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La Perspectiva Espiritual

Si la espiritualidad ha de ganar la lucha en el futuro, primero debe superar una desventaja mayor. En el imaginario popular, hace tiempo que la ciencia desacreditó a la religión. Los hechos remplazaron a la fe. La superstición fue vencida de manera gradual. Por eso prevalece la explicación de Darwin sobre la versión del Génesis, en el sentido de que el hombre desciende de los primates, o la teoría del Big Bang en
lugar de los mitos protagonizados por uno o varios dioses.
De modo que es importante comenzar diciendo que la religión no es lo mismo que la espiritualidad. Hasta Dios es distinto de la espiritualidad. Puede que la religión organizada se haya desacreditado, pero la espiritualidad no ha recibido una derrota semejante. Hace miles de años, en culturas localizadas en todo el mundo, maestros espirituales inspirados, como Buda, Jesús y Lao Tse, propusieron visiones y conceptos hondos sobre la vida. Enseñaron que, detrás de la lucha y el dolor de todos los días, existe un dominio trascendente. Aunque el ojo sólo ve rocas, montañas, árboles y cielo, hay un velo que oculta una realidad misteriosa y nunca antes vista. Más allá del alcance de los cinco sentidos se encuentra una realidad invisible y de infinitas posibilidades; la clave para aprovechar su potencial es la conciencia. “Viaja a tu interior –declararon los sabios y videntes– y así encontrarás la verdadera fuente de todo: tu propia conciencia.”
Ésta fue la gran promesa que la religión olvidó cumplir. Las razones para ello no nos interesan en este trabajo, porque éste es un libro sobre el futuro. Basta con decir que, si el reino de Dios está en nosotros, como declaró Cristo, si el nirvana significa la liberación de todo sufrimiento, como enseñó Buda, y si el conocimiento del cosmos se encuentra encerrado en la mente humana, como propusieron los antiguos rishis o sabios de la India, no podemos afirmar que esas enseñanzas han rendido todos los frutos que debieran. Cada vez menos personas adoran a su deidad de manera tradicional; por más que lo lamenten los viejos, aquellos que se han alejado de la religión ya ni siquiera necesitan una excusa para haberlo hecho. Hace mucho tiempo que la ciencia nos presentó un mundo nuevo y valiente que no requiere tener fe en una realidad invisible.
El tema central de todo este asunto es el conocimiento y la forma en que lo obtenemos. Jesús y Buda no dudaban de que describían la realidad desde una postura que implicaba verdadera sabiduría. Habiendo pasado más de dos mil años, creemos saber más que ellos.
La ciencia celebra sus triunfos, que son muchos, y se disculpa por las catástrofes, que también son muchas y siguen presentándose. La bomba atómica nos llevó a una etapa de destrucción masiva que aterra con sólo pensar en ella. El medio ambiente ha sido afectado desastrosamente por las emisiones de las máquinas que, tecnológicamente, nos ayudan a vivir mejor. Sin embargo, quienes apoyan la ciencia no hacen mucho caso de estos efectos secundarios o fracasos de la política social. Se nos ha dicho que la moralidad no es responsabilidad de la ciencia. Pero si tratas de penetrar más en el asunto, puedes darte cuenta de que la ciencia ha llegado a enfrentar el mismo problema que la religión. La religión perdió de vista la humildad frente a Dios, y la ciencia perdió su capacidad de asombro, concibiendo a la naturaleza como una fuerza opositora que debe enfrentarse y conquistarse para que los secretos obtenidos beneficien a la humanidad. Y ahora estamos pagando el precio. Si se pregunta si el homo sapiens está en peligro de extinción, algunos científicos se muestran esperanzados al afirmar que, en unos cuantos cientos de años, los viajes espaciales avanzarán lo suficiente como para permitirnos abandonar este nido planetario que estamos echando a perder. ¡Echemos a perder otros mundos!
Todos sabemos qué está en juego: el futuro cercano se cierne amenazante sobre nosotros. La solución estándar para nuestras presentes desdichas es ya demasiado familiar. La ciencia nos rescatará con nuevas tecnologías, y así lograremos salvar el
medio ambiente, remplazaremos los combustibles fósiles, curaremos el sida y el cáncer, y terminaremos con el hambre. Nombra un mal y de inmediato escucharás una voz que afirme que la solución científica está a la vuelta de la esquina. ¿No es verdad que la ciencia, en última instancia, promete rescatarnos de nosotros mismos? ¿Por qué debemos confiar en esa promesa? La cosmovisión que se impuso a la religión, y que concibe la vida desde un punto de vista esencialmente materialista, nos ha conducido a un callejón sin salida. Literalmente. Incluso si elimináramos milagrosamente la contaminación y el desperdicio, las generaciones venideras seguirían sin un modelo de buena vida, a excepción del esquema que ya nos ha fallado: el consumo infinito, la explotación de los recursos naturales y la diabólica creatividad de la guerra. De acuerdo con un joven estudiante chino que comentó con amargura sobre Occidente: “Se comieron todo el banquete. Ahora nos ofrecen café y postre, pero nos piden que paguemos por toda la comida.”
La religión no puede resolver este dilema: ya ha tenido oportunidades para hacerlo. No obstante, la espiritualidad sí puede hacerlo. Debemos retornar a la fuente de la religión. Y esa fuente no es Dios. Es la conciencia. Los grandes maestros que vivieron hace milenios ofrecieron algo más que la creencia en un poder superior. Nos ofrecieron una manera de ver la realidad que no se limita a los hechos externos y a una existencia física limitada, sino que está dotada de sabiduría interior y conciencia infinita. La ironía es que Jesús, Buda y los demás sabios iluminados también eran científicos. Tenían una manera de descubrir el conocimiento que corría paralela a la ciencia moderna. Primero llegaban a una hipótesis, es decir, a una idea que debía ser sometida a prueba. Luego experimentaban para saber si dicha idea era verdadera, y entonces pasaban a la evaluación crítica, ofreciendo los hallazgos a otros científicos con el fin de que pudieran
reproducir el hecho revolucionario.
La hipótesis espiritual que funcionó desde miles de años atrás está conformada por tres partes:
1. Una realidad invisible que es la fuente de todo lo visible.
2. Esta realidad invisible puede conocerse por medio de la conciencia.
3. La inteligencia, la creatividad y el poder de organización, están integrados al cosmos.
Estas tres ideas son como los valores platónicos en la filosofía griega, que nos dicen que el amor, la verdad, el orden y la razón dan forma a la existencia humana a partir de una realidad superior. La diferencia consiste en que las antiguas filosofías, cuyas raíces podemos ubicar unos cinco mil años atrás, nos dicen que esta realidad superior está con nosotros aquí y ahora.
Las tradiciones de sabiduría del mundo no excluían a un Dios personal (en mi caso, no me enseñaron de pequeño a adorar a un Dios, pero a mi madre sí se lo enseñaron, y le enseñaron a rezar a Rama en un templo cada día de su vida). Al mismo tiempo, todas las tradiciones de sabiduría incluyen a un Dios impersonal que permea cada átomo del universo y cada fibra de nuestro ser. Esta distinción molesta a aquellas personas que quieren aferrarse a una fe única, sea cual sea. Sin embargo, un Dios impersonal no tiene por qué constituir una amenaza.
Piensa en alguien a quien ames. Ahora piensa en el amor mismo. La persona amada da un rostro al amor, pero con seguridad el amor existía antes de que esta persona naciera y le sobrevivirá. En este ejemplo tan sencillo radica la diferencia entre el Dios
personal y el impersonal. Como creyente, puedes atribuir un rostro a Dios –se trata de una elección privada–, pero espero que te des cuenta de que, si Dios está en todas partes, las cualidades divinas de amor, piedad, compasión, justicia, y todas las demás atribuidas a Dios, se extienden infinitamente por toda la creación. No es de sorprender que esta idea sea común a todas las religiones. La conciencia elevada permitió a los grandes sabios, santos y visionarios, acercarse al tipo de conocimiento que resulta amenazante para la ciencia, pero que es completamente válido. Nuestra comprensión de la conciencia es muy limitada como para hacerle justicia aquí.
Si yo te preguntara de qué cosas eres consciente en este mismo momento, probablemente comenzarías por describir la habitación en que te encuentras y las vistas sonidos y olores que te rodean. Al reflexionar, te harás consciente de tu estado de ánimo, de las sensaciones de tu cuerpo, y quizá adviertas una preocupación o deseo oculto que está a mayor profundidad que los pensamientos superficiales. Pero el viaje interior puede ir mucho más lejos, conduciéndote a una realidad que no tiene que ver con los objetos comunes ni con los sentimientos y pensamientos cotidianos. Eventualmente, esos dos mundos se funden en un estado del ser que va más allá de los límites espacio-temporales, en una realidad de infinitas posibilidades.
Ahora nos enfrentamos a una contradicción: ¿cómo pueden dos realidades opuestas (en el sentido de que cocinar una hogaza de pan es lo opuesto a soñar con una hogaza de pan) terminar siendo una misma? Esta visión improbable es descrita sucintamente en el Isha Upanishad, una antigua escritura hindú. “Eso está completo y esto también está completo. Esta totalidad ha sido proyectada a partir de aquella otra totalidad. Cuando esta totalidad se funde con esa otra totalidad, sólo queda la totalidad.” En primera instancia, este pasaje parece un acertijo, pero puede descifrarse al percatarnos de que “esa otra” totalidad es el estado de conciencia pura, en tanto que “esta” totalidad constituye el universo visible. Ambas están completas en sí mismas, como sabemos gracias a la ciencia, que ha pasado cuatro siglos explorando el universo visible. No obstante, desde el punto de vista espiritual, una totalidad oculta subyace a la creación, y
es esta totalidad invisible la que más importancia tiene.
La espiritualidad ha existido durante algunos miles de años, y sus investigadores han sido brillantes, son como los Einstein de la conciencia. Cualquiera puede reproducir y verificar sus resultados, al igual que sucede con los principios de la ciencia. Más
importante aún, el futuro que la espiritualidad promete –un futuro sabio, libre y pleno– no se esfumó conforme declinaba la época de la fe. La realidad es la realidad. Sólo hay una y es permanente. Esto significa que, en algún momento, el mundo interior y el
exterior han de encontrarse, no tendremos que elegir entre ellos. En sí mismo, ese hecho será un descubrimiento revolucionario, puesto que la disputa entre ciencia y religión ha convencido a casi todos de que, o se enfrenta la realidad y las duras cuestiones de todos los días (ciencia), o te retiras pasivamente a contemplar una realidad que está más allá de la vida cotidiana (religión).
Esta supuesta elección fue forzada en nosotros cuando la religión fracasó en el cumplimiento de sus promesas. Pero la espiritualidad, la fuente más profunda de la religión, no ha fracasado y está lista para vérselas con la ciencia cara a cara, ofreciendo respuestas consistentes con las teorías científicas más avanzadas. La conciencia humana creó la ciencia, la cual, irónicamente, trata de excluir a la conciencia, ¡su creadora!
Obviamente esto nos dejaría con algo aún peor que una ciencia huérfana y estrecha: habitaríamos un mundo empobrecido.
Y este mundo ya llegó. Vivimos en una época de rudo ateísmo, cuyos defensores califican a la religión como superstición, ilusión y engaño. Pero su verdadero objetivo no es la religión sino el viaje interior. Me preocupan menos los ataques a Dios que otros ataques más insidiosos: la superstición del materialismo. Para los científicos ateos, la realidad debe ser externa; de no ser así, todo su entramado se viene abajo. Si el mundo físico es todo lo que existe, la ciencia hace lo correcto al buscar datos en él.
Pero aquí se viene abajo la superstición del materialismo. Nuestros cinco sentidos nos alientan a aceptar que existen objetos “ahí afuera”, bosques y ríos, átomos y quarks.
Sea como sea, en la frontera de lo físico, cuando la naturaleza se convierte en algo pequeño, la materia se desintegra y desvanece. En este caso, el acto mismo de la medición cambia aquello que vemos; todo observador termina entretejido con aquello que observa. Éste es el universo que la espiritualidad ya conoce bastante bien, en que la observación pasiva da pie a la participación activa, para descubrir que formamos parte del entramado de la creación. El resultado es un poder y libertad enormes.
La ciencia nunca ha llegado a la objetividad pura, y nunca lo hará. Negar el valor de la experiencia subjetiva equivale a despojarse de lo que hace que la vida sea digna de vivirse: el amor, la confianza, la fe, la belleza, el azoro, la maravilla, la compasión, la verdad, las artes, la moralidad y la mente misma. El campo de la neurociencia ha dado por sentado que la mente no existe, sino que es un subproducto del cerebro. El cerebro (una “computadora hecha de carne”, como afirma Marvin Minsky, experto en inteligencia artificial) es nuestro amo, y decide químicamente cómo nos sentimos, determinando genéticamente cómo crecemos, vivimos y morimos. Este panorama no es aceptable para mí, porque al hacer a un lado la mente, eliminamos nuestro portal al conocimiento y a la introspección.
Conforme a los  debate sobre los grandes misterios, los grandes sabios y videntes nos recuerdan que sólo existe una pregunta: ¿qué es la
realidad? ¿Se trata del resultado de las leyes naturales que operan rigurosamente por medio de causa y efecto, o se trata de otra cosa? Existen buenas razones para que nuestras cosmovisiones estén en guerra. Cualquier realidad es o no limitada por el universo visible. O el cosmos fue creado a partir de un vacío sin sentido, o no fue así.
Hasta que se comprende la naturaleza de la realidad, eres uno de los seis ciegos que tratan de describir un elefante sosteniendo sólo una de sus partes. El que se aferra a la pierna dice: “El elefante es como un árbol.” El que sostiene la trompa dice: “El elefante
se parece a una serpiente.” Etcétera. La fábula infantil sobre los ciegos y el elefante es en realidad una alegoría proveniente de la antigua India. Los seis ciegos son los cinco sentidos más la mente racional. El elefante es el brahmán, la suma de todo lo existente. En principio, la fábula es pesimista: si únicamente dispones de los cinco sentidos y de la mente racional, jamás verás al elefante. Sin embargo, existe un mensaje oculto tan obvio que muchos lo pasan por alto. El elefante existe. Estaba ahí, frente a nosotros, esperando con paciencia a ser
conocido. Ésta es la verdad más profunda de la realidad unificada.
El simple hecho de que la religión no haya tenido éxito no significa que sucederá lo mismo con una nueva espiritualidad basada en la conciencia. Necesitamos ver la verdad, y en el proceso despertaremos los hondos poderes que nos prometieron hace miles de
años. El tiempo espera. El futuro depende de la elección que realicemos hoy.

Pacha Pulai