SOBRE LAS DROGAS Y LA ADICCIÓN
Se emplean muchas vías para privar de algo a un niño y dejarlo en un estado de dolor, pero siempre existe una manera segura de tratarlo: con supresores del
dolor. Sin importar qué tipo de combinaciones se sufran —por descuidos, falta de afecto, etc.—, el cuerpo monta sus defensas químicas represivas, y cuando esas defensas fallan, la persona busca algo afuera para hacer aquello que el cuerpo debe ser capaz de hacer por sí mismo. Algunos encuentran el alcohol para realizar este trabajo, otros usan drogas. El resultado al final es la represión, la represión efectiva obtenida de las drogas químicas que logran que el sujeto se sienta en el nirvana. Así lo experimenta el hombre que nos informa en el siguiente estudio de caso. Él estaba tratando de ahogar su terrible soledad impresa y su desesperanza. Las drogas le daban un “rayo de calidez” que sólo podría compararse con lo que pudo haber tenido en su vida más temprana: la calidez del afecto de una madre. A fin de cuentas, su esperanza radicaba en sentir esa desesperanza.
Primero debemos estar seguros de que comprendemos que la adicción a las drogas, al igual que el alcoholismo, no son enfermedades. Son una manera de combatir la verdadera enfermedad de la neurosis y el dolor. La manera de curar la adicción a las drogas se hace removiendo el dolor que aparece tan obvio, como nos quiera parecer. Entonces la adicción se desvanece. No nos volvemos adictos cuando el dolor es común, como el que causa la fractura de una pierna y requiere apaciguar el dolor. Uno se hace adicto cuando hay un antecedente de dolor que clama por un alivio más profundo.
La persona con una pierna rota está bien hasta que se agrega más dolor a la ecuación; un dolor más intenso que el que la morfina puede producir internamente. De ese modo le agregamos externamente un poco más de dolor.
Después de que el dolor subsiste, ya no se requieren más drogas. No sucede así cuando la persona está inundada con el viejo dolor. Cuando su pierna rota sana,
sigue necesitando bloqueadores del dolor o tranquilizantes durante meses o años.
Cuando la persona desea detenerse, de pronto se ve inundado por su pasado y se siente peor que nunca. Durante todo ese tiempo ha tratado de aplacar aquel dolor que padecía. Eventualmente la presión termina, pero cuando se eliminan los supresores hay un rebote masivo, como si todos los dolores se compactaran y se despertaran de nuevo. La persona siente un terrible dolor, constantemente está incómoda y no se puede relajar, sólo piensa en cómo tener de nuevo algún nivel de confort, aunque sea por poco tiempo, y es entonces cuando retorna a consumir los supresores del dolor.
La supresión del dolor está ocultando el problema, y se trata de un problema del que no se puede hablar libremente. No es posible decir ¡no a las drogas! simplemente porque no puedes decir “no” a toda tu historia pasada, ni negar tu fisiología. Como he mencionado en otras ocasiones, tomar drogas es, con
mucho, una tentativa de normalizar al sistema. Aquellos que son depresivos consumen las drogas que los pueden sacar de ese estado: los estimulan al mismo tiempo que aplacan el dolor. Eso también lo provoca la cocaína. Quienes están ansiosos toman drogas que los aplacan, pueden tomar lo que básicamente es una pastilla para dormir (metacualona), y al final logran relajarse. ¿Por qué esas sustancias no los noquean a ellos, como pasaría con una persona normal? Porque
su nivel básico de activación del dolor es tan grande, que justamente los tranquiliza regresándolos a lo “normal”. He visto a un paciente que ha atentado contra su vida tomando dosis masivas de tranquilizantes, y se despierta doce horas después, como si nada. Hay dosis que son reconocidas por su capacidad para matar. De nuevo su nivel de activación psicológica y neurológica es tan grande, que las drogas apenas pueden apagar el fuego.
La adicción recibe sus ímpetus del primer dolor. He visto a fumadores empedernidos que invariablemente se enfrentan a dolores de su nacimiento y posteriores a éste, y después de una vida muy dura, se sella su destino: los cigarros contienen una de las drogas más adictivas, porque actúan como tranquilizantes, están fácilmente disponibles, son legales y pueden disminuir el dolor cada treinta minutos Los que fuman mariguana crean una lobotomía parcial cortando
funcionalmente las conexiones entre los centros inhibitorios y las áreas sensibles. A menudo son obsesivos, y conforme la inhibición decrece y surgen los dolores profundos, requieren una especie de absorción por la mente pensante.
Los temores les conducirán a imaginar ladrones y peligros dondequiera, o se obsesionarán con la idea de ¿qué va a suceder en su escuela al día siguiente?, o
acerca de cualquier otra cosa que uno pueda imaginar.
Los que son muy reprimidos pueden caer en el consumo de mariguana porque disminuye temporalmente su represión. El precio que pagan es que, tras haber consumido mucha mariguana, las compuertas ya no se podrán cerrar y la persona comenzará a sufrir de manera crónica o también se tornará ligeramente paranoide en forma permanente, sospechando de casi todo y de cada persona.
Todos los intercambios entre las drogas son, a la larga, una tentativa de estar cómodos, y eso significa poner al sistema nuevamente en equilibrio: un sistema libre de golpes debidos al trauma temprano. La respuesta a la adicción a las drogas sigue avanzando directamente: tiene que ver con aquellos traumas y recupera el equilibrio del sistema. La adicción simplemente será abandonada sin ninguna exhortación, moralización, amenazas de castigo o promesa de recompensas.
Por supuesto que ayuda sacar a alguien de una cultura de consumo de drogas, colocarla en un medio limpio y fresco, conseguirle trabajo, abrigo, etc., pero aunque todo esto es necesario, no es suficiente para la cura. Casi siempre habrá recurrencia, sin tener que enfrentarse al dolor de cabeza continuo; cualquier otra aproximación sólo significa un deseo. El dolor que produce la adicción jamás se aleja, sin importar el medio ambiente. Uno puede hacer que las drogas sean más difíciles de conseguir y producir un cálido y protector ambiente familiar en centros de recuperación, todos son útiles, pero nunca curativos. Esos centros son necesarios porque disponer de un ambiente decente es crucial, pero no puedes alejar fácilmente la neurosis, sin importar qué tan altruista puedas ser. Es decepcionante también porque la persona con un cierto ambiente social, rodeada de gente dispuesta a ayudar en la terapia de grupo, no puede alejarse de su fisiología ni por un minuto.
Poder sacar a alguien de la drogadicción sin trabajar con su dolor interno es solamente para retener la falta de equilibrio interno y, más tarde, asegurar una cierta clase de enfermedad o algún síntoma. Recuerdo haber trabajado con grupos de confrontación para ex adictos. Dejaron la heroína pero, en promedio, a diario se fumaban tres paquetes de cigarrillos con cerca de diez tazas de café antes del medio día. Permítanme reiterar que esos centros de recuperación ayudan, porque el apoyo a los otros es esencial; el problema que tengo con ellos es su carácter moralista, la insistencia en la autodisciplina, el compromiso con el cambio, etc. En esos grupos la persona puede pagar un servicio insuficiente o no sincero, en cuyo fondo se mantienen las rachas de dolor. Su principal compromiso es estar cómodos, al tiempo que se permanece adicto aunque se haya comprometido a normalizarse, y a pesar del oprobio que esa situación trajo consigo.
En estos centros a menudo hay terapias de grupo, una revelación del yo y todo lo demás. El problema es que mientras uno no reviva en regresión el dolor, no hay modo de revelar plenamente al yo que sufre y necesita drogas y alcohol.
La confrontación que se da en la clase de grupos con los que trabajo no lo puede lograr. Forzar a alguien a confesar que es adicto puede servir de ayuda en una
primera instancia, pero la constante confrontación de otras personas que demandan una confrontación con la realidad, asumen que esta gente sabe cuál es la realidad que yace en su interior: algo que casi nunca viene al caso. Las confesiones de incesto, por ejemplo, son una cosa, pero es distinto revivirlo una y otra vez, durante varios meses. Uno puede llorar mucho a causa del incesto, pero no será lo mismo que lo que es absolutamente necesario: revivir el trauma con toda su agonía (la agonía antes suprimida con píldoras) hasta que se logra reducir el nivel de dolor interno a un estado mensurable.
Confesar y “enfrentarse” al incesto, por ejemplo, es una cosa que está molestando a una persona, se asume que la persona conoce lo que yace en lo profundo: en mi experiencia, los dolores más críticos no se descubren mediante un esfuerzo consciente, sino que los encuentran cuando la persona revive, una vez que ha bajado a los más profundos niveles de conciencia. Antes de eso, tal persona había estado totalmente inconsciente de lo que yacía en el fondo. El tratamiento de la adicción requiere algo más que el “altruismo” y la mejor de las intenciones; es necesario un acercamiento sistemático y científico.
Existe un constante pensamiento mágico que afirma que si uno se aleja de las drogas, el dolor desaparecerá, asumiendo que uno reconoce el dolor, cosa que no es tan común como se piensa. Ni siquiera la terapia de choque, que interviene con ingresos masivos en el cerebro, puede alejar el dolor. Se debe revivir poco a poco, parte por parte, hasta que se integre a la conciencia; después de ello ya no puedes hacer adicta a la persona, aunque lo intentes. El problema es que todo aquello que hace adicta a una persona (huir de…) suele depender de un arreglo rápido o inmediato, eso es lo que influye contra la persona que ha tratado de
sentir su dolor durante mucho tiempo.
Un resultado inmediato es, más que nada, el resultado de los impulsos de primera línea que hacen la espera más ligera y salvan a la persona del infierno.
Todos ellos están orientados por impulsos que están más allá de su control. Por tanto, los adictos severos necesitan de un medio ambiente donde sentir su dolor, que funcione como una casa protectora. Ahí podrán observarse hasta que hayan sentido lo suficiente para considerar suyo ese dolor. Los invito a ser testigos de los siguientes casos de pacientes que han hecho de todo, desde aspirar solventes, consumir heroína, una mezcla de aceleradores, calmantes, etc. Ellos “han estado allí” y lo que dicen explica mejor que yo de lo que se trata la adicción y su cura. Bill
Estoy en el proceso de recuperarme después de que, para hacer mi vida tolerable, he cumplido casi veinte años ingiriendo alcohol y varias drogas. En particular, en mis “veinte años” usaba virtualmente cualquier opiáceo, barbitúrico, anfetamina, alucinógeno o sustancia controlada disponible. También bebía vino, cerveza, licores fuertes y fumaba. Estaba en una constante lucha contra mí mismo, porque ser “yo mismo” significaba sentir horrible la mayor parte del tiempo. Nací prematuramente, dos meses antes de tiempo, y pasé las tres primeras semanas de mi vida en una incubadora. Hace poco descubrí que nací de camino al hospital y que mi madre apretaba las piernas para evitar mi nacimiento antes de la llegada del doctor.
Mis padres se divorciaron cuando yo tenía dos años. Mi padre era alcohólico y mi madre había nacido fuera del matrimonio, así que pasó los primeros tres
años de su vida en un orfanatorio. En los primeros diez años de mi vida no tuve un padre. Mi madre casi siempre estaba deprimida, avasallada o histérica. Basta
decir que para mí, durante esos diez primeros años de mi vida, siempre había muy poca comodidad, seguridad o estabilidad. Entonces mi madre se casó con
un hombre sin educación, crudo y violento, un alcohólico, trabajador de cuello azul.
Mi adolescencia fue de aislamiento, falta de ayuda, críticas y abuso emocional y físico. Me pegaban con el cinturón. Humillado, criticado, amenazado y castigado precisamente por las personas que se suponía debían amarme, abrazarme y mostrarme el camino de la vida. Uno de los horrores de mi vida consistió en haber sido odiado por la persona que yo necesitaba que más me amara… mi madre
Cuando era niño siempre estaba confundido y avasallado porque las cosas no eran como debían ser. La vida parecía no tener sentido, nunca sabía qué estaba
pasando. Comencé a leer a muy temprana edad y devoraba cualquier fuente de lectura que encontraba. Los libros fueron mi salvación. La literatura me brindaba
un mundo al que podía retirarme, donde las cosas eran ideales, justas y había un sentido de orden y un desarrollo lógico. Podía separar mi vida del caos. Más tarde, la música y los deportes también fueron salidas importantes para mí.
En mi familia nunca hubo un sentido de amor o de cohesión. Mi madre pretendía, y fingía, presentarse como una mujer bien educada y con hijos disciplinados. La obediencia y el respeto eran obligatorios. Si nosotros nos portábamos como pequeños autómatas, el resultado sería la admiración de los amigos y de la familia, ante quienes ellos representaban un falso sentido de su valor como padres. A menudo decían: “Yo vivo para mis hijos”. Esa afirmación yo la escuché y padecí durante toda mi adolescencia. En realidad mi madre se sentía falsa, sin valor alguno, por eso nos representaba a nosotros, usándonos para sentirse valiosa; pero en realidad en mi familia no había amor alguno y tampoco era una familia verdadera. Nunca nos acariciaban o tocaban.
Mi padrastro tomaba y se ponía violento, y en varias ocasiones golpeaba a mi madre. Yo tenía una cadena interminable de tareas y obligaciones en la casa y en
la escuela, y siempre sentía que nada era suficiente para llenar sus expectativas.
Además, nunca me podía enojar y “nada de expresar mis verdaderos sentimientos”, para ella eso significaba que yo no la respetaba. Y aun así, siempre estaba enojada conmigo y cualquier expresión espontánea mía, era aniquilada. No podía ser “yo mismo”, por eso trataba de ser lo que ella quería que yo fuera. Si era un buen niño, entonces podía esperar alguna atención y satisfacción de mis necesidades y sueños, y tal vez encontraría algo de cuidado e interés en mí. Quizá alguna vez podría acariciarme, escucharme y tratarme bien, en suma: sería amado.
Descubrí el poder inducido del encanto borroso de la heroína cuando un amigo que estaba en la guerra de Vietnam me envió un paquete. Eso significó para mí relajación, alivio y una calidez calmante que nunca había experimentado. Esto era el nirvana, significaba estar libre de un sufrimiento que ocupaba la mayor parte de mi vida y el cual no había advertido del todo, hasta que mi vida tuvo un cambio que parecía relativamente correcto y no un mercado callejero. Nunca fui adepto a dormir en la calle, pero pasé una buena cantidad de años usando morfina farmacéutica y toda clase de drogas prescritas hasta que me hice adicto a ellas. Éste no es un escenario diferente al de muchas personas como yo, que crecieron durante la revolución cultural de los años sesenta, pero sí puede considerarse un gran salto para un chico que era un atlético gusano lector de libros.
Necesitaba tomar drogas porque estaba sufriendo. En el tiempo en que me decidí por la terapia, los analgésicos eran lo único que me mantenía funcionando. No tenía el freno de una religión o de un sistema de creencias que me confortara o me frustrara. La vida ya no valía la pena de vivirse. Estaba perdido en la desesperación, incapaz de cambiar. Más que nada, yo deseaba olvidar. No bastaba con solamente ser, necesitaba sedarme.
Con los años, y después de muchos primales, ahora sé cuál era la realidad central de mi vida y el dolor que había mantenido a raya durante toda mi vida.
Sentí la interminable abarcadora agonía convulsiva de haber sido un bebé y un infante totalmente solo, jamás visto ni tomado en cuenta, siempre ignorado, en
fin, un bebé aislado. Casi morí en la incubadora (recién nacido). Éstas son las experiencias desafortunadas (y muchas otras de mi infancia) que me dejaron un
legado de infinita e inexplicable soledad. Me condenaron a nunca ser capaz de dejar las malas relaciones porque eso significaría estar solo otra vez. Podía estar en medio de miles de personas en un estadio y sentirme absolutamente solo. Yo creo que ésta es la suma total de mi vida temprana, que hizo de las drogas —y lo
más importante, de los analgésicos— algo tan indispensable para mí, pues me dieron el calor que no había tenido antes, una sensación física que comenzaba en el estómago y luego inundaba mi cuerpo con un alivio seguro e incondicional.
Estar casi estrangulado y retenido durante mi nacimiento me hizo rendirme en cualquier cosa que intentara. El haber pasado las primeras semanas de mi vida
en una incubadora me dejaron perpetuamente solitario. No importó qué tan cercanas y amorosas fueran mis amistades y mis amantes, nunca encontré lo suficiente para disminuir mi vacío interior por crecer en una familia discordante, inestable, que me hizo incapaz de alcanzar alguna estabilidad en mi vida. La suma de todo esto fue demasiado. Para poderme conducir hacia una vida estable necesitaba del alivio más fuerte que pudiera encontrar, y no había nada que me lo proporcionara, excepto los opiáceos. Todavía estoy tratando de encontrar el camino de regreso. Siento que ya estoy volviendo de un camino muy largo que ha sido una dura agonía. Pero ahora, con cada sentimiento resolutivo, recupero algo más de mi vida y de mi yo. Mi vida fue horrible y dolorosa, pero después de todo, era la mía.