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Dos formas de considerar la vida

El padre se encuentra observando la cuna donde plácidamente duerme su hijita recién nacida, que acaba de ser traída del hospital. Su corazón desborda de gratitud y amor por la belleza y perfección de la criatura. En ese momento la recién nacida abre los ojos y mira directamente hacia arriba.
Él la llama por su nombre, seguro de que la pequeña volverá su cabecita y lo mirará. Pero los ojitos no se mueven. Entonces el padre toma un juguete que reposa en el moisés y lo agita, hace que resuene el pequeño cascabel que tiene dentro. A pesar de ello, aquellos ojitos siguen inmóviles.
Ahora el corazón de aquel hombre ha empezado a latir con fuerza, con mayor rapidez. Corre en busca de su mujer, que está descansando en el dormitorio y le
explica la situación. «Parece que no reacciona frente a los ruidos. Es como si no pudiera oír», le dice. La mujer, mientras se pone apresuradamente una bata, trata de tranquilizarlo: «Estoy segura de que no es nada». Entran los dos en la habitación de la niña.
Ahora es ella la que pronuncia el nombre de la niña, la que agita una campanita y da palmadas para llamar su atención. Por fin la alza de su cunita, con lo que la
pequeña se yergue, se retuerce, arrulla.
«¡Dios mío! Es sorda», se alarma el padre. «No, no lo es —replica la madre—. Mejor dicho, es todavía muy pequeña para que podamos decirlo. Fíjate, si acaba de venir al mundo. Ni siquiera puede enfocar los ojitos.»

«Es que no ha respondido en ningún momento al ruido. Ni siquiera cuando diste esas palmadas tan fuertes.»
La madre toma un libro de la biblioteca. «Veamos qué dice este libro sobre cuidado de los niños», dice mientras busca «oído» y, cuando lo encuentra, lee en voz alta: «No se alarme si su recién nacido no se sobresalta ante los ruidos intensos o no gira la vista en dirección al origen del ruido. Ésos son reflejos que tardan un tiempo en desarrollarse. Su pediatra está en condiciones de revisar la capacidad auditiva de su hijo desde el punto de vista neurológico.»
«Ahí lo tienes —dice la madre—. ¿Esto te hace sentir mejor?» «No mucho —insiste el padre—. Ni siquiera menciona la posibilidad de que el bebé sea sordo. Y parece que mi pequeña no oye. Me preocupa muchísimo. Tal vez se deba a que mi abuelo era sordo. Si esta hermosa criatura es sorda y es por mi culpa, te aseguro que no podría perdonármelo nunca.» «¡Eh! ¡Un momento! —lo interrumpe ella—. ¿No crees que exageras? Lo primero que haremos el lunes va a ser llamar al pediatra. Y, mientras tanto, anímate. Toma, tenla en brazos un momento mientras le arreglo las sabanitas. Están un poco
revueltas.»
El padre toma a la niña en brazos, aunque la devuelve a su mujer en cuanto puede. Durante todo ese fin de semana es incapaz de adelantar trabajo. Sigue a su mujer por toda la casa, pensando en el oído de la pequeña y en cómo podría una eventual sordera arruinar la vida de su hija. No puede imaginar sino lo peor: sin oído, sin desarrollo del lenguaje, su hermosa niña se verá apartada de la vida, encerrada en el aislamiento. Para el domingo por la noche ya está hundido en la más negra desesperación.
Mientras tanto, la madre ha dejado un mensaje en el contestador automático del pediatra pidiendo hora para el lunes. Ha pasado el fin de semana leyendo e
intentando devolver la calma a su marido. Las pruebas efectuadas por el pediatra son tranquilizadoras, pero el ánimo del padre sigue por el suelo. Y continúa así durante varios días, hasta que la niña por fin da señales de que oye normalmente, se ha sobresaltado al oír las detonaciones causadas por el escape de un camión. En consecuencia, él empieza a recuperarse y vuelve a disfrutar de su hijita.
Este padre y esta madre consideran el mundo desde distintos puntos de vista.
Siempre que a él le sucede algo malo —una notificación de Hacienda, una pelea con su mujer, incluso un entrecejo fruncido por parte de su jefe—, no hace sino imaginar lo peor: quiebra y cárcel, divorcio, despido. Es muy proclive a la depresión; se desasosiega y su salud padece. Ella, en cambio, ve los peores hechos desde las perspectivas más amables. Para ella son cosas pasajeras y que pueden superarse, otros tantos desafíos por superar. Ante cualquier revés pronto se rehace, recupera su energía. Goza de una salud excelente.
Los optimistas y los pesimistas: desde hace veinticinco años los vengo estudiando. Es característica definitoria de los pesimistas que se inclinen a pensar que lo desagradable durará siempre, o por lo menos muchísimo, socavarán cuanto se propongan hacer… y será por su culpa. Los optimistas, que deben enfrentarse con los mismos golpes de este mundo, piensan de manera completamente opuesta. Tienden a pensar que la derrota es sólo un contratiempo pasajero, que sus problemas se reducen a esa única circunstancia. Los optimistas no atribuyen los contratiempos a su propia culpa, sino que los achacan a la mala suerte, los provocan otros o sencillamente suceden. Esas personas no se desconciertan frente a la derrota.
Enfrentados a un problema, perciben que allí se les presenta un reto y lo intentan otra vez con más energía.
Esas dos formas de considerar los problemas tiene sus consecuencias. Cientos de estudios demuestran que los pesimistas se rinden más fácilmente y se deprimen con mayor frecuencia. Esos experimentos prueban también que los optimistas van mejor en los estudios, en el trabajo y en el deporte. Sobrepasan regularmente los promedios de las pruebas de aptitud. Cuando los optimistas aspiran a un cargo, tienen más posibilidades de triunfar que los pesimistas. Gozan de una salud desusadamente buena. Envejecen bien, mucho más libres que el común de nosotros de los males físicos propios de la edad. La evidencia sugiere asimismo que podrán vivir más tiempo.
He comprobado que, en pruebas efectuadas a cientos de miles de personas, un número sorprendentemente grande aparecerá como profundamente pesimista, y otra gran porción presentará acusadas tendencias hacia el pesimismo. He aprendido que no siempre es fácil saber quién es pesimista, y puede que vivan en las sombras del pesimismo muchos más de los que se cree. Las pruebas dan muestras de pesimismo en gente que jamás podría considerarse a sí misma como pesimista; y muestran asimismo que los demás lo captan y que reaccionan negativamente.

Una actitud pesimista puede parecer permanente. Y, sin embargo, se han encontrado formas de eludir el pesimismo. En realidad, los pesimistas pueden aprender a ser optimistas, y no por medio de trucos tan carentes de sentido como sería silbar una canción alegre o decir tonterías («Día tras día, por el camino que sea, estoy mejor y mejor»), sino aprendiendo toda una nueva batería de habilidades cognitivas. Lejos de ser creación de propagandistas o de los medios populares de difusión, tales habilidades fueron descubiertas en laboratorios y clínicas de prominentes psicólogos y psiquiatras, que luego las convalidaron rigurosamente.
Este libro le ayudará a descubrir sus tendencias pesimistas, si es que las tiene, o las de aquellas personas que están a su cargo, que dependen de usted. Servirá
asimismo para hacerle conocer las técnicas que contribuyeron a que miles de personas modificaran esos hábitos pesimistas que arrastraban de toda la vida, juntamente con la depresión, que es su acompañante habitual. Le concederá la oportunidad de mirar los contratiempos que puedan acaecerle a la luz de un nuevo
enfoque.