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«Sin la muerte al fondo, sin el tiempo en los huesos, el amor es
trivial…»

El morir es una de las experiencias
más transformadoras, poderosas y espiritualmente enriquecedoras.
Es una posibilidad, una oportunidad única e irrepetible, la
última para que la persona, cada uno de nosotros, de nosotras, se
acerque más y más a lo profundo de sí mismo.

La muerte es la etapa final del crecimiento en esta vida. No hay
una muerte completa; sólo muere el cuerpo. La conciencia o el espíritu,
o como quieras llamarle, es eterna.
En este momento de mi vida, te diré que me gusta trabajar y
estar en lo profundo. Me siento cómodo, es un lugar en el que puedo
ofrecer lo mejor de mí.

Todos somos habitados por un sentimiento ontológico, el de
saber que somos mortales y que nada podemos contra la muerte.
La conciencia de la muerte intensifica nuestra disposición a amar,
pero también el amor nos hace recordar nuestra propia mortalidad.
La muerte no es un fracaso, forma parte de la vida. Es un acontecimiento
que debe vivirse.
Es cierto que la cultura actual ignora, oculta o evade la muerte.2
Se la considera y se la trata como un tabú (no se habla de ella ni con
quien la vivencia cercana). Además muchas veces, tal vez demasiadas,
la soledad, el miedo, el abandono y la impotencia componen el
último acto de la vida.

La vida incluye el morir, de hecho es una parte de ella.
En el fondo de la naturaleza humana se hallan la fragilidad, el
dolor y el sufrimiento. Realidades que la sociedad del bienestar trata
de ocultar, rechazar o soslayar.

Morir centra la atención lejos de la periferia de la vida, que por
otra parte es donde más estamos centrados, mientras que la vivencia
de una cercana muerte nos enfoca en el centro del SER.
De aquí la importancia de no privar a ningún ser humano del
conocimiento de su situación bajo el argumento de no hacerle sufrir.
Aquí cada persona es su protagonista y, ni él puede ignorarlo, ni
otro puede privarle de este protagonismo. Morir es un acto personal
e irrepetible. Nadie puede morir por otro, por suerte o por desgracia
solamente se muere una vez. Ningún humano debe ser privado
del derecho que tiene a vivir su propia muerte. Por lo tanto, el conocimiento moralmente cierto de una muerte inevitable y próxima
debe ser comunicado al enfermo, para que éste pueda realizarse también en el último acto de la vida.
Creo que nuestra creciente familiaridad con el potencial transformador
de la muerte, con la noción de que morir es, incluso, más significativamente un evento espiritual que un evento médico, nos permitirá acercarnos entre nosotros en el momento de la muerte y en la vida, con menos miedo y más claridad, con menos frivolidad y más profundidad, con menos distanciamiento y mayor compasión.
Imagínate lo diferente que sería el cuidado del fin de vida si hubiera
un reconocimiento generalizado, sincero y abierto de que morir es
la oportunidad espiritual más poderosa de la vida.

La vida es un proceso de hacerse, de hacernos a nosotros mismos.
La vida nos viene dada, pero no hecha. No tengas prisa, es un
proceso lento.
Lo importante es cómo nos va el proceso, no las metas alcanzadas.
Y éste es justamente el gran peligro que tenemos, poner nuestro
acento en los objetivos más que en los procesos.

Cuando la persona llega a dominar el arte de transformar las circunstancias desagradables en bendiciones para aprender y madurar, podemos afirmar que ha conquistado el secreto de la vida. Me a permiten, traer a continuación un pasaje del evangelio de San Mateo, en el que Jesús se muestra tranquilo y confiado, tan es así que duerme en esa confianza básica de que nada hay que temer y lo mejor está por llegar. Mientras que los discípulos van siendo presa del temor y la angustia que les produce la posibilidad de naufragar.

«En aquel día les dijo, llegada ya la tarde: Pasemos al otro lado del
lago. Cuando hubo subido a la nave, le siguieron sus discípulos. Y
se dieron a la mar. Mientras navegaban se durmió. Vino sobre el
lago una tormenta tal, que las olas cubrían la nave, y acercándose
le despertaron, diciendo: Señor, sálvanos, que perecemos. Él les
dijo: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces se levantó,
mandó al viento y dijo al mar: Calla, enmudece. Y se aquietó el
viento y se hizo completa calma». Mateo 8, 23-28.
Pasaban a la otra orilla, y el mar (símbolo del caos) comenzó a
encresparse y las olas anegaban la barca. Y Jesús dormía tranquilo,
sereno, nada temía. La travesía hacia “la otra orilla” no es más que
un viaje al ser más profundo que eres. La mayoría de las personas,
señala Eckart Tolle2, sienten que su identidad, su sentido del yo, es
algo increíblemente precioso que no quieren perder. Por eso tienen
tanto miedo a la muerte.

Parece inimaginable y pavoroso que el “yo” pudiera dejar de existir. Pero confundimos ese precioso “yo” con nuestro nombre, y nuestra forma, y con la historia asociada a él. Ese “yo” no es más que una formación temporal en el campo de la conciencia.

Mientras sólo conozcas la identidad vinculada a la forma, no
serás consciente de que esa preciosidad es tu propia esencia, tu sentido
“Yo soy” más interno, que es la conciencia misma. Es lo eterno en ti, y en mí, y en cada uno de nosotros, de nosotras, y eso es justamente
lo único que no puedes perder.

Jesús no temía perecer, sabía que la conciencia misma nunca
muere, tan solo la forma.
Siguiendo de nuevo las enseñanzas de Eckart Tolle, nos hace
reflexionar cómo a los veinte años eres consciente de tener un cuerpo
fuerte y vigoroso; sesenta años después eres consciente de tener
un cuerpo envejecido y débil. Es posible que tu forma de pensar
también haya cambiado desde que tenias veinte años, pero la conciencia
que sabe que tu cuerpo es joven o viejo, o que tu forma de pensar no es la misma, no ha cambiado. Esa consciencia es lo eterno en ti: la consciencia misma. Es la VIDA UNA sin forma. ¿Puedes perderla?
No, porque eres ELLA.

 

Les recomiendo mucho este film .. Cambia vidas ..

Dedico este espacio a Lucía y Paola que despidieron de esta dimensión de consciencia a sus papás ..