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¿Cómo podemos conseguir que los estudiantes se alejen del aprendizaje memorístico y alcancen una verdadera comprensión de aquello que se les intenta transmitir? La solución al problema que presenta Howard Gardner en este espacio pasa, evidentemente, por la reestructuración de nuestras escuelas, pero en ningún momento desde un punto de vista teórico o alejado de la realidad, sino entendida como una consecuencia lógica de la práctica
educativa. De este modo, acercándose a las investigaciones más recientes sobre el terreno del desarrollo cognitivo, Gardner acaba presentando un imagen convincente y dinámica de la mente en acción del niño, basada tanto en espectaculares experimentos llevados a cabo en las aulas y extraídos de ámbitos tan diversos como la física, la historia y las letras, como en la elaboración de modelos educativos fundados en el aprendizaje de los oficios.
Las conclusiones son claras: los estudiantes de todas las edades suelen ignorar los temas que se les enseñan en las aulas por la sencilla razón de
que ellos ya disponen de teorías plenamente acabadas que les ayudan a dar un sentido al mundo, pero que a la vez nadie se ocupa de fomentar o alimentar.

La mayoría de quienes han intentado dominar un idioma extranjero en la escuela han recordado con añoranza el aprendizaje que hicieron de la propia lengua materna. Sin la ayuda de un libro de gramática o de un profesor de lengua bien preparado, sin requerir la autorización de las calificaciones obtenidas en una asignatura, todos los niños normales fácilmente adquieren el lenguaje que se habla a su alrededor. Lo que es más extraordinario, niños que, aun siendo demasiado pequeños para sentarse en un pupitre de escuela, pero que crecen en un medio políglota, pueden dominar varios idiomas; incluso saben en qué circunstancias han de recurrir a cada una de las lenguas. Es humillante darse cuenta de que el aprendizaje del lenguaje en las primeras edades de la vida ha operado refinadamente durante milenios, a pesar de que los lingüistas sean incapaces todavía de describir de un modo completamente satisfactorio la gramática de cualquier lengua natural existente.
Uno puede, claro está, intentar descartar el lenguaje como un caso especial. Después de todo, somos criaturas lingüísticas, y quizá tengamos una disposición especial para hablar, al igual que los jilgueros y los pinzones cantan como parte de su patrimonio como aves. O se puede insistir en la inmensa importancia del lenguaje en todas las relaciones humanas; quizá esté ahí la solución a la pregunta de por qué todos los niños dominan con éxito el lenguaje pocos años después de su nacimiento.
Sin embargo, tras examinarlo, el lenguaje resulta ser algo no excepcional entre las capacidades humanas. Es sencillamente el ejemplo más espectacular de uno de los enigmas del aprendizaje humano: la facilidad con la que los seres humanos más jóvenes aprenden a llevar a cabo determinados comportamientos que los estudiosos aún no han llegado a comprender. Durante los primeros años de vida, los niños de todo el mundo dominan una asombrosa serie de competencias con poca tutela formal.
Llegan a ser competentes para cantar canciones, montar en bicicleta, bailar, estar al tanto de docenas de objetos en casa, en la carretera, o por el campo. Además, aunque de un modo menos visible, desarrollan sólidas teorías acerca de cómo funcionan el mundo y sus propias mentes. Son capaces de anticipar qué manipulaciones harán que una máquina no funcione adecuadamente; pueden propulsar y coger pelotas lanzadas en condiciones diversas; son capaces de engañar a alguien en un juego, del mismo modo que pueden reconocer si alguien intenta hacerles una mala pasada jugando.
Desarrollan un sentido penetrante acerca de lo que es verdad y falsedad, bueno y malo, bello y feo —sentidos que no siempre concuerdan con los criterios comunes, pero en los que demuestran ser notablemente prácticos y vigorosos—.

Aprendizaje intuitivo y aprendizaje escolar

Nos enfrentamos con otro enigma. Los niños pequeños que muy pronto dominan los sistemas de símbolos, como el lenguaje y las formas artísticas, como la música, los mismos niños que desarrollan teorías complejas del universo o intrincadas teorías acerca de la mente, suelen experimentar las mayores dificultades cuando empiezan a ir a la escuela. No parece que hablar y entender el lenguaje sea problemático, pero leer y escribir puede plantear serios desafíos; el cálculo y los juegos numéricos son divertidos, pero aprender las operaciones matemáticas puede resultar engorroso, y las metas superiores de las matemáticas pueden resultar temibles. De todos modos el aprendizaje natural, universal o intuitivo, que tiene lugar en casa o en los entornos inmediatos durante los primeros años de la vida, parece ser de un orden completamente diferente en relación con el aprendizaje escolar que ahora es necesario en todo el mundo alfabetizado.
Hasta ahora, este enigma no es extraño y se ha comentado repetidas veces. De hecho se podría llegar a afirmar que las escuelas se instituyeron precisamente para inculcar esas habilidades y concepciones que, aunque deseables, no se aprenden de un modo fácil y natural como lo son las capacidades antes mencionadas. Así pues, la mayoría de los numerosos libros y artículos recientes acerca de la «crisis educativa» insisten en las dificultades con que se encuentran los estudiantes para dominar el programa abierto de la escuela.
Una descripción como esta acerca de los puntos débiles de la escuela puede exacta hasta donde llega, pero en mi opinión no va lo suficientemente lejos.
En este libro sostengo que incluso si la escuela parece ser un éxito, incluso si obtiene los resultados para los que ha sido diseñada, normalmente no consigue lograr sus objetivos más importantes.
Las pruebas de esta alarmante afirmación provienen de un nutrido número de investigaciones educativas por ahora abrumadoras que se han recogido durante las últimas décadas. Estas investigaciones prueban que incluso los estudiantes que han sido bien entrenados y muestran todos signos de éxito —la constante asistencia a buenas escuelas, altos niveles y calificaciones en los exámenes, corroborados por sus maestros— de un modo característico no manifiestan una comprensión adecuada de las materias y de los conceptos con los que han estado trabajando.
Quizás el caso más sorprendente sea la física. Investigadores de la Johns Hopkins, del MIT y de otras universidades que gozan de buena consideración han podido demostrar el hecho de que los estudiantes que reciben las calificaciones de honor en los cursos superiores de física son frecuentemente incapaces de resolver los problemas y las preguntas básicos que se plantean de un modo un poco diferente de aquel en el que han sido formados y examinados. En un ejemplo clásico, se pidió a los estudiantes de grados superiores que indicaran las fuerzas que actúan en una moneda que ha sido lanzada al aire y ha alcanzado el punto medio de su trayectoria ascendente. La respuesta correcta es que una vez la moneda está en el aire, sólo está presente la fuerza gravitatoria que la atrae hacia la tierra. Sin embargo el setenta por ciento de los estudiantes de grado superior que habían terminado el curso de física mecánica dieron la misma respuesta ingenua que los estudiantes no formados: mencionaron dos fuerzas, una hacia abajo, que representaba la gravedad, y una fuerza ascendente resultante de «la fuerza original ascendente de la mano»[1]. Esta respuesta refleja la opinión intuitiva o de sentido común pero errónea de que un objeto no puede moverse a menos que una fuerza activa le haya sido transmitida de algún modo a partir de una fuente original de movimiento (en este caso, la mano o el brazo de quien lanza la moneda) y que una fuerza así debe irse consumiendo gradualmente[2].
Los estudiantes con formación científica no muestran un punto flojo sólo en lo que se refiere al lanzamiento de una moneda. Al preguntarles acerca de las fases de la luna, la razón de que haya estaciones, las trayectorias de objetos que son lanzados a través del espacio, o acerca de los movimientos de sus propios cuerpos, los estudiantes no consiguen mostrar aquellas formas de comprensión que la enseñanza de la ciencia se supone que produce. En efecto, en docenas de estudios de este tipo, adultos jóvenes formados científicamente siguen mostrando los mismos conceptos y comprensiones erróneas que podemos encontrar en los niños de educación primaria —los mismos niños cuya intuitiva facilidad para el lenguaje, la música o la conducción de una bicicleta nos producía asombro—.
La evidencia en el venerable tema de la física quizá sea el «arma aún humeante» pero, tal como pruebo en los últimos capítulos, la misma situación se ha dado
esencialmente en todo el ámbito escolar en el cual se han llevado a cabo investigaciones. En matemáticas, los estudiantes de grado superior no consiguen resolver problemas de álgebra cuando se expresan en unos términos que difieren de los esperados. En biología, las suposiciones más básicas de la teoría evolutiva escapan a la comprensión de estudiantes, por lo demás, capaces, que insisten en que el proceso de evolución está guiado por un esfuerzo hacia la perfección. Los
estudiantes de grado superior que han estudiado economía aducen explicaciones de las fuerzas del mercado que son esencialmente idénticas a las aportadas por estudiantes de grado superior que nunca han cursado economía.
Prejuicios y estereotipos igualmente graves impregnan el segmento de la formación humanística del currículo, desde la historia al arte. Los estudiantes que pueden discutir con detalle las complejas causas de la primera guerra mundial cambian en redondo de opinión y explican los acontecimientos actuales, igualmente complejos, en términos del simplista escenario de «buenos y malos» (este hábito de pensamiento no es ajeno a los dirigentes políticos aficionados a representar las situaciones internacionales más complejas al modo de un guión de Hollywood).
Quienes han estudiado las complejidades de la poesía moderna, aprendiendo a apreciar a T. S. Eliot y Ezra Pound, demuestran poca capacidad para distinguir las obras maestras de tonterías más propias de aficionados si se les oculta la identidad del autor.
Quizá se podría responder que estos resultados preocupantes son sencillamente una crítica más del sistema educativo norteamericano, que ha recibido ciertamente (y quizá sea merecida) su parte de crítica en los últimos años. Y de hecho la mayoría de las investigaciones se han llevado a cabo con el modélico estudiante universitario de segundo grado. Sin embargo las mismas formas de conceptualización erróneas y la falta de comprensión que aparecen en un ámbito escolar norteamericano, parecen repetirse también en los ámbitos escolares de todo el mundo.
¿Qué ocurre aquí? ¿Por qué los estudiantes no dominan aquello que debieran haber aprendido? Soy de la opinión de que, hasta una fecha reciente, aquellos de
nosotros que estamos comprometidos en la educación no hemos apreciado la resistencia que ofrecen las concepciones, los estereotipos y los «guiones» iniciales que los estudiantes ponen en su aprendizaje escolar ni tampoco la dificultad que hay para remodelarlos o erradicarlos. No hemos conseguido comprender que en casi todo estudiante hay una mentalidad de cinco años no escolarizada que lucha por salir y expresarse. Tampoco nos hemos dado cuenta del desafío que supone transmitir nuevas materias de modo que sus implicaciones sean percibidas por niños que durante mucho tiempo han conceptualizado materias de este tipo de un modo fundamentalmente diferente, y profundamente inalterable. A principios del presente siglo, la obra de Freud y de otros psicoanalistas aportó pruebas en el sentido de que la vida emocional de los primeros años de vida del niño afecta los sentimientos y el comportamiento de la mayoría de los adultos. Actualmente la investigación científica que trabaja sobre la cognición demuestra el sorprendente poder y la persistencia de las concepciones del mundo del niño pequeño.
Examinemos unos ejemplos que provienen de dos ámbitos completamente diferentes. Las estaciones cambiantes del año mudan en función del ángulo de inclinación de la Tierra sobre su eje en relación con el plano que describe su órbita alrededor del sol. Pero una explicación así tiene poco sentido para alguien que no se puede desprender de la creencia fuertemente arraigada de que la temperatura está estrictamente en función de la distancia a la fuente de calor. En el ámbito de la literatura, el recurso a la poesía moderna reside en el poder de sus imágenes, sus temáticas a menudo inquietantes y el modo en que el poeta juega con las
características formales tradicionales. Sin embargo este recurso continuará siendo oscuro para alguien que aún siente, muy hondo, que toda poesía digna de ese nombre tiene que rimar, que tener una métrica regular y retratar escenas encantadoras y personajes ejemplares. Aquí no nos ocupamos de los fallos intencionados de la educación sino, más bien, de los que son involuntarios.
Involuntarios, quizá, pero no inadvertidos. Una conversación con mi hija, por entonces estudiante de segundo año de universidad, hizo que me diera cuenta realmente de que algunos de nosotros somos como mínimo débilmente conscientes de la fragilidad del conocimiento. Un día Kerith me llamó por teléfono, completamente afligida. Me expresó su preocupación: «Papá, no comprendo la física». Siempre ansioso por asumir el papel de padre paciente y comprensivo, le respondí con mi tono más progresista: «Cariño, realmente me merece mucho respeto que estudies física en la universidad. Yo nunca habría tenido el valor de hacerlo. No me preocupa la calificación que obtengas; esto no es lo importante. Lo que sí me importa es que comprendas la materia. Entonces, ¿por qué no vas a ver a tu profesor y miras si te puede ayudar?». «No lo captas, papá», respondió Kerith con resolución. «Nunca la he comprendido».
Sin pretender cargar estas palabras de una importancia cósmica, he llegado a sentir que el comentario de Kerith cristaliza el fenómeno que intento dilucidar en
estas páginas. En las escuelas —incluyendo las «buenas» escuelas— de todo el mundo, hemos llegado a aceptar ciertos resultados como señales de conocimiento o comprensión. Si contestan de un cierto modo a las preguntas planteadas en una prueba en la que las respuestas son de múltiple elección, o si resuelven un conjunto de problemas de una manera especificada, les será acreditado su conocimiento. Nadie plantea nunca la pregunta «¿pero realmente lo comprende?», porque ello infringiría un acuerdo no escrito: este particular contexto de instrucción aceptará una determinada clase de resultados como adecuados. La distancia que media entre afirmar que la comprensión alcanzada es apta y la comprensión auténtica sigue siendo muy grande; sólo se repara en ella a veces (como en el caso de Kerith), e incluso entonces lo que se debe hacer con ella dista mucho de estar claro.
Al hablar aquí de «comprensión auténtica», no albergo intención metafísica alguna. Aquello que Kerith decía, y lo que una amplia bibliografía de investigación documenta, es que incluso un grado ordinario de comprensión no está habitualmente presente en muchos de los estudiantes, quizá en la mayoría. Es razonable esperar que un estudiante de grado superior sea capaz de aplicar en un contexto nuevo una ley de la física, o una prueba de geometría, o el concepto en historia del que ha dado muestras de tener un «dominio aceptable» en el aula. Si, al modificar ligeramente las circunstancias en que se realizan las pruebas, la solicitada y deseada competencia ya no puede demostrarse, entonces la simple comprensión —en cualquier sentido razonable del término— no se ha logrado. Este estado de cosas se ha reconocido pocas veces públicamente, pero incluso los estudiantes que resuelven con éxito sus estudios sienten que el conocimiento que aparentan tener es, en el mejor de los casos, frágil. Quizá este desasosiego contribuye a la sensación de que ellos —o incluso el sistema educativo entero— son en cierto sentido fraudulentos.

Continuaremos con este espacio el próximo viernes ! 🙂