendo berrinches diariamente. Sin embargo, yo no tenía un espacio para hacer un sonido audible en esa casa en donde sus incesantes carreras perneaban el aire. Es más, sus rabietas fuera de control me horrorizaban y reforzaban mi tendencia a mantener el sentido de mi vida en permanecer silenciosa y quieta. Si mi madre estaba gritando como una bruja, yo tenía que ser algo así como una anémona del mar, un blanco fácil, pero uno que soportaba empujones y dolor, simplemente absorbiéndolo. Eso era todo lo que podía hacer desde el principio del tiempo, quedarme acostada y quieta y tragarme todo. Y eso define la depresión que ha me ha marcado durante toda mi vida.
¿Qué más puedo decir? Soy una verdadera creyente de esta terapia porque sentir me hace volver a la vida, mis ojos se ponen brillantes, mi sonrisa innegable, mi voz plena y rica. Solía estar completamente apagada, casi como una zombi tropezando al correr, o vacía, sin la idea más vaga de cómo asumir el cuidado de mí misma, porque nadie nunca cuidó de mí. Solía preocuparme y agonizar, condenándome constantemente. Ya he sentido bastante de mi dolor hasta el punto de que actualmente puedo experimentar la anticipación; en otras palabras, puedo anticipar algunos eventos por venir, en lugar de aborrecer cada momento de mi existencia. Todavía tengo la tendencia a luchar por ser todas las cosas, para toda la gente, pero cuando me detengo y siento la futilidad subyacente —como la que sentía con mis padres, que rechazaban cualquier parte de mí, tal como yo era—, mi depresión de por vida casi literalmente se evapora cuando siento que no puedo nacer, recibir leche, tener el amor que necesito, entonces ya no tengo que vivir incapacitada para sentirlo todo. Lo que realmente es deprimente es no ser capaz de sentir.