LA HUELLA DE LA DESESPERACIÓN MALIGNA: DESESPERANZA Y CÁNCER
Cuando el trauma original es insuperable para el sistema humano, la desesperación se convierte en algo impreso. No existe en el mundo un niño de cuatro años —que haya sido víctima de abuso— que pueda integrar el hecho de que su vida no tiene esperanza, que nunca será amado y que luchar contra ello es inútil. También sería intolerable que el niño estuviera plenamente consciente de estos pensamientos, día a día, durante años. Puede haber una escena en la memoria del niño que represente el epítome de su desesperación, pero generalmente la experiencia es suprimida. Junto con la supresión, sucede un cambio en las hormonas y en la función celular.
De ese modo, en un nivel, el niño no está consciente de su desesperación y no se atreve a articularla y a reconocerla, pero en un nivel diferente, la desesperación está ahí, sin palabras, creando un gran daño hasta que de ello resulte, quizá varias décadas después, la malignidad o una seria enfermedad mental. Es ahí donde está el problema: la distancia entre la huella impresa originalmente y la posible enfermedad es tan grande, que hace casi imposible que se detecte. En todo caso, queda muy claro, aun desde los estudios hechos con ratas, que no es necesario tener las palabras para sentir la derrota y la desesperación.
¿Acaso solamente las cosas malas son las que quedan impresas? De ningún modo, pero es en los sucesos traumáticos donde se disloca la función, y es en estas dislocaciones donde se mantienen los “malos” recuerdos. Una alta presión sanguínea, por ejemplo, es la vía para que los recuerdos traumáticos se conserven vivos, posiblemente se trata de la misma presión sanguínea que acompañó al trauma original.
Vernon Reilly dirigió una investigación detallada acerca de la literatura científica disponible, y ha concluido que el daño hecho al sistema inmune, claramente deja a la persona vulnerable a la acción de los virus cancerosos y a otras recién transformadas células cancerosas. Por tanto, ya no pueden ser contenidos, debido al estrés, los procesos patológicos que normalmente se mantienen a raya con la acción del aparato inmune. Sin la presencia de un efectivo sistema de vigilancia inmune, aumentan las posibilidades de desarrollar varios tipos de cáncer.
En un artículo, Ruth Lloyd señaló que se ha demostrado que ciertas condiciones sociales de impotencia y desesperación están asociadas con una “pronunciada elevación del nivel de corticosterona y de esteroides adrenales inmunodepresivos en ratones”. Esta situación de sentirse vencido provoca aumentos en la producción de endorfinas, que a su vez comprometen el funcionamiento inmune. Eli Seifter señala diversos modos específicos que tienen los estresores para alentar el crecimiento de tumores: reducen el número de células tumorales requeridas para establecer un tumor viral y aumentan la tasa de crecimiento de algunos tumores, acortando los tiempos de supervivencia de los ratones que soportan esos tumores”. Estas conclusiones se basan en los resultados estadísticos de una gran variedad de estudios.
El estrés es el factor más importante en el fomento de tumores y de muchas otras enfermedades. En efecto, de todas las maneras posibles, el simple hecho de
tener un tumor empeora las cosas. Seifter indica que cada una de las diversas clases de estresores, ya sea físicos o psicológicos, tienen el mismo efecto:
“provocar un aumento multiplicado en el crecimiento del tumor, aumentando la tasa de crecimiento de algunos tumores y acortando los tiempos de
sobrevivencia de los ratones portadores de ciertos tumores”. Por tanto, Seifter cree que los estresores psicológicos contribuyen al crecimiento de tumores “de la
misma forma que lo hacen los estresores físicos”. Cuando se estresa a los ratones con una inyección de compuestos tóxicos o de células tumorales, siempre que
sus vidas sean estables, las células permanecen locales y benignas, pero tan pronto como su estructura psicológica se ve perturbada, los tumores crecen, se
extienden, hacen metástasis y el animal muere.
Sobrian ha encontrado que el estrés de una mujer embarazada baja su función inmune durante el parto. Esto parece confirmar la probabilidad de que una persona susceptible a los tumores y al cáncer, tenga sus orígenes en el vientre materno. La inmunidad dañada puede mejorarse en un ambiente amoroso. George F. Solomon, de la Universidad de Stanford, encontró que las ratas y ratones a los que se les acariciaba, eran capaces de desarrollar más anticuerpos y, por tanto, podían luchar mucho mejor contra la enfermedad que aquellos a los que no acariciaron.
Como lo he hecho notar, acariciar y frotar a los animales, y sin duda también a los organismos humanos, aumenta el funcionamiento inmune. La investigación
con pacientes con cáncer, en general ha mostrado que estos están fríos y rígidos, con profundas necesidades de afecto que requieren ser cubiertas. Los padres de
enfermos de cáncer tienden a ser severos y poco afectivos. La falta de amor puede ser fatal.
LA MENTE DEL SISTEMA INMUNE
La vacuna de la polio no puede decirle al virus de la polio: “¡Ah, sí, recuerdo tu cara, ya nos habíamos encontrado antes!”, pero seguramente recuerda y responde
a la forma de ciertas configuraciones familiares al virus. Las células inmunes disparadoras de endorfinas no dicen: “Aquí llega otro de los ataques de papá,
mejor apurémonos”, pero sin duda recuerdan y responden al mensaje de dolor que inunda al cuerpo.
Que los estados psicológicos afectan el funcionamiento inmune, fue bellamente demostrado por experimentos que informaron cómo la respuesta de una persona a una ortiga venenosa puede estar determinada más por lo que la persona espera y cree que va a suceder, que por el contagio inherente a la planta ponzoñosa. Las personas que fueron expuestas a una planta no dañina, pero a quienes se dijo que se trataba de una planta venenosa, efectivamente desarrollaron una irritación semejante a la causada por la planta. Otros fueron expuestos a la planta venenosa, pero les dijeron que no era maligna y no desarrollaron una irritación comparable. El sistema inmune estaba respondiendo a lo que estaba en la mente, en lugar de responder a una realidad objetiva. En otras palabras: la mente es nuestra realidad primaria.
Apenas recientemente creíamos que el cerebro era guiado por los sistemas corporales, más o menos en una sola dirección. Ahora sabemos que la intercomunicación es total: los mensajes corren en ambas direcciones con igual fuerza y efecto. El cerebro se informa inmediatamente de la intromisión de fuerzas ajenas, ya se trate de células virales o de respuestas emocionales traumáticas a sucesos psicológicos. Un ataque en forma de críticas, rechazo o abuso tiene el mismo efecto final de un virus en el cerebro, o en el cuerpo. El abuso psicológico es una fuerza alienígena en el sentido de que ya no permite al sistema ser él mismo, o ser normal. Más bien, produce una dislocación de toda clase de procesos fisiológicos, con el resultado de que la persona puede ser otra vez ella misma hasta que finalmente logre integrar un abuso.
“Alienígena” significa simplemente que se trata de una fuerza no externa que el sistema no puede absorber con facilidad. El abuso, por ejemplo, se trata como
un extraño no deseado. Para dejarlo más claro pongamos un ejemplo: un niño de seis años escucha a sus padres discutiendo. Mira desde la ventana a su padre
cargando sus maletas en el coche y conduciéndolo lejos. Siente que nunca volverá a ver a su padre. Su madre llega al cuarto para darle la noticia. Ella está
inconsolable, llora desgarradoramente, y le dice a su hijo: “Desde hoy, tú vas a ser el hombre de la casa”. Para el niño es un trauma darse cuenta que ya no va a
seguir siendo un niño, que no va a tener a su padre, que no puede depender de su madre y que no tiene a nadie a quien recurrir, o en quien apoyarse. En suma, ya
no puede ser él mismo: sus necesidades infantiles de un padre fuerte y estable jamás serán satisfechas.
Sólo una pequeña parte de este hecho y su significado catastrófico se puede integrar, el resto se expulsa de la conciencia y se guarda en un almacén límbico.
La parte no integrada no puede ser parte del yo (self), el organismo no la absorbe nuevamente, sólo la aparta para después tratarla como algo alienado. El sistema
inmune tratará esa parte de sí mismo como ajena, y por esa causa más tarde puede atacarla, y de ahí vendrán las enfermedades autoinmunes.
En la esclerosis múltiple las células inmunes atacan la capa de mielina que cubre las células nerviosas hasta que llegan a producir serias disfunciones motoras. El sentimiento real es tratado como un ejército invasor que debe repelerse a toda costa. Mientras que los sentimientos reales permanezcan alienados, el comportamiento basado en ellos tiene que ser irreal; si el comportamiento fuera real, habría una inmediata agonía. Más tarde en la vida, cuando el estrés sea demasiado, la persona puede adoptar creencias de que los alienígenas están por invadir, y sí lo están, pero ella ha olvidado quiénes son los
alienígenas.
Uno de los aspectos más interesantes del sistema inmune es que parece muy estructurado, al igual que el comportamiento externo. A menudo, el comportamiento humano procede como si un self neurótico o uno irreal estuviera actuando contra los intereses del self real. De forma análoga, el sistema inmune tiene la tarea de diferenciar entre el “self real” y el “no self”. Debe ser capaz de identificar las células extrañas como no self, y a las células endógenas como self.
Existen enfermedades, como la artritis reumatoide, que se conocen como disfunciones autoinmunes en las que el sistema inmune comete el error de atacar
a sus propias células, como si fueran células extrañas.
El hecho es que el sistema debe aprender a distinguir entre proteínas que son parte del cuerpo y las llamadas “proteínas no self”. Las proteínas son lo más interesante, y como hemos supuesto, eso sugiere que hay una clase de memoria celular que es crítica para la actuación efectiva del sistema inmune. Tener un sentido de self no es algo que sólo ocurra en términos de la personalidad, es un proceso del organismo que llega hasta abajo, a los niveles celulares básicos.
“Perderse” o “encontrarse” tiene que significar también una alteración en esos procesos celulares básicos: esas células delicadas y microscópicas todo el tiempo
portan consigo al self, siempre que sus vidas sean estables en el self. Por eso afirmo que en la psicoterapia no puedes “mejorar”, solamente puedes regresar a
ti mismo, porque cuando los pacientes rencuentran sus selfs profundos y escondidos se dan cambios básicos en las células inmunes.
El cerebro y los sistemas inmunes son tan interactivos que cualquier clase de daño o peso en uno de ellos, causará alteraciones inmediatas y anormalidades en
el otro. El sistema inmune está equipado para replicar muchas de las funciones del cerebro: de algún modo es como un segundo sistema nervioso. Cuando las
endorfinas producidas por los linfocitos se inyectan en el cerebro de los ratones, tienen un efecto tanto analgésico como tranquilizante.
El sistema inmune es capaz de producir sustancias que afectan el procesamiento de las emociones y de los sentimientos, de modo que los sentimientos no sólo afectan al sistema inmune, sino que son parte de él. Hay pedazos de los sentimientos en esas células inmunes. Éste es el verdadero significado de un padecimiento psicosomático: un estado emocional estresante (traumático) puede alterar al cerebro y al funcionamiento inmune, alteración que finalmente se traduce en enfermedad. En ese momento las células inmunes, la mente y el cuerpo se encuentran como una sola unidad. La mente está en el cuerpo y viceversa. ¿Dónde está la mente? Por dondequiera en el sistema.
Nada de esto es difícil de comprender si consideramos que en la vida animal evolucionó una conciencia fuera de las células más primitivas. La conciencia
humana representa el conjunto más altamente desarrollado, complejo y organizado de la vida celular. Mientras que el neocórtex se desarrolló como una
defensa contra la adversidad, en un nivel dio como resultado una tentativa para comprender y dominar las fuerzas adversas, el sistema inmune se desarrolló como una defensa contra la invasión del cuerpo por agentes extraños, parásitos y microorganismos.
Mucho antes de que hubiera córtex existía un sistema inmune que operaba como una conciencia primitiva. El sistema inmune se puede considerar como un
nivel de conciencia que se conforma de acuerdo con las leyes del funcionamiento mente-cuerpo. Cuando la represión se establece en el cerebro,
también se asienta en el sistema inmune, por eso la represión psicológica se ubica en el cerebro y también se asienta en el sistema inmune y es la causa de
que la represión psicológica también disminuya la efectividad inmune.
Una razón de que el córtex evolucionara fue para suprimir la sobrecarga de estímulos dañinos o amenazantes. Yo creo que antes de que usáramos el córtex para el pensamiento complejo, lo utilizamos como defensa. El nivel más alto de funciones corticales es el de la inhibición. Se desarrolló y funcionó cuando la organización baja era incapaz de hacerlo. Con el fin de sobrevivir, los organismos tuvieron que hacerse “más conscientes” de los ambientes que amenazaban a la vida. El sistema inmune proporcionó la clase de conciencia celular, pero no siempre era lo mismo que su tarea. Por eso ciertos linfocitos del sistema inmune reaccionan al estrés o a los invasores externos con propiedades bioquímicas similares a aquéllas de las células nerviosas en el cerebro.
Considerando lo anterior, podemos ver al sistema inmune como un sistema difuso, sensorial y periférico que trabaja en conjunción con el sistema nervioso central, que es capaz de dar y recibir información hacia y desde el cerebro. Con el tiempo, los dos sistemas se han comunicado tanto y tan fuertemente que se
han constituido como una sola red.
Una vez que hemos establecido que el funcionamiento del sistema inmune está integrado con el funcionamiento del sistema nervioso central, de inmediato podemos ver cómo el dolor impreso, ya sea emocional o psíquico, puede hacernos simultáneamente inconscientes en ambos niveles: el cerebral y el inmune.