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Geometría de las Pasiones

Por mucho tiempo las pasiones han sido condenadas como factor de turbación o de pérdida temporal de la razón. Signo manifiesto de un
poder extraño para la parte mejor del hombre, lo dominarían, distorsionando la clara visión de las cosas y desviando la espontánea propensión al bien. Agitado, el espejo de agua de la mente se enturbiaría y se encresparía, dejando de reflejar la realidad e impidiendo al querer discernir alternativas para las inclinaciones del momento.
Obedecer el imperioso reclamo de los impulsos, rendirse a las lisonjas sinuosas de los deseos significaría abandonarse inermes a estados de ánimo imprevisibles y contradictorios, renunciar a la libertad, a la conciencia y al autocontrol en beneficio de un amo interior más exigente
que los externos.
Frente a las múltiples estrategias elaboradas para extirpar, moderar o domesticar las pasiones (y, paralelamente, para conseguir el dominio
sobre sí mismos, volviendo coherente la inteligencia, constante la voluntad, fuerte el carácter) aun parece lícito preguntarse si la oposición razón/pasiones puede dar cuenta de los fenómenos a que se refiere y si es justo, en general, sacrificar las propias ‘pasiones’ en nombre de ideales que podrían ser vehículo de infelicidad no motivada.
Cuando, al final de este espacio el camino concluido pueda ser observado a distancia — revelando de manera más clara su dirección— será posible constatar por líneas internas cómo “razón” y “pasiones” forman parte de constelaciones de sentido teórica y culturalmente condicionadas, aun cuando para nosotros sean familiares y ya difíciles de sustituir. “Razón” y “pasiones” son, pues, términos pre-juzgados, que es necesario habituarse a considerar como nociones correlativas y no obvias, que se definen recíprocamente (por contraste o por diferencia) sólo dentro de determinados horizontes conceptuales y de específicos parámetros valorativos. Las combinaciones y las configuraciones a que dan lugar son ciertamente múltiples y variadas; sin embargo, todas están subordinadas a la naturaleza de los movimientos y a los mapas mentales de partida.

En su base se encuentra el asunto por el que las pasiones representan “alteraciones” de un estado de otra manera neutro y no perturbado del ánimo o de la habitual composición de los “humores” en el carácter de cada individuo. Se confunde así aquello que si acaso es el resultado histórico de esfuerzos tendientes a la imparcialidad y a la tranquilidad del ánimo con una premisa natural. Sin embargo, nada impide pensar las “pasiones” (emociones, sentimientos, deseos) como estados que no se añaden del exterior a un grado cero de la conciencia indiferente, para enturbiarla y confundirla, sino que son constitutivos de la tonalidad de cualquier modo de ser físico y hasta de toda orientación cognitiva. ¿Por qué no concebirlas, pues, como formas de comunicación tonalmente ‘acentuada’, lenguajes mímicos o actos expresivos que elaboran y transmiten, al mismo tiempo, mensajes vectorialmente orientados, modulados, articulados y graduables en la dirección y en la intensidad? las pasiones preparan, conservan, memorizan, reelaboran y presentan los ‘significados reactivos’ más directamente atribuidos a personas, cosas y acontecimientos por los sujetos que los experimentan dentro de contextos determinados, cuyas formas y metamorfosis evidencian. Dejan en realidad que sea la “razón” misma — a posteriori presentada como provisionalmente arrollada y seducida— la que establezca el objetivo y el alcance de su acción, individuando los objetos sobre los cuales irrumpir, midiendo el punto en que detener el ímpetu, dosificando la virulencia de actitudes disipativas.
De la eventual verificación de una semejante hipótesis podrían desprenderse algunas importantes consecuencias. Quedaría, en particular,
endeble la idea de una energía íntimamente opaca e inculta para someter y disciplinar. La pasión aparecería de esta manera como la sombra de la razón misma, como una construcción de sentido y una actitud ya íntimamente revestida de una propia inteligencia y cultura, fruto de elaboraciones milenarias, mientras la razón se manifestaría, a su vez, ‘apasionada’, selectiva y parcial, cómplice de aquellas mismas pasiones que dice combatir. Se descubriría así lo inadecuado del concepto de pasión entendida como mero enceguecimiento. Esto volvería menos plausible tanto su demonización, como el consiguiente llamado al exorcismo y a la sumisión de ella (simétricamente, sin embargo, también su exaltación como opuesto especular de la razón). Se volverían por lo tanto desenfocadas y parcialmente infundadas las recurrentes, austeras figuras de la razón como “auriga”, “pastor”, domador y educador de las pasiones (del alma y del cuerpo, del espíritu y de la carne).

Presuponer energías salvajes y andando a ciegas en la oscuridad (“pasiones”), que deberían ser dirigidas y frenadas por una instancia ordenadora iluminada (“razón”), significa a menudo, en efecto, prefigurar una justificación polémica para reprimirlas o canalizarlas. Decretando la peligrosidad y la incapacidad para guiarse a sí mismas, negándoles una orientación intrínseca y discernimiento, se legitima automáticamente la licitud de delegar a la inflexible potencia imperial o a la persuasiva severidad paternalista de la “razón” intervenciones externas de censura y de tutela correctiva.
Si precisamente se quiere permanecer en el ámbito conceptual de y la dualidad entre razón y pasiones, sería necesario por lo menos —dejando a los tiempos largos la elaboración de un nuevo léxico y una nueva sintaxis de sus relaciones— abandonar la imagen de esta relación como arena de la lucha entre lógica y ausencia de lógica (entre orden y desorden, transparencia y oscuridad, ley y arbitrio, unidad monolítica de la “razón”, que no es otra cosa que el nombre para una familia de estrategias diferentes, y pluralidad de las pasiones). Se podrá interpretar esta relación, si acaso, como conflictividad entre dos lógicas complementarías, que operan según el esquema de “ni contigo, ni sin ti”. Ligadas por una solidaridad antagonista, ellas operarían según estructuras de orden funcionalmente diferenciadas e incongruentes, justificables (cada una al respectivo nivel) con referencia a principios propios, de cuya contraposición nacen los puntos graves y las fluctuaciones del querer, junto con el sentido de ineluctable pasividad, de acción preterintencional y de involuntaria impotencia que parecen definir la “pasión”.
Conocer las pasiones no sería otra cosa que analizar la razón misma a ‘contrapelo’, iluminándola con su misma presunta sombra.
2. A pesar de todo, las pasiones no se reducen sólo a conflicto y a mera pasividad. Ellas tiñen el mundo de vivos colores subjetivos, acompañan el desarrollo de los acontecimientos, sacuden la experiencia de la inercia y de la monotonía, dan sabor a la existencia a pesar de las incomodidades y los dolores. ¿Valdría la pena vivir si no probásemos alguna pasión, si tenaces e invisibles hilos no nos atasen con fuerza a cuanto —por diverso título— nos llega al ‘corazón’, y cuya pérdida tememos?
La total apatía, la falta de sentimientos y de re-sentimientos, la incapacidad de alegrarse y de entristecerse, de estar ‘llenos* de amor, de cólera o deseo, la misma desaparición de la pasividad, entendida como espacio virtual y acogedor para la presentación del otro, ¿no equivaldría tal vez a la muerte?
El descubrimiento de la positividad de las pasiones es bastante reciente; tuvo lugar sobre todo en la edad contemporánea, en un periodo que siguió a aquel explícitamente examinado en el presente volumen.
Y aunque Kant persista en considerarlas un “cáncer de la razón” . Descartes y Espinosa mientras tanto ya han motivado el rol, los economistas exaltado la función civilizadora y los románticos proclamarán dentro de poco la irrenunciabilidad. Invirtiendo las preocupaciones precedentes, se llega incluso (desde finales del siglo xvm) a temer el irreversible debilitamiento o la virtual desaparición. Al menos desde el tiempo de Stendhal o de Tocqueville, se viene por ello denunciado sistemáticamente el eclipse de las grandes y nobles pasiones a causa del predominio del cálculo egoísta, de la vanidad individual y, sobre todo, de la creciente seguridad de la vida. Asumiéndose progresivamente la
tarea de tutelar al individuo en los momentos críticos de la existencia (nacimiento, infancia, vejez y enfermedad), y haciéndose cargo de resarcirlo, según justicia, frente a las ofensas padecidas —esto es, prohibiéndole todo involucramiento en espirales de venganza privada— , el Estado, en un cierto modo, se arrogaría el monopolio legítimo de algunas de las pasiones más fuertes y exclusivas. La ausencia de pasiones, y no la pasión misma, se vuelve ahora el verdadero pecado.

La expansión de la racionalización habría —se dice— secado la fuente de las emociones, refrenando la tendencia hacia un “corazón más
grande” y dispersando las energías con que la vida misma se renueva. Comenzaría, aun políticamente, la era de la mediocridad, del progresivo encerramiento del individuo en sí mismo, de la reducción de la intensidad y del alcance de las relaciones humanas afectivamente cargadas de sentido y de valor implicante. Al enrarecimiento de los arranques generosos y de las tendencias heroicas correspondería la abundancia de las “pasiones mezquinas” y de los deseos flojos, a menudo el triunfo de las muchedumbres y del vulgo.

Incapaces de quitarse los aguijones (o espantados por la idea de que una eventual renuncia a ellos los deje más vulnerables), los hombres
serían empujados hacia la “tierra de frontera entre soledad y comunidad” recordada por Kafka. Estipularían así sin cesar míseros compromisos entre la dolorosa lejanía y la hirsuta promiscuidad. Capturados entre el calor y el hielo, se contentarían con relaciones libias con los demás y consigo mismos. Una soportable infelicidad o una felicidad banal serían el resultado de este paralelogramo de fuerzas atrayentes y repelentes.

3. El mundo contemporáneo — se sigue repitiendo también hoy— está precisamente caracterizado por la obstrucción del deseo, por la indiferencia recíproca y por el individualismo de masa, que marcaría el paso del homo hierarchicus de las sociedades de casta y de orden al homo aequalis que se ha afirm ado en las civilizacion es de O ccidente.2
Rechazando el contacto directo y la completa separación de los otros, tal ‘justo medio’ habría conducido al marchitamiento emotivo y a la
desaparición de la solidaridad. Venida a menos la necesidad de ser partícipes de las vicisitudes colectivas, se secaría de raíz el sentido de
pertenencia a la comunidad. La razón, habiéndose hecho calculadora o ‘instrumental’, se alejaría así de las pasiones y de los sentimientos, ya narcotizados.

 

Buen fin de semana 🧡