Deena
Cuando tenía trece años, en nuestro libro de salud de la escuela había una pequeña sección que nos advertía contra el uso de drogas, pero yo me sentía atraída hacia ellas. Sabía que en cuanto tuviera una oportunidad, las consumiría.
Era el año 1963, cuando el uso de drogas no era común en ese pequeño pueblo de Nueva Inglaterra, pero las cosas estaban cambiando rápidamente. Entre los catorce y quince años empecé a merodear a los limpiabotas y chicos de la calle, aunque era una buena estudiante con planes de continuar estudiando. También
empecé a beber con ellos y a actuar de forma rebelde, mostrando un comportamiento antisocial. Me encantaba la excitación y el peligro. A los dieciséis años empecé a fumar mariguana, acompañándola con dexedrina, barbitúricos y heroína, y esto lo hice durante el resto del tiempo de la High School. En dos ocasiones me arrestaron por cargos relacionados con drogas, ya tenía dieciocho años. Para mi suerte, en ambas ocasiones me cancelaron los cargos.
Las drogas y el estilo de vida correspondiente se relacionaban con mi vida.
Necesitaba escapar de mi hogar y de mis padres que peleaban constantemente, y de una casa donde no había nada para mí. Me identificaba mejor con los chicos
de la calle que con los “bien educados” de la escuela. La rebelión y las drogas hacían de mí una chica especial y diferente. Era un modo de llamar la atención.
Antes había sido una chica buena, pero eso no me condujo a ningún lado.
También siempre había sido muy tímida. El alcohol y las drogas me quitaron la timidez y me dieron un sentimiento de pertenencia, algo que nunca había tenido con mi familia.
De una manera perversa descubrí la esperanza en el lado oscuro, en la orilla.
Con las drogas siempre encontraba la esperanza de sentirme diferente, mejor y buena, si tenía suerte. De algún modo pude sobrevivir y fui a un colegio estatal a veinte millas de distancia. Los estudiantes eran muy rígidos, me aburrían, y de nuevo me asustaba y volvía mi timidez. Un amigo me envió algo de LSD. Me asusté pero tenía curiosidad de sentir la percepción alterada. Incapaz de relacionarme con la gente que me rodeaba, sufrí durante el resto del viaje, sola
en mi cuarto. Mi mente corría velozmente. Estaba aterrorizada y pensaba que ese sentimiento nunca se iba a acabar. Después tuve dificultades con la escuela hasta que finalmente encontré personas que estaban en lo de las drogas, unos eran artistas y se hicieron mis amigos. Pero después de un año me sentí marginada.
Mi familia se desintegró, mi novio se fue a la Marina para evitar que lo enviaran a Vietnam. Terminé en Boston, sin límites y sola, totalmente alienada, formando parte de la subcultura de las drogas. Mi vida giraba en torno a obtenerlas. Me descubrí inyectándome. Me gustaba mucho, era erótico y me satisfacía. La euforia que vivía, conforme las drogas entraban a mi sistema, eran electricidad y puro éxtasis. Me inyectaba cristal y a veces heroína, me encantaba la rapidez del meth, pero el final siempre era difícil y a veces me causaba una psicosis ligera y temporal, con alucinaciones y paranoia; sin embargo, yo continuaba con esa primera carga. La heroína era mejor, me creaba un total sentimiento de bienestar. También probé el ácido y me hizo sentir alienada.
Siempre tenía el sentimiento de que no podía confiar en las personas que me rodeaban y tenía que estar alerta, excepto una vez. Los alucinógenos realmente magnificaron mis temores, pero de todos modos los seguí consumiendo. Viví en esta situación cerca de seis meses y volví a la escuela, incluso logré graduarme.
Aunque pienso que mi sistema nervioso estaba ligeramente dañado, pues tenía muchos dolores de cabeza y empecé a tener síntomas de ansiedad.
Después del College pasé por una etapa dedicada a consumir alcohol y barbitúricos juntos. Conforme pasé por estos periodos, adoptaba una personalidad diferente, recurría a cualquiera que no fuera yo misma, porque esa “yo misma” era una niña pequeña tímida, asustada y sola. Esta vez era como Sally Bowles, el personaje de Historias de Berlín, viviendo una vida decadente.
Usaba ropa de tiendas baratas y convivía con hombres gay. Cuando salía, podía hacer cualquier cosa aventurada que asustaba a la pequeña niña dentro de mí. Me detuve cuando me percaté de que ese comportamiento me podía llevar a la muerte. Creo que también se trataba de que mi mecanismo de supervivencia es tal, que me aburro muy fácilmente y nunca permanezco en un escenario por mucho tiempo. Durante una temporada tomé Valium y Darvón prescritos para la ansiedad y los dolores de cabeza. Dejé de usarlos cuando me di cuenta de que ya me estaba convirtiendo en adicta a ellos.
Mi última pelea con las drogas fue a los treinta años. Pasé un invierno en Key West. Entonces combiné la cocaína con metacualona, drogas que abundan
en esa isla. Ambas me hacían sentirme muy bien. Las dejé cuando volví al norte, descubrí que ya quería crecer, pero no sabía cómo. Ésta fue una de las cosas que
me trajeron a la terapia. Para mí, el uso de las drogas estaba conectado con la búsqueda de un sentido de pertenencia, junto con la automedicación para la
depresión y la ansiedad. Cada vez que había esperanza de que yo formara parte de un grupo, las drogas me daban un sentimiento de identidad que me impedía
sentirme asustada y sola, y cuando me daba cuenta de que esas drogas no funcionaban, me cambiaba de sitio.
En la terapia, casi cada sentimiento retorna al momento en que me siento asustada y sola. Creo que cuando era bebé me dejaban sola durante mucho tiempo. Nunca aprendí a conectarme ni a sentirme cómoda con otras personas, y mi madre siempre estaba tensa, ansiosa y enojada. La falta de una comunicación adecuada entre nosotras y la escasa estimulación en las etapas vitales de mi desarrollo, tuvieron como resultado, durante toda mi vida, una extrema incomodidad psicológica y física. Usaba las drogas en un intento de conectarme y sentirme parte de algo o alguien, para compartir alguna experiencia (eso que nunca pude sentir con mi madre). También era una manera de revivir las incómodas sensaciones que estos sentimientos me causaban, física y psicológicamente: se trataba de la tensión y la ansiedad.
Cuando en la terapia surgieron los sentimientos de alienación y temor, pude permitirme sentirlos realmente por primera vez. Ahora no tengo que buscar drogas y amistades decadentes con el fin de ligarme a ellas y racionalizar las sobrecogedoras emociones y sensaciones que experimentaba. También me he dado cuenta de que las personas con las que me relacionaba, únicamente me hacían sentirme más sola y más asustada. Lo más importante de todo era que las drogas representaban una esperanza: la de sentirme mejor (al menos por unos momentos). Ahora finalmente he podido sentir la desesperanza y ya me puedo bajar del “carrito de la feria”; puedo ser vulnerable y real, y al fin crecer: desde la niña asustada y solitaria que mi madre menospreció, hasta una vida adulta, vivida en la realidad presente.
Michelle
La primera vez que probé las drogas tenía dieciocho años y vivía en París, en 1969. Me educaron en la tradición judía, en una atmósfera que mi familia no practicaba de forma estricta. Sin embargo, el ambiente era severamente represivo en muchos aspectos. Intenté suicidarme unos pocos meses antes de comenzar a drogarme. Estuve muy cerca de la muerte, y poco después de esa tentativa abandoné mi hogar, sintiéndome incapaz de enfrentar las presiones en ese lugar. Me encontré viviendo en París, que todavía estaba en fermento por los “sucesos” de Mayo del 68, cuando el levantamiento estudiantil sacudió a la sociedad francesa. Esa violenta disrupción representaba la postergada y explosiva llegada a Francia de esa cultura juvenil que se originó en América en los años cincuenta,
con la protesta de la joven generación, la llegada del rock and roll y la búsqueda de un nuevo modo de vida comunitaria.
La estrechez y la rigidez patriarcal de la vida familiar prácticamente desaparecieron en Francia. Las características de esta “contracultura” fueron: el extremismo político, la permisividad sexual, la experimentación de la “expansión mental” mediante el consumo de drogas y el reto a los valores de “lo establecido”. Mis conflictos interiores y mis aspiraciones se reflejaban íntimamente en el modo y circunstancias de esos tiempos.
¿Por qué consumí drogas? Mi impulso inicial hacia las drogas se debió a su estatus prohibitivo: mi deseo de establecer mi identidad personal requería de un
comportamiento radicalmente diferente, y por supuesto, inaceptable para mis padres, que permanecieron instalados en su “autoridad”. Al mismo tiempo, todo esto era el medio para crear una relación con las personas de mi edad. Para mí, el deseo de libertad significaba escapar de la prisión de mis inhibiciones.
Necesitaba desesperadamente dejarme ir, sentirme hermosa, adorable y querida, sobreponerme a mis sentimientos paralizantes de inadecuación física impresos durante una vida de críticas, malos tratos, falta de aprecio… Estaba atrapada entre la necesidad de acercarme emocionalmente a los hombres y el terror de
estar cerca de ellos, física y sexualmente.
Por desgracia en esos tiempos parecía inconcebible que los hombres pudieran ser amigos míos, a menos que me fuera a la cama con ellos. Con el fin de no condenarme a un estado de aislamiento total y de explorar el mundo de las relaciones emocionales, tuve que sobreponerme a mi terror: las drogas parecían tener la respuesta, sobre todo después de que vi una película que retrataba la vida de la gente que vivía en una isla mediterránea: el sol, la bella naturaleza, la vida relajada y la música, entretejidas con la libertad emocional y sexual y la intimidad, parecía un sueño hecho realidad. La presencia de las drogas, como un elemento clave, se proyectaba en la película subrayando los efectos potencialmente trágicos (muerte por sobredosis). Sin embargo, y esto de importancia crítica, a mí me atraían no sólo las drogas como una puerta para ingresar a ese estilo de vida, sino también como una compuerta a la pasión y al peligro.
Consumí mariguana y hachís durante un periodo de dos años, al ritmo de entre una y cinco dosis al día. Me acompañaba de amigos y después lo hacía sola. La primera vez que fumé, en unos pocos minutos me sentí violentamente enferma. Parecía que mi estómago se había vuelto al revés. La reacción violenta de mi cuerpo me asustó. Me acosté y mientras miraba a mi novio empecé a alucinar: su cara se transformaba en un monstruo peludo con una mirada salvaje y peligrosa.
¿Por qué a pesar de esos efectos tan confusos continué tomando drogas? La razón requiere que vuelva varios años a mi pasado. Una de mis fantasías más fuertes en mi adolescencia era que quería volverme loca, en verdad la veía como una meta a futuro. La conciencia directa de este deseo la impulsó una película en la que la ambición profesional conduce a un periodista a hacerse pasar como un enfermo mental, con la finalidad de entrar a un hospital psiquiátrico de incógnito. Como resultado de sus experiencias allí, logra genuinamente perder el juicio y se convierte en un catatónico incurable. En la escena final su novia muestra el gran amor que siente por él, en una tentativa por traerlo de regreso a la vida, pero es en vano. En mi fantasía yo era ese hombre y mi madre la persona
que me mostraba tanto amor y desesperación por recibir de vuelta mi amor por ella.
Asustada o no, las drogas quizá podrían volverme loca y, por tanto, amada, así que continué. A medida que me sentía más profundamente sometida a la
influencia de las drogas, estaba teniendo un cambio sutil. Al principio me permití pretender estar loca, dejando a mi imaginación crear visiones locas a las que podía detener a voluntad. Estaba experimentando y haciendo creer al mundo que yo estaba loca. Sin embargo, en una analogía exacta con el periodista de la película, comencé a perder el control. Ya no me sentía la creadora de las alucinaciones, sino su víctima. Un día, acostada en mi cama, miré hacia el piso y me vi tirada en medio de un charco de sangre, me sentí realmente aterrada porque no podía distinguir si esa “yo” que estaba en la cama, era la que en el piso sangraba a morir.
Otro efecto de la droga fueron los episodios psicóticos. Me aterraban los pequeños pedazos de vidrio roto, los tenedores, los cuchillos, las tijeras, cualquier objeto filoso lo investía con vida propia y con el poder y el deseo de lastimarme, por ejemplo, agarrando un cuchillo y matándome. Me horrorizaba quedarme dormida, pues estaba convencida de que mientras estaba inconsciente todos esos instrumentos tenían el deseo y el poder de lastimarme. Me aterraba ir a dormir porque pensaba que en ese estado “yo” estaba desprotegida, y mi cuerpo era como “otro yo” que podía encargarse de matarme.
Me sentí obligada a hacer actos y rituales de protección. Cualquier intrusión de elementos peligrosos —por ejemplo, una botella rota en la calle— me podía disparar los mismos terrores. Se alternaban periodos psicóticos con periodos de remisión. Y en lo que toca a mi respuesta física al uso regular de drogas,
presentaba una ansiedad constante, algunas veces con temblores, a menudo debidos a una aceleración de los latidos del corazón, sentimientos de ahogo e incapacidad para comer.
Obviamente pagué un precio alto. Pero pude lograr rupturas parciales. Ya no era tan extremadamente autoconsciente, ya no tenía sentimientos de ser tan inadecuada, ni de no ser amada, etc. Ya no tenía miedo del contacto sexual, e incluso me volví promiscua. Era capaz de disfrutar el sexo normal genuinamente
Otros resultados fueron que ya no estaba sola en mis sentimientos o alienada por los hombres y mujeres jóvenes del grupo con el que me identificaba. A
menudo me sentía como “dueña del mundo”, como si mi vida fuera presentada en una pantalla gigante en donde todos podían verme a mí y a mi dolor.
Inconscientemente había tomado el papel de heroína de la película y me imaginaba hermosa, merecedora de amor y ya no estaba sola. De un modo adelantado, mi vida era la reminiscencia de un mundo de fantasía en las playas mediterráneas. No trabajaba y de algún modo me sentía inmune a intereses y preocupaciones sobre la existencia material y sus contingencias.
¿Por qué dejé las drogas?
Hacia fines del segundo año me fui con unos amigos a Ámsterdam, para disfrutar de la libertad legal de usar drogas. Una noche uno de nosotros compró
provisiones a un extraño, y antes de que lo supiéramos, en lugar de fumar hachís me encontré bajo el influjo de algo muy diferente (cuya naturaleza precisa todavía desconozco). En unos segundos sentí un fuerte golpe en mi estómago y mi corazón latía como si fuera a explotar. Sentí el terror más violento que jamás había experimentado. Pasé la noche más larga de mi vida, enrollada en la cama o caminando alrededor, en un estado de agitación frenética, rezando para que mi
corazón no explotara y que mi cuerpo recobrara el control, para que esta experiencia de pesadilla se detuviera. Después de esa noche, que pareció durar
como cien años, vivida en un inmenso terror, el efecto de la droga se extinguió y yo prometí que nunca, nunca más volvería a tomar drogas. Esta vez el temor a la droga llegó a ser muy poderoso. La confrontación real con la muerte borró la atracción de las fantasías de peligro y de estar al borde de… morir.
¿Qué pasó después que dejé las drogas?
Después de veinticuatro horas de dejar la droga, experimenté el primero de los que llamo “mis ataques de pánico”. Me aterró, pero al principio simplemente estaba sufriendo de uno de los síntomas de abstinencia. Conforme han pasado los meses y los años, el pánico sentido es más que nada un revivir interminable del episodio de Ámsterdam. Me volví una persona con terror de ser envenenada por mis alimentos. Sin embargo, en poco tiempo pareció que ya nada podía dispararme el pánico, pero después, en lo físico, los síntomas de mis ataques de pánico son unos latidos del corazón extremadamente veloces, que me hacen temer morirme, me incapacitan para respirar, tengo sensaciones de ahogo y de congelamiento y una frenética búsqueda de ayuda.
Los efectos destructivos de esta situación se han mitigado con la terapia, los cuales estaban constantemente presentes, pero después aparecían de forma intermitente con una frecuencia e intensidad por tiempo incontrolable: su origen es un total misterio. De los años que siguieron a la experiencia de Ámsterdam, hasta ahora, veinte años después, ya estoy más cerca de comprender e intuir su verdadera naturaleza, aunque todavía no he sido capaz de enfrentarme con ellos
de una vez por todas.