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A TODO el mundo le da miedo la intimidad, aunque no sea
consciente de ello. La intimidad significa quedarse al descubierto ante un
desconocido, y todos somos desconocidos: nadie conoce a nadie. Somos
desconocidos incluso para nosotros mismos, porque no sabemos quiénes
somos.
La intimidad te aproxima a un desconocido. Tienes que quitarte todas
las defensas, porque solo así es posible la intimidad. Pero de eso tienes
miedo: si te quitas todas las defensas, todas las máscaras, ¿quién sabe
qué hará contigo el desconocido? Todos escondemos mil y una cosas, no
solo de los demás, sino de nosotros mismos, porque nos ha educado una
humanidad enferma con toda clase de represiones, inhibiciones y tabúes.
Y el temor consiste en que con un desconocido —no importa haber
convivido con esa persona treinta o cuarenta años: nunca deja de ser un
desconocido— resulta más seguro mantener ciertas distancias, ciertas
defensas, para que no se aprovechen de tu debilidad, de tu vulnerabilidad.
A todo el mundo la da miedo la intimidad.
El problema se complica aún más porque todo el mundo desea la
intimidad. Todos desean la intimidad porque si no, te quedas solo en este
universo, sin un amigo, sin un amante, sin nadie en quien confiar, sin
nadie a quien abrir tus heridas. Y las heridas no pueden sanar a menos
que estén abiertas. Cuanto más se esconden, más peligrosas son: hasta
pueden llegar a ser cancerosas.
Por una parte, la intimidad es una necesidad esencial, y todo el
mundo la desea. Queremos intimidad con la otra persona, para que
abandone sus defensas, sus máscaras y la falsa personalidad, se haga
vulnerable, y se muestre al desnudo, tal y como es. Por otra parte, todo el
mundo teme la intimidad: deseas la intimidad con el otro, pero no
abandonas tus defensas. Este es uno de los conflictos entre amigos, entre
amantes: ninguno quiere abandonar sus defensas y presentarse
completamente desnudo, con sinceridad, pero los dos necesitan la
intimidad.
A menos que dejes a un lado tus represiones, tus inhibiciones —los
regalos de las religiones, las culturas, las sociedades, los padres, la
educación— jamás podrás intimar con nadie. Y tendrás que tomar la
iniciativa.
Pero si no tienes represiones ni inhibiciones, tampoco tendrás
heridas. Si has llevado una vida sencilla, natural, no sentirás temor a la
intimidad, sino el enorme júbilo de dos llamas tan próximas que casi se
convierten en una sola. Y el encuentro es increíblemente gratificante,
satisfactorio, pleno. Pero antes de intentar alcanzar la intimidad, has de
limpiar tu casa por completo.
Solo quien medita puede permitirse la intimidad. No tiene nada que
ocultar. Ha abandonado cuanto temía que descubriese alguien. Solo tiene
el silencio y un corazón lleno de amor.
Debes aceptarte en tu totalidad. Si no puedes hacerlo, ¿cómo esperas que te acepte el otro? Todos te han censurado y solo has aprendido una cosa: la autocensura. Continúas ocultándola; no es algo hermoso para mostrar a los demás. Sabes que hay cosas feas, cosas malas ocultas en ti; sabes que en ti se esconde la animalidad. A menos que cambies de actitud y te aceptes como uno de los animales que existen…
La palabra animal no es mala. Significa simplemente vivo: deriva de
anima. Quien está vivo, es un animal. Pero os han enseñado lo siguiente:
«No sois animales; los animales están muy por debajo de vosotros, los
seres humanos.» Os han otorgado una superioridad falsa. La verdad es
que la existencia no cree en lo superior y lo inferior. Para la existencia,
todo es igual: árboles, aves, animales, seres humanos. En la existencia,
todo se acepta tal cual es, sin censura.
Debes aceptar tu sexualidad sin condiciones, aceptar que el ser
humano y todos los seres del mundo son frágiles, que la vida es un débil
hilo que se puede romper en cualquier momento. Debes aceptarlo y
desprenderte de los egos falsos —ser Alejandro Magno, o Mohamed Alí,
tres veces grande—, limitarte a comprender que todo el mundo es hermoso dentro de su normalidad y que todo el mundo tiene debilidades, que forman parte de la naturaleza humana porque no estás hecho de
acero.
Estás hecho de un cuerpo muy frágil. Tu vida varía, se extiende entre
unos treinta y seis y unos cuarenta y un grados: unos cinco grados. Por
debajo de esa temperatura, te mueres; por encima, también te mueres. Y
se puede aplicar lo mismo a mil y una cosas de tu persona. Una de las necesidades más básicas es que te necesiten. Pero nadie quiere aceptar
que «mi necesidad básica es que me necesiten, que me quieran, que me
acepten».
Vivimos en medio de pretensiones, de hipocresías: de ahí que la intimidad dé miedo. No eres lo que aparentas. Tu apariencia es falsa. Puedes parecer un santo, pero por dentro, sigues siendo un humano con todos los deseos y anhelos.
El primer paso consiste en aceptarte en tu totalidad, a pesar de todas
las tradiciones que han enloquecido a los seres humanos. Una vez que te
hayas aceptado, desaparecerá el temor a la intimidad. No puedes perder
tu respeto, ni tu grandeza, ni tu ego. No puedes perder tu piedad, ni tu
santidad: ya lo has abandonado todo. Eres como un niño pequeño, totalmente inocente. Puedes abrirte porque, en tu interior, no estás lleno
de feas represiones que se han convertido en perversiones. Puedes decir
cuanto sientes auténtica y sinceramente. Y si estás dispuesto para la
intimidad, alentarás al otro a que haga lo mismo. Tu sencillez ayudará a la
otra persona a ser franca contigo. Tu sencillez sin pretensiones también
ayudará al otro a disfrutar de la sencillez, la inocencia, la confianza, el
amor y la franqueza.
Estás enjaulado entre absurdos conceptos, y temes que si alcanzas
demasiada intimidad con alguien, ese alguien se dará cuenta. Pero somos
seres frágiles, los más frágiles de toda la existencia. De niño, el ser humano es el más frágil de todos los animales. Los hijos de otros animales pueden sobrevivir sin la madre, sin el padre, sin una familia. Pero sin ellos, la criatura humana muere inmediatamente. De modo que no ha de condenarse esta fragilidad: supone la más elevada expresión de la
conciencia. Una rosa tiene que ser frágil: no es una piedra. Y no hay
ninguna necesidad de sentirse mal por ser una rosa y no una piedra.

Solo cuando dos personas intiman dejan de ser desconocidos. Y qué
hermosa experiencia el descubrir que no solo tú eres pura debilidad, sino
que el otro también, quizá todo el mundo. La más elevada expresión de
cualquier cosa se debilita. Las raíces son fuertes, pero la flor no puede
serlo. Su belleza reside en no ser fuerte. Por la mañana, abre sus pétalos
para recibir el sol, danza durante todo el día al compás del viento, de la
lluvia, del sol, y por la noche los pétalos empiezan a marchitarse: desaparece.
Todo lo bello, todo lo único, dura poco, pero quieres que todo sea
permanente. Amas a alguien y le dices: «Te querré toda la vida.»
Y sabes perfectamente que no puedes tener ninguna certeza, ni
siquiera sobre mañana: tu promesa es falsa. Lo único que puedes decir
es: «Estoy enamorado de ti en este momento y me entrego totalmente a
ti. Pero no sé qué pasará dentro de un momento. ¿Qué puedo prometer?
Perdóname.»
Pero los amantes se prometen sin cesar cosas que no pueden
cumplir. Entonces aparece la frustración, se acentúa la distancia,
comienzan las peleas, los conflictos, y la vida que estaba destinada a ser
más feliz se convierte en una prolongada desdicha.
Si comprendes que tienes miedo a la intimidad, puede resultar una
gran revelación, e incluso una revolución si miras en tu interior y te
despojas de cuanto te avergüenza y aceptas tu carácter tal y como es, no
como debería ser. Yo no enseño el «debería ser». El «debería ser» solo
sirve para que la mente humana enferme. Habría que enseñar la belleza
del es, el prodigioso esplendor de la naturaleza. Los árboles no conocen
los diez mandamientos, ni las aves las sagradas escrituras. El hombre ha
creado esos problemas. Si censuras tu naturaleza, te desdoblas, te
vuelves esquizofrénico.
Y no solo las personas normales y corrientes, sino de la categoría de
Sigmund Freud, que tanto contribuyó a la comprensión de la mente
humana. Su método era el psicoanálisis, consistente en que la persona
debe tomar conciencia de su inconsciente: y ahí está el secreto, que una
vez que algo inconsciente llega a la mente consciente, se evapora. Te
limpias, te aligeras. A medida que se va descargando lo inconsciente, se
agranda lo consciente, y a medida que disminuye lo inconsciente, se
extiende el territorio de lo consciente.

Se trata de una gran verdad, conocida desde hace milenios en
Oriente, pero a Occidente la llevó Sigmund Freud, sin saber nada sobre
Oriente ni su psicología. Fue una contribución individual, pero sorprende
que nunca consintiera en someterse a psicoanálisis. El fundador del
psicoanálisis nunca se psicoanalizó. Sus colegas insistían una y otra vez:
«Nos ha enseñado el método y todos nos hemos psicoanalizado. ¿Por qué
se empeña en no someterse a psicoanálisis?» Y él contestaba: «Ni hablar.» Tenía miedo de quedar al descubierto. Era un gran genio, y quedar al descubierto lo rebajaría al nivel de un ser humano normal y corriente, con los mismos temores, deseos y represiones. No hablaba de sus sueños; escuchaba los sueños de los demás. Y sus colegas no dejaban de sorprenderse: «Conocer sus sueños supondría una gran contribución.»
Pero jamás accedió a tenderse en el diván del psicoanalista a hablar sobre
sus sueños, porque sus sueños eran tan normales como los de los demás:
a eso le tenía miedo.

Gautama Buda no habría tenido miedo de hacer meditación: era su
contribución, una forma especial de meditación. Y tampoco habría tenido
miedo al psicoanálisis, porque los sueños de quien medita acaban por
desaparecer. Durante el día, su mente permanece en silencio, sin el
trasiego de los pensamientos. Y por la noche duerme profundamente,
porque los sueños no son sino pensamientos, deseos y anhelos no vividos
durante el día. Tratan de realizarse, al menos en los sueños. Resulta muy difícil encontrar a un hombre que sueñe con su mujer, o a una mujer que sueñe con su marido, pero es muy corriente que sueñen las mujeres y los maridos de sus vecinos. La esposa es accesible; el marido no reprime nada en relación con su esposa. Pero la mujer del vecino siempre es más guapa y la hierba más verde en la casa de al lado, y lo inaccesible despierta un vivo deseo de posesión. Durante el día no puede cumplirse, pero al menos en los sueños somos libres. Los gobiernos aún no han suprimido la libertad de soñar.
Pero no tardarán mucho, porque ya existen métodos, de modo que
pueden sorprenderte cuando sueñas y cuando no sueñas. Y existe la
posibilidad de que algún día los científicos descubran un aparato que
permita proyectar los sueños en una pantalla, solo con unos electrodos
acoplados a la cabeza. Estás profundamente dormido, soñando felizmente
que haces el amor con tu vecina, mientras lo contempla una sala de cine
llena hasta los topes. ¡Y pensaban que eras un santo! Hasta esto se puede observar: cuando una persona duerme, si sus párpados no muestran movimiento de los ojos en el interior, no está soñando. Si sueña, se nota que los ojos se mueven. Se pueden proyectar los sueños en una pantalla. También se pueden inducir ciertos sueños, pero al menos hasta el momento no se menciona en ninguna constitución que «Las personas son libres de soñar, es uno de sus derechos».
Gautama Buda no sueña. La meditación es una forma de sobrepasar
la mente. Vive en absoluto silencio las veinticuatro horas del día: en el
lago de su conciencia no hay ondas, ni pensamientos, ni sueños.
Pero Freud tenía miedo porque sabía lo que soñaba.
He oído contar una anécdota. Tres grandes novelistas rusos —Chejov, Gorki y Tolstoi— estaban sentados en un banco de un parque, cotilleando: eran grandes amigos, los tres grandes genios, creadores de novelas que si contamos diez grandes novelas en todo el mundo, al menos cinco fueron escritas por novelistas rusos anteriores a la revolución.
Chejov les habló de la mujer de su vida, Gorki se animó y también
contó algunas cosas. Pero Tolstoi guardaba silencio. Tolstoi era un cristiano ortodoxo sumamente religioso. Quizá resulte sorprendente que mahatma Gandhi reconociera a tres personas como sus maestros y que una de ellas fuera Tolstoi.
Y Tolstoi debió de reprimir muchas cosas. Era uno de los hombres
más ricos de Rusia, formaba parte de la familia real, pero vivió en la pobreza porque «Bienaventurados sean los pobres, porque ellos heredarán el reino de Dios», y él no estaba dispuesto a renunciar al reino de Dios. No se trata de sencillez, ni de falta de deseos; todo lo contrario: es una codicia excesiva, un instinto desmesurado de poder. Sacrifica su vida y sus placeres porque es una vida demasiado corta, y disfrutará eternamente del paraíso y el reino de Dios. Un buen trato: casi como la lotería, pero seguro.
Tolstoi fue toda la vida célibe y vegetariano. ¡Poco menos que un santo! Naturalmente, sus sueños debían de ser muy feos, y también sus pensamientos. Y cuando Chejov y Gorki le preguntaron: «¿Por qué no
dices nada, Tolstoi? ¡Vamos, di algo!», él contestó: «No puedo decir nada
sobre las mujeres. Solo cuando esté con un pie en la tumba. Entonces lo
diré y saltaré a la tumba.»
Cualquiera puede comprender por qué tenía tanto miedo de hablar:
estaba ardiendo en su interior. Y claro, no se puede tener intimidad con
una persona como Tolstoi…
La intimidad significa sencillamente que se te abren las puertas del
corazón: eres un invitado al que se le da la bienvenida. Pero eso solo será
posible si tu corazón no apesta a sexualidad reprimida, no arde de perversiones, si es un corazón natural. Tan natural como los árboles, tan
inocente como los niños: entonces no existe el temor a la intimidad.
Eso es lo que trato de hacer: ayudarte a descargar tu inconsciente, a
descargar tu mente, a que seas normal y corriente. No hay nada más
hermoso que ser sencillo, normal y corriente. Entonces tendrás tantos
amigos íntimos y relaciones íntimas como sea posible, porque no temerás
nada. Serás como un libro abierto, que cualquiera puede leer. No hay
nada que ocultar.

Tienes muchos rostros. Por dentro, piensas una cosa, pero expresas
otra cosa al exterior. No eres un todo orgánico. Relájate y destruye la dualidad que ha creado en ti la sociedad. Di solo lo que realmente piensas. Actúa espontáneamente, sin preocuparte por las consecuencias. La vida es corta, y no deberíamos estropearla pensando en las consecuencias ahora y en el futuro.
Deberíamos vivir total, intensa, jubilosamente, como un libro abierto,
que pudiera leer cualquiera. Por supuesto que tu nombre no aparecerá en
los libros de Historia, ¿pero qué importancia tiene aparecer en los libros de
Historia?
Vive en lugar de pensar en que te recuerden. Estarás muerto.
En la tierra han vivido millones de personas cuyos nombres ni
siquiera conocemos. Acepta un hecho tan sencillo: que estás aquí solo
unos cuantos días y desaparecerás. No puedes desperdiciar esos pocos
días en temores e hipocresías. Disfrútalos.
Nadie sabe nada sobre el futuro. Lo más probable es que tu paraíso,
tu infierno y tu Dios sean simples hipótesis, indemostrables. Lo único que tienes entre las manos es tu vida: enriquécela lo más posible.
Te enriqueces con la intimidad, el amor, el abrirte a muchas
personas. Y si puedes vivir un amor, una amistad, una intimidad
profundos, con muchas personas, vivirás como es debido, y dondequiera
que estés, habrás aprendido el arte y serás feliz.
Si eres sencillo, cariñoso, abierto, y creas intimidad, crearás un paraíso a tu alrededor. Si te cierras, si estás continuamente a la defensiva, siempre preocupado porque alguien llegue a conocer tus pensamientos, tus sueños, tus perversiones, vivirás en el infierno. El infierno está dentro de ti, como el paraíso. No son lugares geográficos, sino espirituales.
Límpiate. Y la meditación no es sino limpiar toda la basura que se ha
acumulado en tu mente. Cuando la mente guarda silencio y el corazón
canta, estás listo para la intimidad, sin miedo, con alegría. Y sin la intimidad, te encuentras solo entre desconocidos. Con la intimidad te
rodeas de amigos, de personas que te aman. La intimidad es una gran
experiencia que no debes perderte.

Déjate querer ! Y no se pierdan esta película que es preciosa ! 😊💖

Pacha Pulai