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Una vez más los hombres, desafiados por la dramaticidad  de  la  hora  actual, se proponen a sí mismos como problema. Descubren qué poco saben de  sí, de su “puesto en el cosmos”, y se preocupan por saber más. Por lo demás,  en el reconocimiento de su poco saber de sí radica una de las razones de esa búsqueda. Instalándose en el trágico descubrimiento de su poco saber de sí, hacen de sí mismos un problema. Indagan. Responden y sus respuestas los conducen a nuevas preguntas.

El problema de su humanización, a pesar de haber sido siempre, desde un punto de vista axiológico, su problema central, asume hoy el carácter de preocupación ineludible. Comprobar esta preocupación implica reconocer la deshumanización no sólo como viabilidad ontológica, sino como realidad histórica. Es también y quizás básicamente, que a partir ele esta comprobación dolo-rosa, los hombres se preguntan sobre la otra viabilidad — la de su humanización. Ambas, en la raíz de su inconclusión, se inscriben en un permanente movimiento de búsqueda. Humanización y deshumanización, dentro de la historia, en un contexto real, concreto, objetivo, son posibilidades de los hombres como seres inconclusos y conscientes de su inconclusión. Sin embargo, si ambas son posibilidades, nos parece que sólo la primera responde a lo que denominamos “vocación de los hombres”. Vocación negada, más afirmada también en la propia negación. Vocación negada en la injusticia,  en la explotación, en la opresión, en la violencia de los opresores. Afirmada en    el ansia de libertad, de justicia, de lucha de los oprimidos por la recuperación     de su humanidad despojada. La deshumanización, que no se verifica sólo en aquellos que fueron despojados de su humanidad sino también, aunque de manera diferente, en los que a ellos despojan, es distorsión de la vocación de SER MÁS. Es distorsión posible en la historia pero no es vocación histórica.

La violencia de los opresores, deshumanizándolos también, no  instaura  otra vocación, aquella de ser menos. Como distorsión del ser más, el ser menos conduce a los oprimidos, tarde o temprano, a luchar contra quien los minimizó. Lucha que sólo tiene sentido cuando los oprimidos, en la búsqueda por la recuperación de su humanidad, que deviene una forma de  crearla,  no  se  sienten idealistamente opresores de los opresores, ni se transforman, de hecho, en opresores de los opresores sino en restauradores de  la  humanidad  de  ambos. Ahí radica la gran tarea humanista e histórica de  los  oprimidos:  liberarse a si mismos y liberar a los opresores. Estos, que oprimen, explotan y violentan en razón de su poder, no pueden tener en dicho poder la fuerza de la liberación de los oprimidos ni de sí mismos. Sólo el poder que renace de la debilidad de los oprimidos será lo suficientemente fuerte para liberar a ambos.  Es por esto por lo que el poder de  los opresores, cuando pretende suavizarse  ante la debilidad de los oprimidos, no sólo se expresa,  casi  siempre,  en  una falsa generosidad, sino que jamás la sobrepasa. Los opresores, falsamente generosos, tienen  necesidad de que la situación  de injusticia permanezca a fin  de que su “generosidad” continúe teniendo la posibilidad de realizarse.  El “orden” social injusto es la fuente generadora, permanente, de  esta “generosidad” que se nutre de la muerte, del desaliento y de la miseria. De ahí la desesperación de esta generosidad ante cualquier amenaza que atente contra su fuente. Jamás puede entender este tipo de “generosidad” que     la verdadera generosidad radica en la lucha por la desaparición de las razones que alimenta el falso amor. La falsa caridad, de la cual resulta  la  mano  extendida del “abandonado de la vida”, miedoso e inseguro,  aplastado  y  vencido. Mano extendida y trémula de los desharrapados del mundo, de los “condenados de la tierra”. La gran generosidad sólo se  entiende  en  la  lucha para que estas manos, sean de hombres o de pueblos, se extiendan cada vez menos en gestos de súplica. Súplica de humildes a poderosos. Y se vayan haciendo así cada vez más manos humanas que trabajen y transformen el  mundo. Esta enseñanza y este aprendizaje tienen que partir, sin embargo, de     los “condenados de la tierra”, de los oprimidos, de  los  desharrapados  del  mundo  y  de  los  que  con  ellos  realmente  se  solidaricen.  Luchando  por  la restauración de su humanidad, estarán, sean hombres o pueblos, intentando la restauración de la verdadera generosidad. ¿Quién mejor que los oprimidos se encontrará preparado para entender el significado terrible de una sociedad opresora?¿Quién sentirá mejor que ellos los efectos de la opresión? ¿Quién más que ellos para ir comprendiendo la necesidad  de la liberación? Liberación a la que   no llegarán por casualidad, sino por la praxis de su búsqueda; por el conocimiento y reconocimiento de la necesidad de luchar por ella. Lucha que,  por la finalidad que le darán los oprimidos, será un acto de amor, con el cual  se opondrán al desamor contenido en la violencia de los opresores, incluso cuando ésta se revista de la falsa generosidad a que nos hemos referido.

El gran problema radica en cómo podrán los  oprimidos,  como  seres  duales, inauténticos, que “alojan” al opresor en sí, participar de la elaboración   de la pedagogía para su liberación. Sólo en la medida en que descubran que “alojan” al opresor podrán contribuir a la construcción de su pedagogía liberadora. Mientras vivan la dualidad en la cual ser es parecer y parecer es parecerse con el opresor, es imposible hacerlo. La pedagogía del oprimido, que  no puede ser elaborada por los opresores, es un instrumento para este descubrimiento crítico: el de los oprimidos por sí mismos y el de los opresores por los oprimidos, como manifestación de la deshumanización.

Sin embargo, hay algo que es  necesario  considerar  en  este  descubrimiento, que está directamente ligado a la  pedagogía  liberadora.  Es  que, casi siempre, en un primer momento de este descubrimiento,  los  oprimidos, en vez de buscar la liberación en la lucha y a través de ella, tienden a ser opresores también o subopresores. La estructura de su pensamiento se encuentra condicionada por la contradicción vivida en la situación concreta, existencial, en que se forman. Su ideal es, realmente, ser hombres, pero para ellos, ser hombres, en la contradicción en que siempre estuvieron y cuya superación no tienen clara, equivale a ser opresores. Estos son sus testimonios  de humanidad. Esto deriva del hecho de que, en cierto momento de su experiencia existencial, los oprimidos asumen una postura que llamamos de “adherencia” al opresor. En estas circunstancias, no llegan a “ad-mirarlo”, lo que los llevaría a objetivarlo, a descubrirlo fuera de sí. Al hacer esta afirmación, no queremos decir que los oprimidos,  en  este caso, no se sepan oprimidos. Su conocimiento de sí mismos, como oprimidos,   sin embargo, se encuentra perjudicado por su inmersión  en  la  realidad opresora. “Reconocerse”, en antagonismo al opresor, en aquella forma, no significa aún luchar por la superación de la contradicción. De ahí esta casi aberración: uno de los polos de la contradicción pretende, en vez de  la  liberación, la identificación con su contrario. En ente caso, el “hombre nuevo” para los oprimidos no es el hombre que debe nacer con la superación de la contradicción, con la transformación de la antigua situación, concretamente opresora, que cede su lugar a una nueva, la  de la liberación. Para ellos, el hombre nuevo  son  ellos  mismos,  transformándose en opresores de otros. Su visión del hombre nuevo es  una visión individualista. Su adherencia al opresor no les posibilita la conciencia de   si como personas, ni su conciencia como clase oprimida.

En un caso específico, quieren la reforma agraria, no para liberarse, sino para poseer tierras y, con éstas, transformarse en propietarios o, en forma más precisa, en patrones de nuevos empleados. Son raros los casos de campesinos que, al ser “promovidos” a capataces,     no se transformen en opresores, más rudos con sus antiguos compañeros que      el mismo patrón. Podría decirse —y con razón— que esto se debe al hecho de    que la situación concreta, vigente, de opresión, no fue transformada. Y que, en esta hipótesis, el capataz, a fin de asegurar su puesto, debe encarnar, con más dureza aún, la dureza del patrón. Tal afirmación no niega la nuestra —la de     que, en  estas circunstancias, los oprimidos tienen en  el opresor su testimonio   de “hombre”. Incluso las revoluciones, que transforman la situación  concreta  de  opresión en una nueva en que la  liberación  se  instaura  como  proceso, enfrentan esta manifestación de la conciencia oprimida. Muchos de los  oprimidos que, directa o indirectamente, participaron de la  revolución,  marcados por los viejos mitos de la estructura anterior, pretenden hacer de la revolución su revolución privada. Perdura en ellos, en cierta manera, la sombra testimonial del antiguo opresor. Este continúa siendo su testimonio de “humanidad”. El “miedo a la libertad, del cual se hacen objeto los oprimidos, miedo a la libertad   que   tanto   puede   conducirlos   a   pretender   ser   opresores también, cuanto puede mantenerlos atados al status del oprimido, es otro aspecto que merece igualmente nuestra reflexión. Uno de los elementos básicos en la mediación opresores-oprimidos es la prescripción. Toda prescripción es la imposición de la opción de una conciencia a otra. De ahí el sentido alienante de las prescripciones que transforman a la conciencia receptora en lo que hemos denominado como conciencia que “aloja”  la conciencia opresora. Por esto, el comportamiento de los oprimidos es un comportamiento prescrito. Se conforma en base a pautas ajenas a ellos, las pautas de los opresores. Los oprimidos, que introyectando la “sombra” de los opresores siguen sus pautas, temen a la libertad, en la medida en que ésta, implicando la expulsión    de la “sombra”, exigiría de ellos que “llenaran” el “vacío” dejado por la expulsión con “contenido” diferente: el de su autonomía. El de su responsabilidad, sin la cual no serían libres. La libertad, que es una conquista  y  no  una  donación,  exige una búsqueda permanente. Búsqueda que sólo existe en el  acto  responsable de quien la lleva a cabo. Nadie tiene libertad para ser libre, sino     que al no ser libre lucha por conseguir su libertad. Ésta tampoco es un punto ideal fuera de los hombres, al cual, inclusive, se  alienan.  No  es  idea  que  se haga mito, sino condición indispensable al movimiento de búsqueda en que se insertan los hombres como seres inconclusos. De ahí la necesidad que se impone de superar la situación opresora. Esto implica el reconocimiento crítico de la razón de esta situación, a fin de lograr, a través de una acción transformadora que incida sobre la realidad,  la  instauración de una situación diferente, que  posibilite  la  búsqueda  del  ser  más. Sin embargo, en el momento en que se inicie la auténtica lucha para crear la situación que nacerá de la superación de la antigua, ya se está luchando por el ser más. Pero como la situación opresora genera una totalidad deshumanizada y deshumanizante, que alcanza a quienes oprimen y a quienes son oprimidos, no será tarea de los primeros, que se encuentran deshumanizados por el sólo hecho de oprimir, sino de los segundos, los oprimidos, generar de su ser menos la búsqueda del ser más de todos.

Los oprimidos, acomodados y adaptados, inmersos en el propio engranaje de la estructura de dominación, temen a la libertad, en cuanto no se sienten capaces de correr el riesgo de asumirla. La temen también en la medida en que luchar por ella significa una amenaza, no sólo para aquellos que la usan para oprimir, esgrimiéndose como sus “propietarios” exclusivos, sino para los compañeros oprimidos, que se atemorizan ante mayores represiones. Cuando descubren en sí el anhelo por liberarse perciben también que este anhelo sólo se hace concreto en la concreción de otros anhelos. En tanto marcados por su miedo a la libertad, se niegan a acudir a otros,  a escuchar el llamado que se les haga o se  hayan  hecho  a  sí  mismos,  prefiriendo la gregarización a la convivencia auténtica,  prefiriendo  la  adaptación en  la cual su falta de libertad los mantiene a la comunión creadora  a que la libertad conduce.

 

Sufren una dualidad que se instala en la “interioridad”  de  su  ser. Descubren  que, al no ser libres, no llegan a ser auténticamente. Quieren ser,   mas temen ser. Son ellos y al mismo tiempo son el otro yo introyectado en ellos como conciencia opresora. Su lucha se da entre ser ellos mismos o ser duales. Entre expulsar o no al opresor desde “dentro” de sí. Entre desalienarse o mantenerse alienados. Entre seguir prescripciones o tener opciones. Entre ser espectadores o actores. Entre actuar o tener la ilusión de que actúan  en  la  acción de los opresores. Entre decir la palabra o no tener voz, castrados en su poder de crear y recrear, en su poder de transformar el mundo. Este es el trágico dilema de los oprimidos, dilema que su pedagogía debe enfrentar. Por esto, la liberación es un parto. Es un parto doloroso. El hombre que  nace de él es un hombre nuevo, hombre que sólo es viable en y  por  la  superación de la contradicción opresores-oprimidos  que,  en  última  instancia, es la liberación de todos. La superación de la contradicción es el parto que trae al mundo a este hombre nuevo; ni opresor ni oprimido, sino un hombre liberándose. Liberación que no puede darse sin embargo en términos meramente idealistas. Se hace indispensable que los oprimidos, en su lucha  por  la liberación, no conciban la realidad concreta de la opresión como una especie de “mundo cerrado” (en el cual se genera su miedo a la libertad) del  cual  no  pueden salir, sino como una situación que sólo los limita y que ellos pueden transformar. Es fundamental entonces que, al reconocer el límite  que  la  realidad opresora les impone, tengan, en este reconocimiento, el motor de su acción liberadora. Vale decir que el reconocerse limitados por la situación concreta de opresión, de la cual el falso sujeto, el falso “ser para si”, es el opresor,  no  significa aún haber logrado la liberación. Corno contradicción del opresor, que  en ellos tiene su verdad, como señalara Hegel, solamente superan la contradicción en que se encuentran cuando el hecho de reconocerse como oprimidos los compromete en la lucha por liberarse. No basta saberse EN una relación dialéctica con el opresor —su contrario antagónico— descubriendo, por ejemplo, que sin ellos el opresor no existiría (Hegel) para estar de hecho liberados. Es preciso, recalquémoslo, que se entreguen a la praxis liberadora. Lo mismo se puede decir o afirmar en relación con el opresor, considerado individualmente, como persona. Descubrirse en la posición del opresor aunque ello signifique sufrimiento no equivale aún a solidarizarse con los oprimidos. Solidarizarse con éstos es algo más que prestar asistencia a 30 o a 100, manteniéndolos atados a la misma posición  de dependencia. Solidarizarse no    es tener conciencia de que explota y “racionalizar” su culpa paternalistamente.  La solidaridad, que exige de quien se solidariza que “asuma” la  situación  de aquel con quien se solidarizó, es una actitud radical. Si lo que caracteriza a los oprimidos, como “conciencia servil”, en relación con la conciencia del señor, es hacerse “objeto”, es transformarse, como señala Hegel, en “conciencia para otro”, la verdadera solidaridad con ellos está en luchar con ellos para la transformación de la realidad objetiva que los hace “ser para otro”. El opresor sólo se solidariza con los oprimidos cuando su gesto deja de ser un gesto ingenuo y sentimental de carácter individual; y pasa a ser un acto de amor hacia aquéllos; cuando, para él, los oprimidos dejan de ser  una  designación abstracta y devienen hombres concretos, despojados y en una situación de injusticia: despojados de su palabra, y por esto comprados en su trabajo, lo que significa la venta de la persona misma.  Sólo  en  la plenitud de este acto de amar, en su dar vida, en su praxis, se constituye la solidaridad verdadera. Decir que los hombres son personas, y como personas son  libres,  y  no hacer nada para lograr concretamente que esta afirmación sea objetiva, es una farsa. Del mismo modo que en una situación concreta —la de la opresión— se instaura la contradicción opresor-oprimidos, la  superación  de  esta contradicción sólo puede verificarse objetivamente.

No se puede pensar en objetividad sin subjetividad. No existe la una sin la otra, y ambas no pueden ser dicotomizadas. La objetividad dicotomizada de la subjetividad, la negación de ésta en el análisis de la realidad o en la acción sobre ella, es objetivismo. De la misma forma, la negación de la objetividad, en el análisis como en la acción, por conducir al subjetivismo que se extiende en posiciones solipsistas, niega la  acción misma, al negar la realidad objetiva, desde el momento en que ésta pasa a ser creación de la conciencia. Ni objetivismo, ni subjetivismo o psicologismo, sino subjetividad y objetividad en permanente dialecticidad. Confundir subjetividad con subjetivismo, con psicologismo, y negar la importancia que tiene en el proceso de transformación del  mundo,  de  la historia, es caer en un simplismo ingenuo. Equivale a admitir lo imposible: un mundo sin hombres, tal como la otra ingenuidad, la del subjetivismo, que  implica a los hombres sin mundo. No existen los unos sin el otro, mas ambos en permanente interacción.

La pedagogía del oprimido, que busca la restauración de la intersubjetividad, aparece como la pedagogía del hombre.  Sólo  ella,  animada por una auténtica generosidad, humanista y  no  “humanitarista”,  puede  alcanzar este objetivo. Por el contrario, la pedagogía que, partiendo de los intereses egoístas de los opresores, egoísmo camuflado de falsa  generosidad, hace de los oprimidos objeto de su humanitarismo, mantiene y encarna  la  propia opresión. Es el instrumento de la deshumanización. Esta es la razón por la cual, como ya afirmamos con anterioridad, esta pedagogía no puede ser elaborada ni practicada por los opresores. Sería una contradicción si los opresores no sólo defendiesen sino  practicasen una educación liberadora. Sin embargo, si la práctica de esta educación implica el poder político y si  los oprimidos no lo tienen, ¿cómo realizar, entonces, la pedagogía del oprimido antes de la revolución? Esta es, sin duda, una indagación altamente importante, cuya respuesta parece encontrarse relativamente clara en el último capítulo de este ensayo. Aunque no queremos anticiparnos a él, podemos afirmar que un primer aspecto de esta indagación radica en la distinción que debe hacerse entre la educación sistemática, que sólo puede transformarse con el poder, y los  trabajos educativos que deben ser realizados con los oprimidos, en el proceso    de su organización. La pedagogía del oprimido, como pedagogía humanista y  liberadora,  tendrá, pues, dos momentos distintos aunque interrelacionados. El primero, en  el cual los oprimidos van descubriendo el mundo de la opresión y se van comprometiendo, en la praxis, con su transformación y,  el  segundo,  en  que  una vez transformada la realidad opresora, esta pedagogía deja de ser del oprimido y pasa a ser la pedagogía de los hombres en proceso de permanente liberación.

En cualquiera de estos momentos, será siempre  la  acción  profunda  a través de la cual se enfrentará, culturalmente,  la  cultura  de la dominación.”  En el primer momento, mediante el cambio de percepción del mundo opresor  por parte de los oprimidos y, en el segundo, por la expulsión de los  mitos  creados y desarrollados en la estructura opresora, que se mantienen como aspectos míticos, en la nueva estructura que surge de la transformación revolucionaria.

Nos enfrentamos al problema de la conciencia oprimida como    al de la conciencia opresora —el de los hombres opresores y de los hombres oprimidos en una situación concreta de opresión. Frente al problema de su comportamiento, de su visión del mundo, de su ética. Frente a la dualidad de    los oprimidos. Y debemos encararlos así, como seres duales, contradictorios, divididos. La situación de opresión, de violencia en que éstos se “conforman”,    en la cual “realiza,” su existencia, los constituye en esta dualidad. Toda situación en  que, en las relaciones objetivas entre A y B, A explote a   B, A obstaculice a B en su búsqueda de afirmación como persona, como sujeto,   es opresora. Tal situación, al implicar la obstrucción de esta búsqueda es, en si misma, violenta. Es una violencia al margen de que muchas veces aparece azucarada  por la falsa generosidad a que nos referíamos con anterioridad, ya  que hiere la vocación ontológica e histórica de los hombres: la de ser más. Una vez establecida la relación opresora, está instaurada la violencia. De   ahí que ésta, en la historia, jamás haya sido iniciada por los oprimidos. ¿Cómo podrían lar oprimidos iniciar la violencia, si ellos son el resultado de una violencia? ¿Cómo podrían ser los promotores de algo que al instaurarse objetivamente los constituye? No existirían oprimidos si no existiera una relación de violencia que los conforme como violentados, en una situación objetiva de opresión.

Son los que oprimen, quienes instauran la  violencia;  aquellos  que  explotan, los que no reconocen en los otros y no los oprimidos, los explotados,  los que no son reconocidos como otro por quienes los oprimen.

Quienes instauran el terror no son los débiles, no son aquellos que a él se encuentran sometidos sino los violentos, quienes, con su poder, crean la situación concreta en la que se generan los “abandonados de la vida”, los desharrapados del mundo.

Quien instaura la tiranía no son los tiranizados, sino  los  tiranos. Quien instaura el odio no son los odiados sino los que odian primero.

Quien instaura la negación de los hombres no son aquellos que fueron despojados de su humanidad sino aquellos  que  se  la  negaron,  negando también la suya.

Quien instaura la fuerza no son los que enflaquecieron bajo la robustez de los fuertes sino los fuertes que los debilitaron.

Sin embargo, para los opresores, en la  hipocresía  de  su  falsa “generosidad”, son siempre los oprimidos —a los que, obviamente, jamás dominan como tales sino, conforme se sitúen, interna o externamente, denominan “esa gente”  o  “esa masa  ciega y envidiosa”, o “salvajes”, o “nativos”  o “subversivos”—, son siempre los oprimidos, los que desaman. Son  siempre ellos los “violentos”, los “bárbaros”, los “malvados”, los “feroces”, cuando reaccionan contra la violencia de los opresores. En verdad, por paradójico que pueda parecer, es en la respuesta de los oprimidos a la violencia de los opresores donde encontraremos el  gesto  de  amor. Consciente o inconscientemente el acto de rebelión de los oprimidos, que siempre es tan o casi tan violento cuanto la violencia que los genera, este acto     de los oprimidos si puede instaurar el amor. Mientras la violencia de los opresores hace de los oprimidos hombres a quienes se les prohíbe ser, la respuesta de éstos a la violencia de aquéllos se encuentra infundida del anhelo de búsqueda del derecho de ser. Los opresores, violentando y prohibiendo que los otros sean, no pueden  a  su vez  ser; los oprimidos, luchando por ser, al retirarles el poder de oprimir y    de aplastar, les restauran la humanidad que hablan perdido en el uso de la opresión. Es por esto por lo que sólo los oprimidos, liberándose, pueden liberar a los opresores. Éstos, en tanto clase que oprime, no pueden liberar, ni liberarse. Lo importante, por esto mismo, es que la lucha de los oprimidos se haga para superar la contradicción en que se encuentran; que esta superación sea el surgimiento del hombre nuevo, no ya opresor, no ya oprimido sino hombre liberándose. Precisamente porque si su lucha se da en el sentido de hacerse hombres, hombres que estaban siendo despojados de su capacidad de ser, no  lo conseguirán si sólo invierten los términos de  la  contradicción.  Esto  es,  si sólo cambian de lugar los polos de la contradicción. Por esta razón, estos frenos, que son necesarios, no significan, en sí mismos el que los oprimidos de ayer se encuentren transformados en los opresores de hoy. Los oprimidos de ayer, que detienen a los antiguos opresores en su ansia de oprimir, estarán generando con su acto libertad, en la medida en que, con él, evitan la vuelta del régimen opresor. Un acto que prohíbe la restauración de este régimen no puede ser comparado con el que lo crea o lo mantiene; no puede ser comparado con aquel a través del cual algunos hombres niegan a las mayorías el derecho de ser.

Tendrás mi carne
Tendrás mis huesos
Tendrás mi sangre
Tendrás mis vísceras
Tendrás mi vida
Tendrás mi dolor
Tendrás mi agonía
Tendrás mis lágrimas
Tendrás mi último aliento
Tendrás cada pedazo de mí
Pero lo que nunca, nunca,
nunca podrás tener
será mi alma.

Pacha Pulai