CONCEPTUALIZAR EL DESARROLLO DE LA MENTE
En 1840, Charles Darwin empezó un dietario personal sobre las actividades de su hijo primogénito William. Darwin anotó los primeros reflejos de William comparándolos con los comportamientos que aprendía con posterioridad. Examinó el sistema sensorial del niño, observando, por ejemplo, que William miraba hacia una vela en su noveno día, seguía con los ojos una borla coloreada en su cuadragésimo noveno día, e intentaba asir objetos en su centésimo trigésimo segundo día. Los «sentidos superiores» de William, incluyendo la memoria, el lenguaje, la curiosidad y las facultades del razonamiento también se examinaron. Innumerables padres habían hecho esas mismas observaciones antes, pero Darwin fue quizá el primero en publicar sus observaciones, treinta y siete años después, en el segundo volumen de la revista británica Mind[4].
Darwin se dio cuenta de que los niños pequeños y las criaturas no son versiones en miniatura de los adultos, algo que parece que a los pintores medievales se les había pasado por alto. Mientras entre el niño y el adulto maduro hay una continuidad, al igual que hay continuidad entre los seres humanos y sus ancestros primates, existe también un proceso evolutivo o de desarrollo por el que cualquier ser humano ha de pasar. A través de su propio ejemplo como padre observador, y a fuerza de sus ideas esenciales acerca de la evolución de las especies, Darwin hizo más que ningún otro personaje para estimular el estudio científico de la mente del niño.
Primeros estudios de la mente
Al principio, los observadores de los niños se contentaban simplemente con describir lo que habían visto. En una ciencia incipiente tampoco es un punto de partida equivocado. Antes de poder dilucidar las leyes subyacentes, los primeros principios o los modelos causales, es bueno disponer de hechos. Como una parte de un esfuerzo común tendente a establecer estos hechos básicos, alrededor de 1900 empezó a aparecer una considerable variedad de «biografías de bebes», cuadernos de apuntes elaborados que redactaban los padres, las tías y los tíos complacientes de los niños que tenían a su cuidado o se encontraban dentro de los límites de su autoridad.
Este período de la historia científica resulta menos lejano de lo que en principio pudiera parecer. En las décadas de 1940 y de 1950, mientras el Dr. Benjamin Spock prescribía las medidas a través de las cuales los niños mantendrían su salud física[5], el Dr. Arnold Gesell establecía el calendario de los hitos que marcan el desarrollo normal infantil[6]. Padres de todos los Estados Unidos, así como de muchos otros países, se enorgullecían cuando sus hijos de cinco años superaban «las normas», del mismo modo que se preocupaban cuando sus hijos crecían pocos centímetros o recordaban menos números en comparación con otros de su misma edad. Al mismo tiempo que Gesell compartía su investigación pediátrica con el público general, una escuela de psicología altamente activa dominaba las discusiones
profesionales sobre el desarrollo humano. Esta rama, llamada «teoría del aprendizaje» o «conductismo», también se remontaba hasta Darwin. Pero mientras los gesellianos se contentaban con describir ordenadamente los hitos del desarrollo, pensadores sistemáticos como John B. Watson y B. F. Skinner eran más ambiciosos: querían explicar el desarrollo, y hacerlo de un modo tan claro y decisivo como fuera
posible. Para ellos no había diferencias cualitativas entre animal y ser humano, o entre niño y adulto; un niño mayor era simplemente más sabio y más eficiente que un niño pequeño. Tampoco había necesidad alguna de considerar las complejidades del cerebro. El comportamiento se podía explicar fácilmente como una «caja negra». De hecho, los organismos de todas las estirpes —ya se trate de ratas de Noruega o de estudiantes universitarios de segundo año— sencillamente hacen lo que se les premia, o se les «refuerza», que hagan, y rápidamente «suprimen» los comportamientos que no son tan valorados. Un ser humano podía aprender a hacer casi cualquier cosa que su entorno le impusiera y podía abandonar fácilmente una línea de conducta una vez el entorno la juzgaba disfuncional. No había necesidad de legitimar a los científicos por recurrir a emociones «idealistas» como el amor o a conceptos «difusos» como las ideas abstractas o la imaginación. En lo referente al cerebro era algo de lo que se ocupaban fisiólogos o cirujanos, y no los psicólogos. Todo lo que importaba eran las conductas evidentes que se podían observar y medir objetivamente en el reino animal.
Durante una época, la posición conductista cobró fuerza. Luego, la investigación de laboratorio dio lugar a muchas leyes del aprendizaje que parecían sostenerse razonablemente bien en el caso de las ratas o de las palomas, pero que demostraban ser preocupantemente remotas cuando se aplicaban a organismos que razonaban, conversaban o componían. En el hogar, hacía optimistas a las personas cuyos hijos
parecían modestamente dotados («cualquier cosa es posible»), pero frustraba a aquellas almas comunes que seguían experimentando emociones proscritas como el «amor» o que creían en conceptos desterrados como las «ideas».
Las teorías explícitas sobre el desarrollo infantil no sólo son de interés para científicos y profanos (no necesariamente por las mismas razones), sino que son sumamente importantes para los educadores. Ya sea de un modo consciente o no todos los educadores abrigan concepciones acerca de cómo es la mente del niño en el momento de nacer, o en el momento de entrar en la escuela, acerca de qué clases de objetivos escolares pueden cumplirse con facilidad y cuáles son los objetivos que requieren una ingeniería extensiva o resultan, incluso, imposibles de conseguir. En los capítulos siguientes presento mi propia concepción del desarrollo de la mente del niño durante la primera infancia, así como el modo en que esta «mente natural» choca con el programa de estudios escolar. Puesto que esta concepción se asienta, y a ellos responde, en retratos previos de los procesos mentales del niño es importante considerarlos aquí brevemente.
Los estudios pioneros de Jean Piaget acerca del desarrollo cognitivo Como el historiador de la ciencia Thomas Kuhn nos ha enseñado], las teorías científicas no mueren porque sean deficientes, sino que se desvanecen cuando otros enfoques más sugerentes, más convincentes y más comprensivos empiezan a destacar. Para científicos como yo, formados después de mediados de siglo en la estela del conductismo, el estudio del desarrollo infantil había significado una bocanada de aire refrescante. El aire soplaba desde las orillas del lago de Ginebra
donde desde los años veinte, un brillante biólogo convertido en psicólogo llamado Jean Piaget había estado estudiando a los niños.
En su mayoría eran niños pequeños normales que asistían a buenas escuelas ginebresas como la Maison des Petits del Institut Jean-Jacques Rousseau, así como los tres hijos de Piaget —Lucienne, Jacqueline y Laurent— cuyas travesuras en su cuarto de juegos se han convertido en saber tradicional entre los estudiosos del desarrollo humano. Fiel a los espíritus de Rousseau y de Darwin, Piaget conceptualizó el curso del desarrollo humano como extenso y complejo. Los niños no nacen con conocimiento como podría haber sostenido un cartesiano; tampoco se les impone el conocimiento como habían sostenido los filósofos empiristas británicos. En cambio, cada niño tiene que construir laboriosamente sus propias formas de conocimiento con el tiempo, de modo que cada acción provisional o hipótesis representa en cada momento su intento de dar sentido al mundo.
Como un relojero estudiando atentamente las diversas partes engranadas entre sí de un intrincado mecanismo, Piaget emprendió un rumbo de observación y de explicación del desarrollo de la mente del niño a través de una multiplicidad de dominios cognitivos que seguiría durante toda su vida. Los títulos de sus libros dan cuenta del gran programa de investigación: unos pocos volúmenes de síntesis representados por La psicología de la inteligencia y La psicología del niño, sustentados por docenas de monografías que tratan temas más específicos, entre los que destacan La concepción del espacio en el niño, La concepción de la geometría en el niño, La concepción del tiempo en el niño, La concepción de la causalidad física en el niño, y El juicio moral en el niño. Piaget, un observador y experimentador extremadamente ingenioso, lega a la ciencia emergente de la psicología del desarrollo muchas, si no la mayoría, de sus demostraciones clásicas. Entre las más destacables se encuentran los problemas de conservación, en los que los niños han de juzgar, por ejemplo, si dos montículos esféricos algo similares en apariencia siguen conteniendo la misma cantidad de arcilla, después de que uno de ellos se ha enrollado en forma de salchicha (o, por otra parte, aplanado en forma de tortilla); el problema de la permanencia del objeto, en el que un niño o bien sigue buscando un objeto una vez ha desaparecido de la vista o bien deja de seguirlo; y los dilemas morales de carácter intencional, que piden que el niño decida, por ejemplo, qué es peor, romper un sólo plato mientras se intenta coger a escondidas una galleta o romper un montón de platos mientras se intenta ayudar a un amigo.
Piaget, en el fondo monista, discernió una amenaza común a través de estos dominios de experiencia. Según el análisis de Piaget, todo niño pasa más o menos por las mismas etapas siguiendo el mismo orden, ya se tome el ámbito de la causalidad o el ámbito de la moralidad. Además, y esencialmente, cada etapa implica una reorganización fundamental del conocimiento, una reorganización tan profunda que el niño no tiene ni tan sólo acceso a sus primeras formas de comprensión. Una vez ha salido de una etapa, es como si la etapa previa nunca hubiera tenido lugar. Durante la infancia, según Piaget, el niño llega a conocer el mundo de un modo «sensoriomotor», construyendo las primeras formas de conocimiento del tiempo, del espacio, del número y de la causalidad de un modo que en la práctica se cierra por pasos. Un cincomesino tiene la capacidad de repetir acciones sencillas de modo intencionado, y esta capacidad predomina en diferentes ámbitos; un niño de un año y medio tiene la capacidad de imaginar un objeto cuando ya no está presente, una vez
más a través de diferentes ámbitos.
Cuando el niño pasa de ser un bebé a la primera niñez, adquiere un sentido «preoperativo» o «intuitivo» de conceptos como el de número o el de la causalidad: puede hacer uso de ellos en una situación práctica, pero no puede utilizarlos de un modo sistemático o lógico. Así, por ejemplo, el niño de tres años escogerá un montón de golosinas, por más numeroso, porque el contenido de dicho montón se ha esparcido sobre una amplia área, y cambiará su juicio cuando el mismo número de chocolatinas hayan sido agrupadas. O, por citar otro ejemplo, el niño de cuatro años de edad confundirá el significado de la palabra porque; es tan probable que diga «hace sol porque tengo calor» como que diga «tengo calor porque hace sol».
Los estadios más avanzados están marcados por las dos formas del «pensamiento operativo». El joven escolar de siete o de ocho años es capaz de un «pensamiento operativo concreto». Aquí el niño ya ha dominado aquellas comprensiones causales y cuantitativas que se le escapaban cuando era más pequeño. Ahora puede estimar que el número de las golosinas en un montón permanece constante mientras no se le añada o quite nada; que la misma escena objetiva parece diferente a individuos que están sentados en diferentes puntos estratégicos; que un objeto puesto detrás de otro objeto en la práctica lo adelantará con tal de que el primer objeto se mueva en la misma dirección con una velocidad mayor que el otro. Según Piaget estas nuevas comprensiones son lo suficientemente poderosas como para aniquilar las concepciones anteriores: el niño «conservador» ya no puede recrear el conjunto mental del «no conservador». Observa, sin embargo, que todas estas comprensiones están incrustadas en los detalles concretos del problema; el niño debe tener la oportunidad de observar los objetos y de ensayar experimentos por sí mismo.
En cambio, para aquellos adolescentes que se encuentran en la etapa «formal operativa», la presencia de estímulos concretos y la necesidad de actividades concretas ya no es necesaria. Un operador formal es capaz de razonar exclusivamente en el terreno de las proposiciones; esto es, dado un conjunto de enunciados —por ejemplo, acerca de las velocidades y trayectorias respectivas de los objetos A y B— el joven es capaz de hacer deducciones o inferencias y sacar conclusiones adecuadas sobre la base de esos solos enunciados. Aunque pueda ser conveniente disponer de un diagrama o un conjunto de objetos a mano con el que trabajar, ese tipo de ayudas ya no son necesarias. Los objetos pueden ahora construirse mentalmente; las operaciones que antes tenían que ser llevadas a cabo en el ámbito físico han sido ahora «internalizadas» o «interiorizadas». El matemático o el científico pueden progresar simplemente asentándose en su estudio y pensando, porque las operaciones requeridas pueden realizarse ahora de un modo abstracto o formal.
Esta rápida sinopsis apenas si hace justicia al poder intelectual, al impresionante alcance, o al exquisito detalle de la empresa piagetiana, que brillantemente comenzó en la primera mitad de este siglo y que todavía da de qué ocuparse a muchos investigadores con espíritu de iniciativa. Piaget no sólo es eminentemente digno de estudio, sino que sin duda es el único pensador dominante en su campo, una figura de la talla de un Freud que da la casualidad que se centró en los aspectos no emocionales y no motivacionales del desarrollo humano. Ahora sabemos valorar en su justa medida el hecho de que las contribuciones de Freud son inherentes más a las dimensiones y al alcance de su visión que a la exactitud de sus afirmaciones específicas. Análogamente, la siguiente generación de investigadores, aun reconociendo el genio de Piaget, ha encontrado necesario oponerse a casi todas las principales afirmaciones del psicólogo ginebrino.
A la luz de las plurales comprensiones actuales del desarrollo cognitivo humano, hay cuatro aspectos particularmente problemáticos en la forma piagetiana de ver el mundo. En primer lugar está la creencia esencial, en Piaget, de que el desarrollo consiste en una serie de cambios cualitativos en la representación y la comprensión.
Puede que esta afirmación sea legítima en relación a determinados dominios; por ejemplo, el modo en que los niños conceptualizan la vida y la muerte puede alterarse desde la primera infancia hasta la adolescencia. Sin embargo, tales cambios cualitativos no parecen prevalecer en general. Muchas de las concepciones básicas — por ejemplo, la noción de que el mundo consta de objetos que tienen límites, que se mueven de determinadas maneras y tienen efectos predecibles en los objetos con los que chocan— ya están presentes en el nacimiento, o poco después, y no se someten extensamente a un proceso de desarrollo.
Una segunda limitación es la creencia de Piaget según la cual todos los principales hitos están acoplados a acontecimientos críticos a través de diferentes campos, engranándose en su lugar, aproximadamente al mismo tiempo. Actualmente existen abundantes pruebas que permiten sugerir que los ámbitos de desarrollo son mucho más independientes unos de otros, sin que los avances en un área suelan conseguir indicar avances comparables en otras áreas. Así, por ejemplo, las primeras palabras con sentido que profiere un niño tienen lugar mucho antes que sus primeros dibujos con significado. A diferencia de las partes cuidadosamente engranadas entre sí de un reloj, las estructuras de la mente —y del cerebro— parecen ser capaces de evolucionar en diferentes direcciones y a diferentes ritmos.
En tercer lugar, mientras Piaget creía que estaba estudiando todo acerca de la cognición y de la inteligencia, existen buenas razones para pensar que su campo de visión era mucho más limitado. En el centro de la visión de Piaget se encontraban las competencias del científico, e incluso dentro del ámbito científico, una gran parte de su atención iba dirigida a la competencia numérica. Al igual que un fiel pitagórico o
un platónico, Piaget parece haber creído que la comprensión de los números se halla en el centro del intelecto. Una apreciación de la cantidad, un interés por el modo en que las cantidades se relacionan entre sí, un dominio de la diferentes clases de operaciones que pueden imponerse a la cantidad, actúan como motivos a lo largo del análisis de Piaget. Es una exageración, pero quizá sea sugerente, decir que el mayor logro de Piaget como científico fue el desarrollo de una profunda comprensión de lo que significa para una criatura ser competente en el cálculo matemático, y que su enfoque del desarrollo humano se centró en la capacidad de nuestra especie para conseguir un conocimiento sofisticado acerca de los números —o del Número—. Muchos, si no la mayoría de los psicólogos del desarrollo, admitirían estas tres limitaciones de la obra de Piaget. Una cuarta consideración resulta más controvertida. Para mí, Piaget cometió un error fundamental al aseverar que las modalidades de conocimiento más sofisticadas del niño mayor erradicaban las primeras formas de conocimiento del mundo. Tal eliminación de las primeras concepciones puede producirse en el caso de los expertos, pero la investigación realizada con estudiantes corrientes revela una pauta enormemente diferente. En su mayor parte, las primeras concepciones y equivocaciones de los niños perduran durante toda la época escolar.
Y, una vez que el joven ha abandonado el marco escolar, estas formas tempranas de ver el mundo puede que emerjan (o mejor reemerjan) de un modo completo. En lugar de ser erradicadas o transformadas, esas formas simplemente se propagan subterráneamente, al igual que lo hacen los recuerdos reprimidos de la infancia temprana, para reafirmarse en marcos en los que parecen ser las adecuadas.