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La Sencillez

Quisiera dilucidar qué es la sencillez; y de allí quizá podamos llegar al descubrimiento de la sensibilidad. Pensamos, al parecer, que la sencillez es mera expresión externa, vida retirada; tener pocas posesiones, andar de taparrabo, carecer de hogar, usar poca ropa, tener una exigua cuenta bancaria.
Eso, evidentemente, no es sencillez. Eso es mero exhibicionismo. Y a mí me parece que la sencillez es esencial. Pero la sencillez sólo puede surgir cuando empezamos a comprender el significado del conocimiento propio, tema que ya hemos tratado y que seguiremos tratando hasta fines de agosto.
La sencillez no es mera adaptación a un modelo. Se requiere mucha inteligencia para ser sencillo, y no, simplemente, amoldarse a cierto dechado, por meritorio que él sea en su aspecto externo. Por desgracia, casi todos empezamos por ser sencillos en apariencia, en las cosas externas. Es relativamente fácil tener pocas cosas y estar satisfecho con ellas, contentarse con poco y hasta compartir ese poco con los demás. Pero una mera expresión externa de sencillez en las cosas, en las posesiones, no implica por cierto sencillez en el fuero íntimo. Porque, tal como el mundo es actualmente, se nos incita desde afuera, desde lo exterior, a tener más y más cosas. La vida está haciéndose cada vez más compleja. Y, con el fin de escapar a todo eso, tratamos de renunciar o de desprendernos de las cosas; automóviles, casas, organizaciones, cines, y de las innumerables circunstancias que desde lo externo ejercen presión sobre nosotros.
Creemos que seremos sencillos viviendo retirados. Muchos santos, muchos instructores, han renunciado al mundo; y me parece que tal renunciación por parte de cualquiera de nosotros no resuelve el problema. La verdadera sencillez, la sencillez fundamental, sólo puede originarse en el fuero íntimo; y de ahí proviene la expresión externa. Cómo ser sencillos, es entonces nuestro problema; porque esa sencillez nos hace más y más sensibles. Una mente sensible, un corazón sensible, son esenciales, pues entonces uno es capaz de percepción rápida, de pronta recepción.
Es, pues, indudable, que sólo se puede ser interiormente sencillo cuando uno comprende los innumerables impedimentos, apegos, temores, que a uno lo tienen sujeto. Pero a la mayoría de nosotros nos gusta estar sujetos a las personas, a las posesiones, a las ideas. Nos gusta ser prisioneros. Interiormente somos prisioneros, aunque en lo externo parezcamos muy sencillos. Interiormente somos prisioneros de nuestros deseos, de nuestros apetitos, de nuestros ideales, de innumerables móviles. Y la sencillez no puede hallarse a menos que seamos interiormente libres. Ella, por lo tanto, ha de empezar primero en lo interno, no en lo exterior.
Ayer tarde dilucidábamos cómo estar libres de creencias. Hay, por cierto, una extraordinaria libertad cuando uno comprende todo el proceso del creer, cuando uno comprende por qué la mente se apega a una creencia. Y, cuando uno se ve libre de creencias, hay sencillez. Pero esa sencillez requiere inteligencia; y para ser inteligente hay que darse cuenta de los propios impedimentos. Para darse cuenta hay que estar constantemente en guardia, sin asentarse en determinada rutina, en determinado tipo de acción o de pensamiento. Porque, después de todo, lo que uno es en su interior influye sobre lo externo. La sociedad, o cualquier forma de acción, es la proyección de nosotros mismos; y, si no nos transformamos interiormente, la mera legislación significa muy poco en lo externo; puede traer ciertas reformas, ciertos reajustes, pero lo que uno es en su interior se sobrepone siempre a lo externo. Si interiormente uno es codicioso, ambicioso, si persigue ciertos ideales, esa complejidad íntima terminará por trastornar, por demoler la sociedad externa, por cuidadosamente planeada que ella pueda estar.
Por eso, ciertamente, uno tiene que empezar por el fuero íntimo, sin excluir ni rechazar lo externo. No hay duda de que llegáis a lo interno al comprender lo externo, al descubrir por qué el conflicto, la lucha, el dolor, existen en el mundo exterior; y a medida que esto se investiga más y más, penetra uno naturalmente
en los estados psicológicos que producen los conflictos y miserias externas. La expresión externa es mero indicio de nuestro estado interior; mas para comprender ese estado íntimo, uno ha de enfocarlo a través de lo externo. Eso es lo que casi todos hacemos. Y, al comprender lo interno —no en forma exclusiva, ni rechazando lo externo, sino comprendiendo lo externo y de ese modo llegando a lo interno— encontraremos que, al proseguir investigando las íntimas complejidades de nuestro ser, nos hacemos cada vez más sencillos y más libres.

Es esa sencillez interior la que resulta esencial. Porque esa sencillez crea sensibilidad. Una mente que no es sensible, que no está alerta, que carece de percepción, es incapaz de receptividad, de toda acción creadora. Por eso es que dije que la conformidad, como medio de llegar a la sencillez, realmente embota e insensibilizan la mente y el corazón. Cualquier forma de compulsión autoritaria —impuesta por el gobierno, por uno mismo, por el ideal de realización, etc.—
cualquier tipo de conformidad tiene que contribuir a la insensibilidad, a que no seamos interiormente sencillos. Exteriormente podemos  someternos y dar la impresión de sencillez, como lo hacen muchas personas religiosas. Ellas practican diversas disciplinas, ingresan a distintas organizaciones, meditan de una manera especial, etc., todo lo cual les confiere una apariencia de sencillez.
Pero tal conformidad no contribuye a la sencillez. Ninguna forma de compulsión puede jamás llevar a la sencillez. Al contrario: cuanto más reprimís, cuanto más substituís, cuanto más sublimáis, menos sencillez existe. Cuanto mejor comprendáis, empero, el preciso de la sublimación, de la represión, de la substitución, mayor será la posibilidad de sencillez.
Nuestros problemas sociales, ambientales, políticos, religiosos, son tan complejos, que sólo podemos resolverlos siendo nosotros sencillos, no volviéndonos extraordinariamente eruditos y sagaces. Porque una persona sencilla ve mucho más directamente que la persona compleja; su experiencia es más directa. Y nuestra mente está tan abarrotada con un infinito conocimiento de hechos, de lo que otros han dicho, que nos hemos incapacitado para ser sencillos y tener nosotros mismos experiencia directa. Estos problemas requieren un nuevo enfoque, y tal enfoque sólo es posible cuando somos sencillos, realmente sencillos en nuestro fuero íntimo. Esa sencillez llega tan sólo con el conocimiento propio, mediante la comprensión de nosotros mismos: de las modalidades de nuestro pensar y sentir, de la actividad de nuestros pensamientos, de nuestras respuestas; comprendiendo como nos sometemos, por miedo, a la opinión pública, a lo que otros dicen, a lo que ha dicho Buda, Cristo, los grandes santos —todo lo cual indica nuestra tendencia natural a someternos, a ponernos a salvo, a estar seguros—. Y, cuando uno busca seguridad, es evidentemente porque uno se halla en un estado de temor. Y por lo tanto no hay sencillez.
Si uno no es sencillo, no puede ser sensible: a los árboles, a los pájaros, a las montañas, al viento, a todas las cosas que ocurren alrededor nuestro en el mundo. Y si no hay sencillez, no puede uno ser sensible a las profundas insinuaciones de las cosas. La mayoría de nosotros vive muy superficialmente, en el nivel superior de la conciencia. Allí tratamos de ser reflexivos o inteligentes, lo cual es sinónimo de religiosidad; allí tratamos de que nuestra mente sea sencilla, mediante la compulsión, mediante la disciplina. Pero eso no es sencillez. Cuando forzamos la mente superficial a ser sencilla, tal compulsión sólo consigue endurecer la mente, no la torna ágil, flexible, lista. Ser sencillo en el proceso íntegro, total, de nuestra conciencia, es extremadamente arduo.
Porque no debe existir ninguna reserva interior; tiene que haber profundo interés por averiguar, por descubrir el proceso de nuestro ser. Y ello significa estar alerta
a toda insinuación, a toda sugerencia; darnos cuenta de nuestros temores, de nuestras esperanzas investigar y libertarnos de todo eso cada vez más y más.
Sólo entonces, cuando la mente y el corazón sean realmente sencillos, cuando estén limpios de sedimentos, seremos capaces de resolver los múltiples problemas que se nos plantean.
El saber no habrá de resolver nuestros problemas. Podemos saber, por ejemplo, que existe la reencarnación, que hay continuidad después de la muerte. Puede que lo sepas; no digo que lo sepas; o puede que estés convencido de ello. Pero eso no resuelve el problema. A la muerte no puedes hacerla a un lado mediante
nuestra teoría o información, o con nuestras convicciones. Es mucho más misteriosa, mucho más honda, mucho más creadora que todo eso.
Así, pues, hay que tener capacidad para investigar todas esas cosas de un modo nuevo, porque es sólo a través de la experiencia directa como se resuelven nuestros problemas; y para tener experiencia directa ha de haber sencillez, lo cual significa que tiene que haber sensibilidad. El peso del saber embota la mente. Asimismo, la embotan el pasado y el futuro. Sólo una mente capaz de adaptarse de continuo al presente, de instante en instante, puede hacer frente a las poderosas influencias y presiones que el medio ejerce constantemente sobre nosotros.
Por eso el hombre religioso no es, en realidad, el que viste una túnica o un taparrabo, el que come tan sólo una vez al día, o el que ha hecho innumerables votos de ser esto y de no ser aquello, sino aquel que es interiormente sencillo, aquel que no está convirtiéndose en algo. Una mente así es capaz de extraordinaria receptividad, porque no tiene barreras, no tiene miedo, no va en pos de nada. Ella es, por lo tanto, capaz de recibir la gracia, de recibir a Dios, la verdad o como os plazca llamarle. Pero la mente que persigue la realidad no es una mente sencilla. La mente que busca, que escudriña, que anda a tientas, agitada, no es una mente sencilla. La mente que se ajusta a cualquier norma de autoridad, interior o externa, no puede ser sensible. Y sólo cuando la mente es de veras sensible, cuando está alerta y es consciente de todo lo que en sí misma ocurre, de sus propias respuestas, de sus pensamientos, cuando ya ha cesado en su devenir, cuando ya no se regula a sí misma para ser algo —sólo entonces es capaz de recibir aquello que es la verdad—. Es sólo entonces que puede haber felicidad; porque la felicidad no es un fin, es el resultado de la realidad. Y cuando la mente y el corazón se han vuelto sencillos y por lo tanto sensibles — no mediante forma alguna de coacción o de imposición— entonces veremos que es posible atacar nuestros problemas muy sencillamente. Por complejos que sean, podremos abordarlos de un modo nuevo y verlos en forma diferente. Y eso —¿verdad?— es lo que se necesita actualmente: gente capaz de hacer frente a esta confusión externa, a esa baraúnda y antagonismo, de un modo nuevo, creativo y sencillo, no con teorías ni con fórmulas, sean de la izquierda o de la derecha. Y no podemos hacer frente a eso de un modo nuevo si no somos sencillos.
Ya sabes: un problema sólo puede ser resuelto cuando lo abordamos de un modo nuevo. Pero no podemos abordarlo de un modo nuevo si pensamos en
términos de una u otra norma de pensamiento religioso, político o de otra índole. Por consiguiente para a ser sencillos hemos de librarnos de todas esas cosas. Por eso es tan importante que nos demos cuenta, que tengamos la capacidad de comprender el proceso de nuestro propio pensar, que nos conozcamos a nosotros
mismos totalmente. De ello proviene una sencillez, una humildad que no es ni virtud ni disciplina. La humildad que se gana, deja de ser humildad. Una mente que se torna humilde, ya no es humilde. Y es sólo cuando se tiene humildad — no una humildad cultivada— cuando uno puede hacer frente a las cosas apremiantes de la vida; porque entonces no es uno mismo lo importante, no mira uno a través de las propias presiones y del sentido de la propia importancia. Uno mira el problema en sí, y entonces puede resolverlo.

Pacha Pulai